Publicidad

Bajo un sol negro: La DC y el golpe militar

Rodolfo Fortunatti
Por : Rodolfo Fortunatti Doctor en Ciencias Políticas y Sociología. Autor del libro "La Democracia Cristiana y el Crepúsculo del Chile Popular".
Ver Más


El golpe de Estado no fue un solo acto por el cual se resolvió la lucha a favor de un vencedor. Fue un estado de golpes, una sucesión de agresiones contra el orden institucional y la paz civil que, en su complejo desenvolvimiento, sometió al país a la expectante incertidumbre de su desenlace.

Para el solsticio de invierno de 1973, bajo un sol negro que ni calienta ni seca la lluvia —como diría Pérez-Reverte—, la política marchaba al desnudo. Sectores de derecha habían ensayado sin éxito inmediato la sublevación militar. Sectores de izquierda habían probado con pésimos resultados el acopio de armas y la infiltración de los institutos armados. Por último, sectores moderados de gobierno y oposición habían intentado preservar la estabilidad institucional a través de un diálogo para el cual escaseaba la voluntad política. Todo indicaba que aquel era el momento crucial para conciliar una salida pacífica, o adentrarse sin remedio, y sin el hilo de Ariadna, en un oscuro laberinto.

En ese momento todos quienes detentaban las más altas posiciones de poder, eran conscientes del frágil terreno que pisaban. Todos podían intuir las consecuencias de sus actos. Todos se sabían protagonistas de una etapa trascendental de la historia de Chile. Por eso, a todos les importaba salvar lo que llamaban la responsabilidad política ante el juicio de la historia.

El ensayo sedicioso del 29 de junio

El movimiento insurgente del 29 de junio había dejado un saldo de 22 muertos y más de un centenar de heridos. La conspiración, fraguada entre Patria y Libertad y un par de oficiales del Regimiento Blindado Nº 2, se había propuesto secuestrar al Presidente Allende para provocar un levantamiento generalizado de las Fuerzas Armadas. «Cinco tanques al mando de un teniente ,señalaba el informe oficial, concurrirían a Tomás Moro. Se capturaría al señor Presidente y se le detendría en el cuartel de Santa Rosa; cinco tanques se apoderarían inicialmente de La Moneda. Patria y Libertad provocaría disturbios desde la tarde del 26. Este movimiento aseguraba a los comprometidos la participación de diferentes unidades del Ejército, Armada y Fuerza Aérea, más una considerable cantidad de simpatizantes de esta organización».

Tras el fallido episodio, sus autores intelectuales, dirigentes de Patria y Libertad, terminaron asilándose en la embajada de Ecuador. Fue cuando, ante la gravedad de la crisis abierta, el Gobierno anunció que pediría al Congreso el otorgamiento de facultades para declarar el Estado de Sitio. Ese mismo día se reunió el Consejo Nacional del Partido Demócrata Cristiano y declaró públicamente su apoyo al régimen institucional y su condena a la asonada del fin de semana, como ya lo habían hecho explícito la directiva y algunos parlamentarios. Sin embargo, la instancia partidaria no consideró apropiado ampliar las facultades del Ejecutivo más allá de las que le confería la ley para decretar la Zona en Estado de Emergencia, habida cuenta de que las Fuerzas Armadas se habían mantenido fieles al orden constitucional. El Consejo creía innecesario y riesgoso otorgarle al Gobierno «la atribución de detener ciudadanos y suspender sus libertades sin posibilidad de defensa».

La DC, entonces, no sólo planteaba públicamente su desconfianza hacia el Ejecutivo, sino que la destacaba sobre el fondo de las garantías que en su reverso le ofrecían las Fuerzas Armadas. ¡El peligro armado no existe! —aseguraba el diario La Prensa—. «Ningún partido democrático en Chile o en cualquier otra parte del mundo, se arriesgaría a entregar nuevas facultades a un Ejecutivo que es objeto de una tan fundada desconfianza política» —explicaba. Y en su editorial del 4 de julio agregaba que «posiblemente no habría existido oposición si el Gobierno hubiera dado muestras de rectificar en lo político, lo económico, lo social y lo moral».

