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El lugar de los niños y niñas Opinión

El lugar de los niños y niñas

Osvaldo Torres
Por : Osvaldo Torres Antropólogo, director Ejecutivo La Casa Común
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Suponer que los niños pobres son producto de psicopatías individuales de familias disfuncionales, como señalaban las teorías sociales que estudiaban los tecnócratas, es un grueso error. La reproducción de la pobreza y exclusión de la niñez es parte de la matriz productora de la concentración del ingreso y la propiedad.


Primero fue la ministra de Justicia que habló del “stock de niños” en los centros de Sename y ahora es su sucesor el que caracterizó al Centro de Sename –donde murió por aplicación de tormentos la niña Lissette– como mejor dotado que el Internado donde él estudió y muy lejos de las dramáticas descripciones de las novelas de Dickens.
Hay, en estas dos intervenciones, una sorprendente “igualdad de género” para mirar la realidad. Se impone desde la posición de poder que ejercen. Ambos, obnubilados, no tienen la capacidad de tratar a esos niños y niñas que viven bajo la protección del Estado como sujetos con derechos.

Esta cosificación de los niños y niñas pobres, que son los que llegan a estos recintos, explicita con claridad el lugar que ocupan en el proyecto de país. Como las palabras crean realidades, esos niños pasan a ser cosas en una bodega –en este caso los Centros de Sename– de aquellas que guardan “cachureos”, que se ven tarde, mal y nunca y, luego, se botan. Lo decía Bauman, hay una producción de residuos humanos que, cosificados, son lo superfluo, aquello que nadie quiere ver, que en definitiva debe ser eliminado.

[cita tipo= «destaque»]La larga agonía del sistema de atención de las niñas y los niños excluidos, debería dar paso a una conciencia de que los casos que se denuncian por violaciones a los derechos no son “excesos”, sino una forma pervertida de control sociopolítico de la pobreza infantil y eso es inaceptable en un Estado democrático.[/cita]

Digámoslo con claridad, los niños y niñas del Sename se han vuelto un problema del que pocos se quieren hacer cargo, pues se les ha colocado como “seres humanos residuales”, de alto costo y poca productividad futura. Con estos niños hoy se enfrenta “una aguda crisis de la industria de eliminación de residuos humanos”. La trayectoria de los últimos 25 años muestra que no ha existido voluntad política de tratarlos de otra forma que como se les trató durante los 17 años anteriores.

Lo anterior implica, entonces, pensar que estamos ante un problema estructural, político y cultural.

Estructural, pues el problema no son esos niños –que en realidad son el “efecto colateral” de decisiones políticas y familiares– sino más bien existe un modo de organización de la sociedad que les niega las posibilidades de realización a seres que nacen con las mismas capacidades y derechos que los demás.

Político, pues si se trata de crear las condiciones para proteger y garantizar los derechos sociales y civiles de ellos, se requiere de una voluntad que trastroca el tipo de modelo de desarrollo actual que concibe al Estado como subsidiario del mercado. Esto lleva a transparentar el “problema de los niños del Sename”, pues hay dirigentes políticos de la coalición de Gobierno y de oposición que se oponen a las políticas de reconocimiento de derechos sociales universales y, por tanto, a las garantías de acceso a ellos por parte de los niños y las niñas.

Pero también está el problema de la cultura. La tradición católica chilena ha cultivado el espíritu solidario de carácter caritativo en la población –salvo en el período del Concilio Vaticano II y la CELAM de Medellín en los años sesenta, que impulsó la liberación social– y ha apelado en general al carácter maternal del amor a los niños y a la autoridad del padre como disciplinador de aquel. Esta cultura de la conmiseración, de la institucionalización de los niños pobres como si las instituciones fueran las grandes madres, ya tenía a mediados del siglo XIX un furibundo crítico en Oscar Wilde, inglés como Dickens, que escribía: “En el hombre resulta mucho más fácil suscitar emociones que inteligencia (…) nos encontramos rodeados de una horrenda pobreza, de una atroz fealdad y de una repulsiva miseria. Es inevitable que se dejen conmover por todo eso (…). Pero sus remedios no curan la enfermedad: lo único que hacen es prolongarla… sus remedios forman parte integrante de la enfermedad (…). El único objetivo justo ha de ser construir la sociedad sobre una base tal que la pobreza sea imposible. Y lo cierto es que las virtudes altruistas han impedido la consecución de esa meta”.

En definitiva, hay un triple esfuerzo.

Por una parte, comprender que los niños y niñas pobres tienen iguales derechos que cualquier otro niño y, por tanto, es inaceptable tanto atropello y tanta vulneración a sus derechos humanos y tanta muerte. Es necesario un esfuerzo colectivo por sacar a esos niños de la categoría en la que han sido colocados: residuos humanos desechables.

Una segunda tarea es comprender la dimensión política del problema y tratarlo como tal. Se requieren recursos económicos, un concepto de Estado que les garantice los derechos y los trate como sujetos con opinión, dignidad y capacidad de participación. Esto implica aprobar leyes efectivas, no las de la “medida de lo posible”, pues pueden terminar en una institucionalidad desarticulada e ineficiente, que rebotará en el tiempo en el desprestigio del Estado como garante de los derechos.

La tercera tarea es vincular la lucha por los derechos de los niños y las niñas con los procesos de transformación que el país necesita. Suponer que los niños pobres son producto de psicopatías individuales de familias disfuncionales, como señalaban las teorías sociales que estudiaban los tecnócratas, es un grueso error. La reproducción de la pobreza y exclusión de la niñez es parte de la matriz productora de la concentración del ingreso y la propiedad.

La larga agonía del sistema de atención de las niñas y los niños excluidos, debería dar paso a una conciencia de que los casos que se denuncian por violaciones a los derechos no son “excesos”, sino una forma pervertida de control sociopolítico de la pobreza infantil y eso es inaceptable en un Estado democrático. Verdad y justicia es lo que la autoridad debe exigir, más aún si lo que ocurre en el Sename depende directamente del Ministerio que ahora se llama de Justicia y Derechos Humanos. El ministro debiera asumir que su rol no es relativizar las vulneraciones a esos derechos sino hacer el máximo esfuerzo por impedir que vuelvan a ocurrir, e investigar administrativamente con diligencia lo acontecido.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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