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Para entender la verticalización residencial: Edificios habitacionales, clases y representaciones culturales en Santiago

Gonzalo Cáceres Quiero
Por : Gonzalo Cáceres Quiero Planificador e historiador urbano
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La dispersión residencial en baja densidad devino en el patrón de urbanización predominante en muchas ciudades chilenas. El producto habitacional que hemos heredado tras décadas de preeminencia, es la vivienda aislada en propiedad. En nuestra conversación coloquial: casas, más allá que su agrupamiento en la ciudad se despliegue bajo la forma de condominios cerrados con y sin pareamiento.
Sin perjuicio de su influencia, ni la suburbanización ni la formalidad que regularmente viene aparejada con la titularidad de la tierra, deben ser naturalizadas. Tampoco, otro error habitual en el análisis, es seguir afirmando que la vida en vertical opera a contracorriente de la cultura santiaguina, casi como si se tratara de una fuerza hostil a cierto proyecto unifamiliar inmutable en su composición y valores. Exagerando la crítica subyacente, la verticalización residencial sería, para sus sufridos residentes, una especie de sacrificio que debe ser padecido más que disfrutado. Al respecto, quien quiera forjarse una corroboración expedita del estereotipo, no tiene más ver la primera toma de Lusers (Rodríguez, 2015). El problema, para los menos advertidos, es que el estacionamiento donde comienza la película dispone de una dirección conocida.

Por mucho que falten estudios, ¿a qué debemos atribuir la mala reputación asociada a la vida en vertical, en especial cuando el sujeto de análisis son los sectores populares? Vistas retrospectivamente, las responsabilidades son mixtas. Imposible negarlo: entre los primeros en oponerse hubo exponentes de la clase trabajadora. La prensa obrera y popular de hace poco menos de ocho décadas de antigüedad, adoptó un tono extremadamente crítico respecto a lo que llamó “colmenas verticales”. Aunque lo que fustigaban era conjuntos de vivienda pública moderna de tan solo cuatro pisos de altura -los colectivos San Eugenio o la Población Arauco II, por ejemplo- de poco sirvieron la asismicidad de los pabellones ni menos lo ventajoso de su asoleamiento.
Cuarenta años después, los edificios 2010 y 2020, también de cuatro pisos, fueron objeto de agudo reproche aunque sus contradictores poco tuvieran que ver con la animada vida colectiva que sus atributos construidos sugerían. La crítica arreció cuando ya no existía la República que había prohijado conjuntos como Villa Jaime Eyzaguirre o el ex Polígono de Tiro. Sin que por décadas hubiera Ministerio de Vivienda y Urbanismo al que acudir para necesarias refacciones, propietarios y arrendatarios observaron la descualificación material, pero también simbólica de los blocks. Contribuyeron al menoscabo en nombre del realismo, directores cinematográficos como Justiniano en Caluga o Menta y bandas de música como Upa! en “Los bloques” (Un día muy especial, 1991).

Las así llamadas clases medias santiaguinas exhiben una trayectoria diferente. Su verticalización residencial ha suscitado menos contravenciones quizás porque el estereotipo las presenta más adaptativas, hacendosas e higienizadas. Desde la Ley de Propiedad Horizontal, su esbelta caricatura acompañó la publicidad de recios o gráciles edificios erigidos en comunas como Santiago y Providencia. La televisión contribuyó a asentar una representación laboriosa y familiar. Torre 10, el melodrama por entregas, coincidió con la publicidad escogida por CORMU cuando lanzó a la venta la Metrópolis San Borja en 1970. Las imágenes de confort, calidez y minimalismo vuelven a reaparecer si apreciamos el video clip que Andwanter escogió para Cabros (Odisea, 2010) o si visionamos el trabajo de Ayala y Riquelme, los directores de Volantín cortao (2013), cuando se propusieron recrear a la familia de Paulina, la ñuñoína y contestataria protagonista de la película.

Lejos de cualquier tono reprobatorio o siquiera compasivo, la verticalización residencial de las elites siempre ha suscitado alusiones afirmativas. Salvo excepciones, la acumulación de representaciones cinematográficas, musicales o literarias parece corroborar la tesis. En términos siempre audiovisuales, sobresale la reciedumbre de las edificaciones retratadas por Bohr en Uno que ha sido marino (1951), los generosos interiores expuestos por Kaulen en Largo Viaje (1968) o la transparencia elegida por Fuguet cuando, en pleno ejercicio espacial, se obligó a escenificar la gentrificación de su alter ego literario domiciliado con frente al Parque Forestal (Invierno, 2015). En todos los casos, vida acomodada, inclusive en zonas céntricas, jamás conjuga con hacinamiento ni menos con falta de sofisticación.

