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El aumento de las cotizaciones obligatorias: ¿más de lo mismo? Opinión

El aumento de las cotizaciones obligatorias: ¿más de lo mismo?

Gonzalo Martner
Por : Gonzalo Martner Economista, académico de la Universidad de Santiago.
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Junto a una garantía básica universal, un nuevo sistema mixto debiera estimular el ahorro para obtener pensiones complementarias basadas en cuentas individuales que registren cotizaciones voluntarias (con aportes del empleador adicionales). Las AFP debieran asimilarse a las entidades que operen en el mercado privado de capitales para obtener los favores de los ahorrantes, pero sin mantener el estatista privilegio de recibir cotizaciones obligatorias (bajo el conocido lema de “ganancias privadas, pérdidas públicas”). Debiera además permitirse el retiro anticipado de fondos de esas cuentas –a partir de lo hasta ahora capitalizado y de, en adelante, cotizaciones voluntarias– para fines como la adquisición de una primera vivienda o bien enfrentar dificultades financieras o enfermedades graves, aumentando de ese modo la seguridad económica de las personas que realicen un esfuerzo de ahorro.


El debate sobre la reforma al sistema de pensiones ha seguido avanzando, luego de los innegables éxitos de las movilizaciones pacíficas convocadas por el movimiento “No + AFP”. La discusión, que el gobierno no quiso abordar al iniciar su período, se ha focalizado, por el momento, en qué hacer con la propuesta gubernamental de un incremento de 5% en las cotizaciones obligatorias. Este tema requiere ser puesto en perspectiva.

Al implantarse el actual sistema de capitalización individual en 1981, se estableció una rebaja a menos de la mitad de la cotización obligatoria sobre salarios de todo trabajador dependiente prevaleciente en las principales Cajas de Previsión. La cotización quedó en solo un 10% en las nuevas AFP (más comisiones y seguro de invalidez y sobrevivencia), lo que  constituyó un fuerte incentivo –además de las presiones en un contexto de dictadura- para promover un traslado masivo al nuevo sistema. No obstante, era bastante evidente para cualquier especialista mínimamente serio que la promesa de obtener una pensión que representara al menos un 70% del salario anterior a la jubilación no iba a poder cumplirse sino en condiciones de desempeño laboral sin lagunas al menos durante 30 años. O bien, claro está, con una cotización obligatoria más alta en el futuro.

Más de tres décadas después, ha quedado en evidencia que el 52% de los pensionados de AFP cotizó durante menos de 15 años y que el costo de administración aseguró rentabilidades de 25% y más a las AFP, mientras las pensiones otorgadas son dramáticamente bajas (260 mil pesos en promedio para los 76 mil jubilados en 2015). Algunos lo predijimos entonces, de manera bastante confidencial pues se trataba de una dictadura la que impuso el nuevo sistema, y señalamos que la capitalización individual, especialmente en mercados laborales heterogéneos y con contratos volátiles, garantizaría bajas coberturas y escasas tasas de reemplazo respecto a la remuneración en la vida activa. De todos modos fuimos descalificados por los fundamentalistas de mercado con su habitual carencia de argumentos.

Y ahora llegó el momento para la “industria” de AFP –que opera de manera fuertemente concentrada y con sobreutilidades inusitadas- de promover un aumento de las cotizaciones obligatorias.

El ministro de Hacienda Valdés no está en condiciones políticas de simplemente aumentar las cotizaciones para que vayan a las AFP, y al parecer propondrá que un organismo público administre en régimen de capitalización individual un nuevo fondo con este 5% de cotizaciones adicionales. En suma, algo así como una AFP estatal para un tercio de las cotizaciones obligatorias y mantener sin modificaciones las cotizaciones obligatorias actuales para las AFP. Del “No + AFP” al “Que sigan tal cual las AFP”.

No parece ser ésta una reforma razonable ni demasiado útil. No es razonable proponer una reforma de este tipo a meses del término del tiempo legislativo del gobierno y sin un consenso previsible por la complejidad del tema, la magnitud de los intereses envueltos y el contexto de elecciones. En cualquier escenario, el actual parlamento no va a lograr aprobar esta reforma, que no sabemos tampoco cuando se enviará, por un mero problema de tiempo de tramitación, en circunstancias que se acumula un considerable atraso en temas centrales de la agenda legislativa comprometida desde su inicio  por el actual gobierno, como la reforma de la educación pública escolar, la reforma de la educación superior o el aborto por tres causales.

Y tampoco es demasiado útil subir en un 50% una cotización obligatoria que incrementa el costo de la contratación, con un efecto de disminución del consumo presente de las personas de menos ingresos, lo  que no contribuiría mucho a dinamizar la economía ni tampoco a conseguir más justicia distributiva. Su contrapartida sería que el grueso de los trabajadores y las trabajadoras vería aumentada en algo su pensión por capitalización (algo así como un máximo de un tercio adicional en régimen en unas cuatro décadas más), sin que se solucionen los problemas estructurales del sistema.

Estos incluyen, en una larga lista, la baja cobertura del trabajo precario, especialmente el de las mujeres, con el consiguiente costo fiscal para remediarlo financiado por impuestos predominantemente regresivos; las menores pensiones futuras asociadas a la baja de las tasas de interés reales de largo plazo; la mantención de la incertidumbre sobre el valor futuro de las pensiones por la volatilidad creciente de los mercados financieros; el alto subsidio fiscal a las pensiones más altas (mediante los APV); el estímulo a la concentración de los mercados internos con dineros de los trabajadores chilenos; el desvío parcial de ahorro a inversiones en el exterior para buscar diversificación y rentabilidad mientras escasea el ahorro interno de largo plazo para financiar infraestructuras adicionales, para lo que se recurre a concesiones a privados asegurándoles altas tarifas y rentabilidades que no consiguen los fondos de AFP.

