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Las algueras de Zanzíbar: feminismo e innovación a orillas del Índico BRAGA

Las algueras de Zanzíbar: feminismo e innovación a orillas del Índico

Maryam Pandu se viste como un animal al que le gustaría pasar inadvertido en el ecosistema que le da de comer. La túnica que le cubre es azul marino, y azul celeste es el turbante que la protege del sol. Su misma voz es acuosa y profunda, capaz de empapar a todo aquel que le pregunta por qué entrega su vida al mar.


«Nos dedicamos a esto porque por lo menos podemos sacar algo de dinero, a diferencia de otros negocios a los que (como mujeres) nos resulta muy difícil acceder», explica esta alguera de Bwejuu, poblado situado en el sureste de Zanzíbar, y quien lidera una especie de cooperativa formada por otras veinte compañeras.

El cultivo y la venta de algas marinas -un sector herido de muerte por la crisis climática- constituye el salvavidas de cerca de 23.000 mujeres en este archipiélago tanzano, llegando a ser la tercera mayor industria solo por detrás de la exportación de clavo y del turismo de playas cristalinas.

Un negocio despreciado por los hombres que, sin embargo, otorga a miles de mujeres como Pandu -incrustadas en una sociedad musulmana altamente conservadora y tradicional- cierto poder monetario y una mínima independencia.

«En una sociedad musulmana no se espera que la mujer salga de casa. Pero en 1989 llegaron las primeras algueras a Zanzíbar e hicieron algo realmente extraño: dirigirse al océano, cuando todos sabían que el océano era cosa de los hombres», recuerda Flower Msuya, investigadora del Instituto de Ciencias Marinas de la Universidad de Dar es Salaam.

«El cultivo de algas marinas ha empoderado a las mujeres. Si el esposo es un pescador, él traerá pescado y ella comprará arroz; o compartirán los gastos educativos y médicos de los hijos. Ahora son personas capaces de hacer algo, de ayudar, e incluso algunas se han convertido en lideresas», continúa Msuya.

MUCHO MÁS QUE SUSHI

Nada interrumpe la tranquilidad de Bwejuu mientras las cinco mujeres aguardan a la sombra a que baje la marea para poder dirigirse al mar. Niños en bicicleta zigzaguean entre altas palmeras, algún burro rebuzna con esmero, coloridas coladas se apagan bajo un ardiente sol.

Aunque su alto valor nutricional es innegable: el 99 % de las algas marinas que produce Zanzíbar no se usa para consumo interno, sino que se exporta, entre otros, a países como Francia, Dinamarca o Estados Unidos, donde son procesadas y convertidas en gel de carragenina, un recurrido agente espesante.

«Indonesia, Filipinas, Japón o China producen decenas de millones de toneladas de algas marinas y se las comen en el desayuno, el almuerzo y la cena», detalla la científica marina Elizabeth Cottier-Cook. Pero la mayoría de las personas del mundo, sin saberlo, también las consumen: «la carragenina está presente en la cerveza, la pasta de dientes, el helado, el papel, etc.».

Sin embargo, en los últimos años, cultivar algas marinas en Zanzíbar ha dejado de ser sinónimo de buena cosecha. La variedad de alga por la que las mujeres obtenían más dinero, la eucheuma cottonii, -que posee una mayor concentración de carragenina- no soporta las aguas superficiales tan cálidas de hoy en día próximas a los 38 grados centígrados.

Los océanos del mundo se están calentado un 40 % más rápido de lo previsto, según alertaron científicos el pasado enero en un nuevo estudio publicado en la revista Science. Absorben del 93 % del calor que se queda en la atmósfera atrapado por los gases de efecto invernadero, pero las consecuencias son devastadoras.

Las pestes y las enfermedades en el caso de las algas se han vuelto comunes. Cottier-Cook, a través de un programa de la Asociación Escocesa de Ciencias del Mar,  lleva años formando en materia de bioseguridad a algueras de Tanzania, Filipinas o Malasia para que sepan cómo actuar cuando esto ocurre.

«Antes plantábamos cada dos semanas y contábamos otras cuatro hasta la recolección. Ahora, debido al cambio climático necesitamos el doble de tiempo, lo que significa que la productividad ha caído de forma drástica», explica el comerciante Haji Saidi, quien compra la mercancía a estas algueras y se la vende a una filial danesa.

Como muchos otros países de África -azotados por ciclos cada vez más cortos de sequías e inundaciones, y  por ende, de hambruna y muerte- Zanzíbar nota cada día más los efectos de una crisis de la que no es responsable. El nivel tanzano de emisiones de dióxido de carbono no supera el 0.03%.NUEVAS TECNOLOGÍAS

Msuya todavía recuerda cuando la temperatura superficial de las verdosas aguas del Índico no superaba los 30 o 31 grados y las algas crecían sanas. Apenas tiene que remontarse una década atrás; el mismo tiempo que lleva investigando cómo desarrollar nuevas tecnologías que se adecúen a unas condiciones climáticas más arduas.

«Si el cultivo de algas se trasladase a aguas más profundas la temperatura sería óptima para el crecimiento de la alga cottonii», revela la científica tanzana sobre algo que ya se hace en el sureste asiático.

«Pero aquí las mujeres no saben nadar y, además, se necesitarían barcas. Eso requiere dinero, chalecos salvavidas, recursos. Algunas están incluso dispuestas a aprender a nadar, no para llegar a nado hasta la zona más profunda, pero porque dicen que así se sentirían más cómodas», explica.

Sin embargo, antes de dar forma a retos del futuro, muchas de las algueras todavía dan vida -con sus reclamos- a dificultades más propias del pasado o de un presente que apenas cambia.

«El precio de venta es bajo y nos falta equipamiento», detalla Nali Hassan.

«A veces entramos en el mar sin ningún tipo de zapato -añade- y hay plantas venenosas y erizos. No tenemos tratamiento y cualquier percance puede dejarte parada durante seis meses».

Y estar parada significa regresar a la pobreza, a la dependencia económica, al no ser nadie fuera del hogar. «El dinero que ganamos solo es una ayuda, no nos satisface y no es suficiente; pero al menos es algo», reflexiona Hassan.

La brusca caída en la producción de los últimos años hizo, por el contrario, que el precio de venta aumentase de forma significativa, y ahora un kilo seco de algas marinas puede llegar a alcanzar los 25 centavos de dólar; 40 el de cottonii. Cantidades nada despreciables en una población en la que el salario medio no supera los 250 dólares al mes, pese a que estas mujeres raramente ganan más de 40 dólares.

Con ingenio ante la escasez, Msuya lleva años enseñando a centenares de algueras tanzanas -a través de una agrupación que creó en 2006 y de la que también forman parte compradores, funcionarios del Gobierno o académicos- a que generen valor añadido a través de la elaboración de productos como polvo, mermelada o cremas hidratantes de algas.

«Ahora podemos comer mermelada de algas, hacer jabones y ensaladas. Esto nos permite ayudar a la familia y tener algo de dinero para nosotras mismas», subraya Maryam, convencida de que seguirá cultivando los mares hasta que el cambio y su cuerpo  se lo permitan.

«Seguiré haciéndolo hasta que sea tan vieja que ya no pueda ni caminar. Por lo menos ahora no tengo que rogar a nadie para poder comer y dependo de mí misma».

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