La ortorexia se relaciona con la obsesión por ‘comer sano’, no siempre en base a la evidencia científica. Entre sus posibles consecuencias se encuentran los cambios drásticos en la dieta y la restricción de grupos de alimentos.
Una alimentación saludable es esencial para disfrutar plenamente de la vida. Esta sencilla frase tiene en la actualidad más importancia que nunca. El motivo es la extraordinaria disponibilidad de comida ultraprocesada y la ingente publicidad que de ella se hace en los diferentes medios de comunicación.
No en vano, cada vez son más las personas que se rebelan contra la tiranía del fast food. Optan por limitar su dieta a productos mínimamente procesados o incluso totalmente naturales aunque, para ello, deban lidiar con publicidad engañosa que trata de “disimular” su potencial origen industrial.
Podríamos decir que estamos inmersos en una batalla culinaria y comercial. Una batalla que interpela tanto a los valores de la salud como a los de la estética. Entre otros, el cuidado de la integridad del cuerpo y de su armonía y belleza, en oposición a los intereses económicos de las grandes multinacionales.
Aunque resulte paradójico, esta circunstancia ha favorecido la aparición de problemas de salud imprevistos. Especialmente en los países más desarrollados. Hablamos de la ortorexia u ortorexia nerviosa, un fenómeno de prevalencia creciente que está generando preocupación en la comunidad científica.
Etimológicamente, el término ortorexia procede del griego orthos (correcto o adecuado) y orexia (alimentación). Fue introducido por el Doctor Steven Bratman a principios del presente siglo, aunque todavía hoy no consta en los manuales diagnósticos oficiales como un trastorno de la conducta alimentaria.
Quienes sufren ortorexia se muestran intensamente atribulados por comer sano. Por ello, dedican mucho tiempo a informarse sobre las propiedades y elaboración de los alimentos.
A partir de sus pesquisas realizan cambios dramáticos en su dieta con el fin de ajustarla a lo que estiman apropiado. El problema reside en que sus elecciones no siempre coinciden con la evidencia científica.
Como resultado, se aprecia un número cada vez mayor de exclusiones alimentarias que no son compensadas adecuadamente. Las consecuencias se hacen evidentes a medida que transcurren los años, pues la situación evoluciona de una preocupación razonable a rumiaciones rígidas y angustiantes sobre qué o cómo comer.
Muchas personas con este problema invierten más de tres horas al día en seleccionar y preparar los alimentos, pues deben ser sometidos a un implacable análisis antes de aterrizar en el plato. Por tanto, no es de extrañar que vaya diluyéndose el placer espontáneo (y eminentemente social) que suele asociarse al acto de comer.
Cuando se cede a la tentación y se acaba ingiriendo algo del cada vez más extenso listado de prohibiciones, surge automáticamente una intensísima culpa. Y es que es frecuente que quienes padecen ortorexia sean perfeccionistas al extremo. Por ello, todo desliz precipitará un doloroso cuestionamiento de la propia valía personal.
Para finalizar, la ortorexia suele ser percibida como adecuada por quien la padece, por lo que raramente buscará ayuda. Su expresión clínica se alza como un atributo positivo de la propia identidad, defendiéndose a ultranza (y a veces con vehemencia) el estilo de vida que la caracteriza, al que se le atribuyen connotaciones morales elevadas.
Las restricciones alimentarias que se vinculan a la ortorexia, junto a las referidas preocupaciones sobre la nutrición saludable, pueden facilitar la irrupción de problemas de salud. También un deterioro sustancial de la calidad de vida (en un sentido amplio del término).
Las consecuencias más evidentes redundan sobre el estado físico. Muchos estudios subrayan el riesgo acentuado de desnutrición, de anemia y de carencia de oligoelemento.
También de otras condiciones de orden metabólico (osteoporosis, por ejemplo). Todas ellas requieren tratamiento especializado y pueden derivar en complicaciones médicas.
A nivel psicopatológico destacan los síntomas depresivos y ansiosos. Sin olvidar una elevada prevalencia del trastorno obsesivo-compulsivo relacionado con la alimentación.
De hecho, este último coincide parcialmente en su expresión clínica con la ortorexia (inflexibilidad, rituales conductuales…). Explica, así, su notable comorbilidad.
Algo similar ocurre entre la ortorexia y otros trastornos de la conducta alimentaria. La escasa conciencia de estar padeciendo un problema, la culpabilidad ante las transgresiones y el perfeccionismo excesivo son también fundamentales para entender con plenitud la anorexia nerviosa.
Todas estos puntos comunes entre trastornos permiten identificar factores de riesgo compartidos, pero también trazar estrategias de intervención eficaces.
Su presencia sugiere que ciertas dimensiones de personalidad, así como dinámicas de pensamiento, son importantes para la etiología y el pronóstico de múltiples problemas de salud mental en apariencia distintos.
En lo relativo al ámbito social, destaca la sensación de aislamiento, una de las quejas más referidas por las personas con ortorexia. En esencia, se deriva, por un lado, de su dificultad para compartir momentos de esparcimiento durante las comidas. Por otro, por los conflictos (con allegados) asociados a hábitos alimentarios incompatibles.
La evidencia científica señala, además, que la población femenina es más vulnerable a las secuelas físicas y psicológicas de la ortorexia. Por ello, las mujeres con este patrón de consumo requieren especial atención por parte de los profesionales sanitarios.
Siguen siendo necesarias más investigaciones para conocer el impacto de la ortorexia sobre la salud. También para diferenciarla de las preocupaciones adaptativas por comer sano (lo que se conoce como ortorexia saludable).
Los futuros tratamientos habrán de velar por conciliar una alimentación sana con la salud mental de quienes viven con ortorexia, aportando herramientas oportunas para elaborar dietas saludables mientras se preserva la integridad del resto de las facetas de la vida.
Joaquín Mateu Mollá, Profesor Adjunto en Universidad Internacional de Valencia, Doctor en Psicología Clínica, Universidad Internacional de Valencia
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.