Poco se discute, además, sobre la grave incertidumbre asociada a la modalidad de retiro programado, una verdadera bomba de tiempo que la OCDE recomendó suprimir; o bien sobre el sistema de rentas vitalicias que, a partir de los fondos acumulados, se construye con tablas de esperanza de vida por sexo, las más de las veces ampliamente excedidas. Esto perjudica, por un lado, las pensiones de todos y especialmente las de la mujer, lo que llevó a la Unión Europea a prohibir todo cálculo actuarial que no promedie los datos de esperanza de vida de ambos sexos. Por otro, perjudica a los más pobres que fallecen en promedio mucho antes que las personas de más altos ingresos (para medir lo cual no existen estadísticas en Chile y no se diferencia la esperanza de vida por niveles de ingreso, como en Estados Unidos, mediciones que revelan que las distancias están aumentando). Esta grave inequidad solo puede evitarse en un sistema de reparto con financiamiento progresivo.

Toda la problemática de la seguridad social para los adultos mayores debe ser entonces objeto de una deliberación más amplia e incluir más opciones que la de meramente subir la cotización obligatoria.

¿Por qué no establecer, como en Nueva Zelandia (que lo instauró en el siglo XIX) y otros países, un esquema de pensión universal uniforme que garantice a todos una dignidad básica en la vejez? De paso, se eliminaría el estigma de la pensión básica solidaria como una especie de jubilación dadivosa para los pobres. En las condiciones de Chile, su financiamiento podría obtenerse en condiciones de razonable eficiencia y equidad mediante una contribución obligatoria sobre el conjunto de los ingresos, sin subir la actual cotización de 10% de los trabajadores dependientes pero extendiéndola al resto de los ingresos, incluidos los del capital.

Este esquema permitiría avanzar hacia un ingreso garantizado para los adultos mayores del orden del 40% del salario promedio, el que sería 2,6 veces superior a la actual pensión básica y costaría cerca de un 3% del PIB. En Nueva Zelandia, un esquema de este tipo tiene un costo de 5% del PIB, financiado por impuestos generales. Considérese que las pensiones militares cuestan hoy en Chile cerca de 1% del PIB y la pensión básica un 0,7% del mismo, mientras por décadas las finanzas públicas debieron absorber hasta un 6% del PIB de gasto fiscal anual en la transición del sistema antiguo al nuevo, por lo que la actual generación ha debido financiar mediante impuestos la pensión de sus padres y al mismo tiempo cotizar para la propia.

La presión de la evolución demográfica, cuyos efectos se hacen sentir en cualquier sistema de pensiones, incluyendo en la capitalización individual a través de la disminución progresiva de las mensualidades de las nuevas rentas vitalicias, se enfrenta en esquemas de este tipo mediante ajustes al incremento nominal de los beneficios y, sobre todo, mediante la inversión en capacidades productivas, lo que permite que al menos una parte de la menor relación entre activos y pasivos se compense con una mayor productividad de los activos. Se dice por el vulgo liberal que los sistemas basados en el pago de las pensiones de los jubilados por los activos estarían todos quebrados. Esta afirmación ciertamente no tiene fundamento (¿sabía usted que en Estados Unidos, el paraíso del liberalismo, existe un sistema de pensiones por reparto, además de esquemas privados, que está razonablemente equilibrado para las próximas décadas?), pero los que sí están bastante cerca de la quiebra son muchos de los jubilados chilenos por capitalización individual, y esto antes que nos afecte fuertemente el cambio demográfico.

Junto a una garantía básica universal, un nuevo sistema mixto debiera estimular el ahorro para obtener pensiones complementarias basadas en cuentas individuales que registren cotizaciones voluntarias (con aportes del empleador adicionales). Las AFP debieran asimilarse a las entidades que operen en el mercado privado de capitales para obtener los favores de los ahorrantes, pero sin mantener el estatista privilegio de recibir cotizaciones obligatorias (bajo el conocido lema de “ganancias privadas, pérdidas públicas”). Debiera además permitirse el retiro anticipado de fondos de esas cuentas –a partir de lo hasta ahora capitalizado y de, en adelante, cotizaciones voluntarias– para fines como la adquisición de una primera vivienda o bien enfrentar dificultades financieras o enfermedades graves, aumentando de ese modo la seguridad económica de las personas que realicen un esfuerzo de  ahorro.

Como se observa, hay razones más que valederas para no mantener el sistema de AFP, que demostró que, en las condiciones del mercado de trabajo chileno, simplemente no sirve para proveer pensiones razonables. Sobre esto, el ministro de Hacienda no se pronuncia. Solo se nos pide que discutamos sobre un hipotético 5% adicional de cotización, siempre basada en capitalización individual. Se trata una vez más de una reforma que no apunta al problema estructural existente.

En todo caso, lo que no debiera hacerse es evitar un debate que prepare decisiones de fondo del próximo gobierno y parlamento sobre el nivel de los ingresos básicos que la sociedad chilena está en condiciones, dado su actual nivel de ingreso promedio (24 mil dólares por habitante ajustado a paridad de poder de compra en 2016), de garantizar sin privilegios a todos sus adultos mayores. Y romper así el cerrojo logrado por los intereses particulares protegidos por el actual sistema previsional.  Para lo cual, claro está, habrá que fijarse en qué candidatos han recibido aportes o sido parte de los directorios de AFP en el pasado reciente. Para no encontrarse con sorpresas o quejarse después de que las cosas no cambian.

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