Entretanto, los comités parlamentarios, procurando matizar la negativa original de la colectividad, planteaban la posibilidad de conceder las atribuciones solicitadas por el Gobierno sólo si éstas eran ejercidas por los institutos armados. «No estamos dispuestos a entregar una herramienta tan peligrosa como es el Estado de Sitio a un gobierno que no nos da absolutamente ninguna confianza… Para nosotros, la garantía de tranquilidad en el país podría ser que estas funciones las realizaran las Fuerzas Armadas…» ¾sostenían José Monares y Baldemar Carrasco. En igual sentido se pronunciaba el senador Juan Hamilton: «Sólo cabría la posibilidad de entregar mayores instrumentos legales si existiera la seguridad de que ellos no van a ser ejercidos por las autoridades políticas sino por las instituciones armadas».

Fue, finalmente, la respuesta que se impuso. El proyecto del Ejecutivo se rechazó en la Cámara de Diputados por 81 votos contra 52, y en el Senado, por 23 votos contra 11. Es ese momento se conmemoraban 162 años de vida del Congreso Nacional.

La revolución sobre la revolución

El movimiento subversivo de los grupos de derecha había consolidado el nuevo escenario. Y las palabras del Presidente Allende, pronunciadas en su casa de Tomás Moro el 29 de junio, pero que vinieron a ser aquilatadas varios días después del incidente, habrían de contribuir indiscutiblemente a hilvanar los derroteros del nuevo contexto. En lo medular, el mensaje del Presidente contenía una convocatoria: «Llamo al pueblo a que tome todas las industrias, todas las empresas, que esté alerta, que se vuelque al centro, pero no para ser victimado; que el pueblo salga a las calles, pero no para ser ametrallado; que lo hagan con prudencia, con cuanto elemento tengan a mano».

Pero, sobre todo, contenía una advertencia perturbadora para la oposición, pues, por entonces, ministros militares formaban parte del gabinete. «Si llega la hora ,dijo el Jefe de Estado, armas tendrá el pueblo, pero yo confío en las Fuerzas Armadas leales al Gobierno». Ello entrañaba una aparente contradicción. La certidumbre de que el pueblo contaría con armas, suponía que esas armas se encontraban disponibles y, si lo estaban, entonces significaba que los militares ya no tenían el monopolio de la violencia legítima.

[cita tipo=»destaque»]o la colectividad conmemoraba dieciséis años de existencia desde su fundación en 1957, el precursor de la unidad política y social del pueblo ponía de relieve tres nociones claves. Reafirmaba la vocación transformadora del partido, que se traduce en su lucha por una sociedad socialista, comunitaria, pluralista y democrática. Manifestaba su inequívoca condena a la guerra civil y al enfrentamiento armado. Y exhortaba a la más absoluta prescindencia en la conflagración y en el régimen represivo que resultare de dicha contienda.[/cita]

Por eso, la inmediata consecuencia de ello, fue la salida de éstos del gabinete. La siguiente, fue la confirmación, tras descubrirse una camioneta fiscal portando un cargamento de armas de origen cubano y soviético, en su mayor parte checoslovacas, de que efectivamente se estaban distribuyendo suministros. ¿Cuál era la magnitud de este armamento? Es probable que nunca se consiga mensurar con precisión, pero los testimonios de la época dan cuenta de medios precarios que, difícilmente, lograban sortear la eficacia operativa de la Ley de Control de Armas en manos de las tres ramas de la defensa nacional desde 1972 y, menos aún, compararse con el potencial destructivo de los arsenales de guerra del Estado.