Pero, ¿qué ocurre cuando los diferentes tipos de verticalización y también las diferentes clases residentes co-existen en una misma ciudad y hasta cohabitan fracciones de ella? Las representaciones cinematográficas, muchas veces decididamente anticipatorias, ya han ensayado algunas hipótesis puestos en la obligación de aceptar la interrogante.
La desilusión vivida por Bruno, el arquitecto que estelariza En la gama de los grises (Marcone, 2014) es un recordatorio eficaz. Tras alcanzar la cúspide del cerro Santa Lucía se muestra decepcionado por el paisaje construido que la vista hacia el sur de La Alameda le sugiere. Decenas de edificios espigados completan un cuadro que a sus ojos comparece totalmente nuevo, pero desangelado. Nada de lo que ve le parece idiosincrático, menos que menos identitario.

En la decepción de Bruno habitan dos expresiones. Su gesto reprobatorio comunica una contrariedad, pero también algo de sorpresa. ¿Será porque al frente suyo se alza la peor verticalización, esa que se asienta en fachadas desactivadas, edificios sin pareamiento y homogeneidad social? No lo sabemos realmente.

Otra alternativa explicativa permite sospechar en el rictus de Bruno una desafiliación para con la ciudad vertical de la especulación inmobiliaria. Abona a la idea una certeza que comparten desde Ignacio Agüero (Aquí se construye, 2000) hasta Ana Tijoux en “No Más” (Vengo, 2014). A favor de la crítica de ambos se podría decir que no hay nada más predecible que una torre de departamentos. En Santiago, desde las últimas décadas, proliferan de manera inversamente proporcional al conocimiento que tenemos sobre sus diseñadores.

El anonimato proyectual, algo similar al que conocieron las naves de vivienda social construidas en el inefable paso de dictadura a postdictadura, fue un síntoma largamente anticipado en los principales círculos arquitectónicos.

La entronización del edificio de inmobiliaria, para seguir con un término que hace una década se lo escuché pronunciar a Froimovich, García, Lepori y Vergara (2006), es una realidad sobre la que nadie podría argüir sorpresa. En rigor, llevamos varias décadas advirtiéndola, en especial después que decenas de comunidades afectadas por la introducción de externalidades de vecindad, levantaran su voz discrepante.

[cita tipo=»destaque»]Vista en una mediana duración, la sociedad santiaguina ha reportado tratamientos diferenciados respecto de un asunto tan decisivo como lo es la residencialidad en altura. Los sesgos de clase en la materialización de los diferentes tratamientos son una realidad tan imponente como grandes son los nuevos edificios de Estación Central.[/cita]

Tampoco debiera sobresaltar a nadie calificar muchos emprendimientos residenciales en altura, siguiendo la pista intelectual que abrió Pumarino, bajo la fórmula del gigante egoísta (2014). Si todo lo anterior es cierto, ¿se modifica el cuadro cuando el edificio de departamentos cambia de escala y se levanta sin solución de continuidad en barrios y/o comunas que responden a variaciones del tradicional patrón suburbano, pero cuya existencia había pasado, hasta ahora, sospechosamente inadvertida?
Un mínimo de prudencia, esa que cultiva Brain en una columna reciente aparecida en La Tercera, permite problematizar mejor los perjuicios asociados al proceso de estereotipar cuando de sectores populares viviendo en vertical se trata. Sin ser exhaustivamente longitudinal, su entrada proporciona pistas importantes respecto a la bondad de pensar la ciudad equilibrando formas construidas con mosaico social.

Aunque no lo llega a frasear de una manera taxativa, su argumento es tan crítico con las empresas rentistas que explotan el suelo “reventando” el espacio sin la menor contemplación o contraprestación, como respecto al peligro de tornar irracional la lógica de los individuos que se precipitan a posicionarse cuando la ciudad completa hace parte de su ajedrez cotidiano. Sabatini, seguramente el que más, viene advirtiendo sobre la necesidad de no contemporizar con el empresariado inmobiliario, pero, al mismo tiempo, sin olvidar la importancia de regular su desempeño en aquello que se refiere a congeniar densidad, centralidad y habitabilidad para todas y todos.

Con base en una aproximación culturalista, mi contribución a la discusión ha buscado comprender más que enjuiciar. Vista en una mediana duración, la sociedad santiaguina ha reportado tratamientos diferenciados respecto de un asunto tan decisivo como lo es la residencialidad en altura. Los sesgos de clase en la materialización de los diferentes tratamientos son una realidad tan imponente como grandes son los nuevos edificios de Estación Central. Si queremos superar el hándicap moral que lastra la discusión sobre los ghettos verticales propulsada por el intendente en ejercicio, y zafar, de una vez y para siempre de sus resonancias paternalistas y compasivas, la ventaja retrospectiva ayuda y mucho.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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