«UP distribuye armas; ultras pidieron levantar zona de emergencia», titulaba el diario La Prensa del 5 de julio. Aludía a publicaciones del MIR y del MAPU pidiendo al Gobierno que distribuyera armas entre los civiles. En una crónica de páginas interiores señalaba: «Gobierno recluta voluntarios para el ejército del pueblo; PC, PS, MAPU e IC se suman a la labor de 27 grupos de extrema izquierda. Cincuenta mil voluntarios, base de las milicias populares. Entre 12 mil y 15 mil metralletas repartidas entre los violentistas. Pueden dejar a Santiago sin agua, luz y gas en pocos minutos. Once cordones industriales y diez campamentos a disposición de la UP». El diputado Claudio Orrego triplicaba esta cifra. Aventuraba que «a  los pocos meses los cálculos llegan a 40 mil metralletas, repartidas públicamente y sin tapujos entre los sectores oficialistas que las han sacado de los arsenales».

Bajo estas circunstancias, un sector de la izquierda radicalizó su postura frente a la oposición y se apartó del Gobierno, poniendo así en jaque un eventual acuerdo sobre la reforma industrial. Miguel Enríquez, líder del MIR, anunció «un paro nacional que notifique a la Contraloría, al Parlamento y a la Democracia Cristiana que la clase obrera y el pueblo no aceptan la promulgación de la reforma constitucional de Hamilton y Fuentealba». A renglón seguido, llamó a constituir de inmediato un poder paralelo al Gobierno y a romper la cohesión institucional de las Fuerzas Armadas. Instó a «extender las tomas de fábricas y fundos, fortalecer y multiplicar las tareas de defensa, levantar el Poder Popular como gobierno local autónomo de los poderes del Estado». Y exhortó a «los suboficiales, soldados y carabineros a desobedecer las órdenes de los oficiales golpistas», advirtiendo que, «en ese caso, todas las formas de lucha se harán legítimas».

No podía haber correspondencia más unívoca entre el lenguaje empleado, y una guerra civil que arrancaba visos de verosimilitud sólo de la división de las Fuerzas Armadas. Y podía ser aún más amenazador en la voz de Carlos Altamirano, secretario general del PS cuando, enfático, aseveró que «la reacción parece olvidar que el pueblo está en condiciones de incendiar y detonar el país de Arica a Magallanes en una heroica ofensiva libertaria y patriótica… Un siglo de vida sería insuficiente para reparar los daños dejados por la calamidad de una guerra civil».

Acaso haya sido esta trama de acontecimientos la que dio origen a la columna de opinión «Las tres vías: la política, la económica y la violenta». Genaro Arriagada, su autor, sostenía que no existía una, sino tres vías o, más bien, tres etapas de la construcción del socialismo. Primero, la vía económica, luego, la vía política y, finalmente, precedida por la frustración y el fracaso, la vía de la violencia. Lo que se buscaba con esta última, según el articulista, era el quiebre de la institucionalidad a través de un poder popular que disputaba la legitimidad de los poderes constitucionales.

«Los programas destinados a captar las votaciones de los sectores tibios o adherentes potenciales hay que abandonarlos» describía—. En esta etapa no importan los electores; lo que cuentan son las voluntades enteramente decididas, pues, como lo ha dicho el compañero Presidente, a la hora de las decisiones, si es necesario, el pueblo tendrá armas. Si las fábricas son cuarteles, los trabajadores deberán ser milicianos. Es necesario ir notificando ya a los dubitativos y, desde luego, marcando a los opositores: el sectarismo es un arma más de combate… Desde el fondo de su alma los comunistas -los de la parroquia y los de las capillas disidentes- agradecen su pasado estalinista… En esta vía de la violencia ¾piensan¾ estamos más en nuestro medio».

La paz, último recurso

Estaba ocurriendo una decantación de las estrategias que separaba los caminos insurreccionales de las vías institucionales. Una disyunción política que abría oportunidades para la colaboración transversal entre el Presidente Allende, con sus partidos leales, y la Democracia Cristiana. Pero, aunque existían importantes fuerzas morales favorables al entendimiento -y la iglesia Católica, que por entonces hizo un ferviente llamado a la paz, era una de ellas-, también había evidentes signos de cansancio en la dirigencia política.

El senador Aylwin observaba con resignación: «No seríamos francos si silenciáramos el hecho que todos aquí sabemos, de que la mayoría de nuestros compatriotas han perdido la fe en la solución democrática para la crisis que vive Chile». Matizando esta apreciación, el senador Osvaldo Olguín, vicepresidente de la DC manifestaba que había «un 56 por ciento con la oposición y alrededor de un 43 por ciento con el gobierno, pero lo peor de todo es que entre la oposición y el oficialismo se ha pretendido crear un foso que divide a los chilenos». Con todo, la colectividad pensaba que se estaban lesionando seriamente las bases del régimen político y de la convivencia civil.

«La instauración “de hecho” de un llamado “poder popular” -declaraba la DC— que, organizado por sectores oficialistas y con amparo de funcionarios del Estado usurpa industrias, recibe armas y constituye una verdadera “milicia armada” que se arroga funciones políticas, económicas y de defensa, significa el más grave atentado de cuantos hasta ahora hemos vivido contra las bases mismas del régimen constitucional y de la convivencia democrática». Los presidentes del Senado y de la Cámara, cargos que, respectivamente, desempeñaban el senador Eduardo Frei y el diputado Luis Pareto, creían que el restablecimiento de la estabilidad política e institucional pasaba por la promulgación de la totalidad del proyecto de reforma de las tres áreas de la economía «despachada por el Congreso, avalada por un dictamen claro y preciso de la Contraloría General de la República y previo un fallo del Tribunal Constitucional que acogió la tesis del Parlamento».

Consideraban, asimismo, que era resorte de la administración desactivar a los grupos armados y poner a los transgresores a disposición de la justicia. «El Gobierno —aseguraban- tiene antecedentes suficientes para saber dónde están las armas y dónde se han repartido. Resulta impostergable que esos armamentos sean requisados y controlados por las Fuerzas Armadas y sancionados quienes desafían la ley».

Para responder a los desafíos que le imponía la Democracia Cristiana, el presidente Allende contaba sólo con el apoyo incondicional del Partido Comunista y del MAPU de Jaime Gazmuri, pues había perdido el respaldo de su propio partido, el Socialista, y del MAPU de Oscar Guillermo Garretón, cuando el resto de la Unidad Popular se debatía entre las dos aguas. El Partido Socialista le había manifestado que si los términos de un entendimiento con la Democracia Cristiana no resultaban satisfactorios para la colectividad, retiraría a sus ministros del gabinete. El Presidente sabía que había iniciado el solitario camino hacia el umbral de su propia determinación, cuando dejan de importar las motivaciones egoístas de la conducta, y empiezan a adquirir gravedad sus consecuencias sobre el destino de los demás. La vía chilena al socialismo estaba definitivamente desarticulada, descontrolada y agotada, de modo que, en adelante, el bien común más preciado era la preservación de la paz social y la seguridad de las personas.

Por eso, el 25 de julio, visiblemente afectado, el Presidente Allende habló a los dirigentes de la CUT reunidos en el Edificio Gabriela Mistral. Fue allí cuando expresó que la salida política que Chile necesitaba exigía emprender el diálogo con el partido mayoritario, la Democracia Cristiana. «Planteo la necesidad de un diálogo —dijo— con aquellos que anhelan los cambios y no con los que quieren revivir el pasado. Lo hago porque haré todo lo necesario para impedir la guerra civil. He dicho que estoy entregando mi opinión a los más conscientes de la clase trabajadora. El afiebramiento nos puede conducir a una catástrofe. El diálogo, para impedir la guerra civil, lo planteo como un último esfuerzo. Tiene que ser un diálogo abierto y claro. Conversar y dialogar no significa componenda».

El Presidente comunicó a los trabajadores su pretensión de iniciar el diálogo para construir un consenso mínimo de entendimiento democrático, cuyos puntos fundamentales consistían en la garantía de que las únicas Fuerzas Armadas fueran las contempladas por la Constitución, el rechazo a organizaciones paramilitares, la condena a la vía insurreccional, el repudio a las tomas, la responsabilidad de garantizar el orden social y la tranquilidad, la reafirmación de la plena vigencia del estado de derecho, la voluntad de respetar las competencias de los poderes del Estado, la definición del régimen de propiedad de las empresas, la delimitación legal de las áreas social, mixta y privada de la economía, el anhelo de intensificar y de estructurar definitivamente la participación de los trabajadores en la dirección de las empresas y también de los campesinos en el proceso de producción, y la determinación de adoptar medidas económicas concretas para contener la inflación.

Es decir, todos los temas que le interesaba discutir a la Democracia Cristiana. En su discurso, el Presidente imaginó el orden político que se habría instalado de haber triunfado la sublevación del 29 de junio. Reflexionó: «Uno no se acostumbra a pensar qué hubiera ocurrido si hubiera triunfado. Piénsenlo ustedes, compañeros sindicales, y espero que lo piensen los chilenos que hoy oyen mis palabras. ¿Qué habría ocurrido? Habría sido la dictadura fascista más sangrienta y oprobiosa. Esto es lo que hubiera ocurrido, y repito, si ellos hubieran triunfado: una dictadura sanguinaria, opresiva e implacable».

Y parafraseando la propuesta de diálogo del senador Renán Fuentealba, el Presidente destacó que «se trataba de buscar las coincidencias para seguir haciendo las transformaciones que Chile requiere. Por eso, es importante medir lo que esto significa cuando desde el campo político opositor se levantan estas voces. Por eso, el diálogo es necesario para evitar la guerra civil». «La reacción —concluyó con elocuencia— ha pretendido ganarse a un sector de las Fuerzas Armadas. Ya lo probaron el 29 de junio. Quieren ganarlas. Suprimirían las libertades sindicales y políticas. Perseguirían a los trabajadores… Me retiembla el coraje de ustedes. Yo podría irme, camaradas, pero no lo hago por ustedes, por los niños, por los trabajadores».

Un diálogo sin convicción

La réplica de la Democracia Cristiana no tardó en expresarse precedida por crónicas del tipo: «las bases sociales de país ya están viviendo una verdadera dictadura marxista»; o «yo no creo en el diálogo mientras el Gobierno y sus partidarios no creen las condiciones como para que ese diálogo se realice en armonía y con posibilidades de fructificar». Contestó Patricio Aylwin, presidente de la colectividad, quien partió amonestando la actitud mostrada en el pasado por Ejecutivo, al que responsabilizó de la crisis en que se hallaba envuelto el país.

Dijo que «todo Chile sabe y ha visto la incomprensión, sordera, injusticia, mezquino sectarismo y odioso afán persecutorio con que nuestra conducta se ha estrellado en los partidos de la Unidad Popular y su gobierno. La ambición descontrolada de poder totalitario de algunos sectores del oficialismo se ha puesto en evidencia diariamente y en todos los niveles. El pueblo y la historia juzgarán. Lo cierto es que no fuimos oídos y el país ha sido llevado al borde del abismo, en una de las encrucijadas más dramáticas y decisivas de su historia». En seguida, expresó que la DC se abría al diálogo, no por debilidad frente a la posibilidad de una dictadura comunista, sino por ser el partido más importante de la oposición, lo que la instaba a poner racionalidad en el debate, incluso a contrapelo de la legítima irritación de sus militantes con el oficialismo. Valoró, asimismo, la disposición del Presidente para conversar sobre las materias propuestas, aunque discrepó de la forma en que el Gobierno estaba aplicando la Ley de Control de Armas. Y subrayó que el partido daba aquel paso «en el entendido de que ésta es la última oportunidad».

Fue el cardenal Raúl Silva Henríquez, en una misiva enviada al senador Aylwin, quien recordó en ese momento el requisito fundamental para que el diálogo en cierne pudiera ser fructífero y eficaz. En una genuina postura humanista cristiana —un grito por lo humano, habría escrito Schillebeeckx—, la máxima jerarquía de la iglesia Católica, aconsejaba que ambos bandos en lucha sacrificaran sus legítimas divergencias políticas, «renunciando cada uno a la pretensión de querer convertir la propia verdad social en solución única». El cardenal Silva postulaba que un diálogo «para ser fructífero requiere que se verifique en la verdad, que se diga toda la verdad, que haya sinceridad para proclamar las intenciones reales, que se desarmen los espíritus y las manos».

¿Qué significaba renunciar a convertir la propia verdad social en solución única? Significaba que el Gobierno y la Democracia Cristiana cedieran a sus máximas expectativas y dieran paso a una alternativa de consenso y, de manera perentoria, sobre la reforma industrial.

A esas alturas del proceso la Unidad Popular había realizado su programa, y lo había hecho a través de medios jurídicos y constitucionales largamente debatidos sobre los que persistían discrepancias nada insalvables, no obstante los pronunciamientos de diversos órganos del Estado, como la Contraloría y el Tribunal Constitucional. La idea que tenía el Presidente Allende sobre la reforma industrial se la había comunicado a su colectividad de manera explícita a comienzos de 1973.

En carta enviada a la Comisión Política del Partido Socialista, el Jefe de Estado destacaba los cuatro aspectos fundamentales de la iniciativa: «1) Insistir en la urgencia de dar curso al proyecto de ley que delimita en 90 empresas el área social; 2) pedir la expropiación sin demora de las 49 empresas del área social actualmente intervenidas o requisadas. De ellas, 44 forman parte de la lista de las 90, y otras 5 han sido agregadas; 3) reabrir el poder de compra y tomar las medidas administrativas para que el resto de las 44 empresas pasen al área social; 4) en aquellas empresas cuyos dueños acepten su traspaso al área social, durante el breve período que duren las conversaciones para finiquitar la operación, se mantiene la intervención del Estado en su administración, integrando a ella a un representante de los trabajadores y otro de los empresarios. En total, tres personas. En relación a las empresas que no corresponden al área social, la posición del Gobierno es la siguiente: 1) No es efectivo que se haya resuelto su devolución; y 2) sus características serán estudiadas por el Comité Coordinador de Casos Especiales… algunas de estas empresas corresponderá comprarlas para constituirlas en filiales del área social; otras pasarán al área mixta; otras se pueden transformar en cooperativas de trabajadores; otras podrán declararse en liquidación y, en casos excepcionales, podrán ser devueltas».

El programa de la Unidad Popular contemplaba el traspaso de 90 empresas al área de propiedad social, pero en vísperas del diálogo, ya eran 320 las industrias intervenidas. Luego, la renuncia que debía hacer el Gobierno, ¿implicaba retroceder de las 430 a las 90 fábricas? Y la cesión del Partido Demócrata Cristiano, ¿suponía aceptar las 90 del programa original? ¿Cuál debería ser el punto de encuentro? «No estamos pidiendo transar el programa —aseguraba Osvaldo Olguín—. Estamos pidiendo desarmar a los fanáticos de la propia Unidad Popular, que se respete la ley y que de los dichos pasemos a la práctica y vivamos realmente en democracia, con respeto a los chilenos y a la institucionalidad».

El senador Renán Fuentealba era enfático en señalar que la DC no estaba pidiendo transar el programa del Presidente Allende. Refiriéndose a la reforma de las áreas de la economía afirmaba entonces que «en esa materia, pienso que no hay nadie en el partido, ¡nadie que sostenga que las empresas y las tierras expropiadas deben ser devueltas a sus antiguos dueños…! No ha habido la intención, al presentar el proyecto, de que el proceso de cambios se paralice, de ponerle dificultades, ni hay el propósito tampoco de que, a través del proyecto de Reforma Agraria, se devuelvan las tierras a sus antiguos propietarios». Más adelante agregaba: «Lo que queremos exactamente es lo que dijo el Presidente de la República en uno de sus discursos: que se ordene y normalice el proceso de cambios de acuerdo con la ley… No pedimos que se devuelvan las empresas a sus antiguos dueños, pedimos que se defina qué va al área social, qué va al área mixta, y qué va al área privada». Y persistía en la tesis del consenso mínimo, que su sector había promovido meses antes, al declarar que «si se conforma una mayoría sobre la base de acuerdos, que no creo sea difícil conseguir, entre la DC y el Gobierno, esa mayoría será más que suficiente para que, de una vez por todas fijemos las reglas del juego en materia económica, señalemos las distintas áreas y liquidemos este asunto que está afectando gravemente los intereses de Chile».

Visto así, en teoría había espacio para el acuerdo entre la idea del Presidente Allende y la sostenida por uno de los autores del proyecto estrella de la transición.

La paradoja es que el PDC no ignoraba que todo cambio profundo difícilmente mantiene inertes las estructuras institucionales. Lo había demostrado la revolución en libertad, cuando ninguna de las transformaciones impulsadas dejó de afectar intereses y normas preexistentes, incluso cobrándose víctimas fatales, como lo testimoniaban numerosos episodios. Así y todo, las mudanzas pudieron llegar exitosamente a puerto porque contaron con los consensos institucionales que les acordó la izquierda, cuya sola presencia operó como poderoso disuasivo para llevarlas a cabo.

Por lo tanto, recuperar el juego democrático demandaba de los reformadores elaborar la crisis para frenar el ciclo de acción y reacción desestabilizadora. Entrañaba detener la espiral rupturista en que estaban empeñados sectores adscritos lo mismo a la izquierda, al centro y a la derecha. En suma, retrotraer todo a la reforma, lo cual exigía, sin soberbias ni resentimientos, llevar al límite, hasta sus últimas consecuencias, la búsqueda de un acuerdo político transversal al arco de fuerzas disponibles.

Por esos días, Radomiro Tomic, ex candidato presidencial de la DC en la elección de 1970, llamaba la atención sobre el delicado contexto en que se desenvolvía la acción del partido. Cuando la colectividad conmemoraba dieciséis años de existencia desde su fundación en 1957, el precursor de la unidad política y social del pueblo ponía de relieve tres nociones claves. Reafirmaba la vocación transformadora del partido, que se traduce en su lucha por una sociedad socialista, comunitaria, pluralista y democrática. Manifestaba su inequívoca condena a la guerra civil y al enfrentamiento armado. Y exhortaba a la más absoluta prescindencia en la conflagración y en el régimen represivo que resultare de dicha contienda. En su cuidada prosa, se preguntaba:

«Cuál es nuestra tarea para mañana. ¡La misma! ¡Servir al pueblo! Sustituir las viejas estructuras políticas y económicas organizadas por las minorías y a beneficio de las minorías, que la historia ha condenado. Hacer de Chile una nación socialista, comunitaria, pluralista y democrática en que el primer protagonista no sea el dinero ni el Estado, sino el hombre; no las minorías privilegiadas que se “eligen” a sí mismas “clases dirigentes”, sino el pueblo.

Cuál es nuestro deber hoy día, en que el enfrentamiento armado entre chilenos y la guerra civil, amenazan destruir el cuerpo y el alma de Chile. ¡No al enfrentamiento armado! ¡No a la guerra civil!

Y si por culpa de otros, y no de la Democracia Cristiana, el enfrentamiento viene y comienzan a matarse chilenos contra chilenos… ¡No pidamos, camaradas, una cuota de sangre chilena para la Democracia Cristiana! ¡Ni una gota de sangre obrera, campesina o pobladora, o de ningún chileno, en las manos de nuestro partido!

Sólo así seremos dignos de la confianza que el pueblo nos dio ayer y nos da hoy. ¡Sólo así podremos servir a Chile hoy y tendremos autoridad para recibir la confianza de los pobres mañana!».

* Extracto del libro La Democracia Cristiana y el Crepúsculo del Chile Popular, Cuadernos de la Memoria, Santiago de Chile, 2012.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias