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Un congreso feminista para un nuevo Chile Yo opino Créditos: Foto de Raul Zamora/Aton Chile

Un congreso feminista para un nuevo Chile

Camila Arenas
Por : Camila Arenas Profesora y máster en Filosofía, experta en educación no sexista
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Si hay un lugar donde la desigualdad de género se expresa, es el Congreso. En los 209 años del Congreso Nacional chileno ha habido sólo 109 mujeres parlamentarias, mientras que 3940 han sido varones. Hoy, en pleno siglo XXI, en la cámara baja, que está  compuesta por 155 diputados, las mujeres son 36. Chile está cambiando, pero el espacio donde se elaboran las leyes para todas y todos pareciera aún no haber tomado nota de esto. ¿Cómo podría legislarse pensando en lo común con tal desigualdad en la representación?

Luego de casi 40 años, el largo consenso de la transición empieza a ver al fin su superación. Se trata del fin de una democracia vacía de contenido, que redujo la participación y la representación a meros ejercicios eleccionarios y que mantuvo forzadamente en el poder a un duopolio elitista. La Constitución de 1980 se termina y, gracias a las fuerzas transformadoras del pueblo, con ella debería caer también el orden político neoliberal que tiñó nuestra política, nuestras instituciones, nuestro modelo de desarrollo y nuestro sentido común.

[cita tipo=»destaque»] La apertura del nuevo Chile se funda en años de trabajo, lucha y organización, en una revuelta popular y en la construcción (inéditamente) democrática de la Carta Magna. [/cita]

La Revuelta reconfiguró el escenario de desafección e impunidad , así como también la naturalización de la exclusión que en los dos mil empezó a tocar techo. Pero ¿cómo podemos seguir expandiendo el estrecho concepto de democracia que hemos heredado? Las feministas tenemos algunas respuestas, porque jamás nos hemos quedado con lo que está dado y porque nunca nos han dado nada. 

Es relevante en este empeño revisar la concepción de poder y participación que el feminismo ha defendido. Si seguimos entendiendo al primero únicamente como dominio, nos quedan pocas posibilidades de que la segunda sea efectivamente sustantiva. Y este nudo fue  justamente el que se desató en este periodo, ir más allá de quién está arriba o abajo, ampliando, desde estrategias conjuntas, espacios políticos donde todas y todos podamos ser parte. Hablamos de inaugurar nuevas lógicas y revivir el tejido social organizado, develando que la universalidad democrática que se nos impuso, no era ni tan universal ni tan democrática. 

En el plano de lo institucional, nos toca entonces abrir caminos y cuestionar el orden de la democracia nominal y cómo ella ha establecido la noción de participación en política, poniendo acento en la forma en la que se componen los espacios políticos: qué se decide y quiénes lo deciden. Es más que sabido que la presencia de mujeres y disidencias en todas las instancias institucionales es bajísima y que ello se asume como una realidad ceñida a la libertad de elección, sin poner en cuestión el carácter representativo de dichas instituciones o aparatos. Lo anterior, no solamente erige un escenario en que las mujeres juegan roles simbólicos o testimoniales, sino que reproduce una norma en la que un sexo se ve, en la práctica, tutelado por el otro.

Las consecuencias materiales de esto desatan un círculo vicioso de exclusión, puesto que lo político se hace y desarrolla no en defensa de quienes son marginadas, sino que a costa de ellas. Ya que por más que un representante ubique las demandas y urgencias de un grupo “omitido” en la escena pública, éstas no pasan de ser una agenda que no tiene alcance ni mandato vinculante. La monopolización de los varones en la representación política, defendida como si fuera solo resultado de las “preferencias” de los electores, genera que, por una parte, la estructura patriarcal se mantenga incólume, y por otra, que se haga invisible una verdad que escandaliza: el sistema político vigente es antidemocrático. 

Pero ¿este problema se soluciona sólo con presencia femenina y disidente en los espacios de poder? La respuesta es sencilla: no. Si bien la paridad y las políticas de cuotas han sido y serán gravitantes para democratizar los espacios institucionales, es fundamental sumar a ellas contenido más allá de lo identitario. No basta con ser parte de un grupo históricamente marginado, sino que es imperativo incluir en esta ecuación componentes de clase, etarios, étnicos y territoriales, entre otros. Pues, la visibilidad, aparición y participación tiene que enmarcarse desde la reorganización del poder. Por eso la promoción no puede ser a través de consignas vacías.

Hay que corregir los impedimentos económicos y sociales que se oponen al desarrollo de las mujeres en los distintos ámbitos de política y la sociedad. Para las feministas, y retomando lo antes dicho, no se trata únicamente de llenar escaños desde la diferencia y sólo en busca de la inclusión, luchamos por una política del reconocimiento que transforme radicalmente la relación que el Estado tiene con el género. Pero no puede quedarse ahí, sino que esta política del reconocimiento, debe avanzar también hacia la redistribución, cuestión fundamental cuando hablamos del poder y de los beneficios de vivir en sociedad, que como bien sabemos, se distribuyen de forma absurdamente desigual. 

La escritura paritaria de la nueva Constitución y la diversificación de las voces que ahí se reunieron, desmontó la composición clásica a la que nos habíamos acostumbrado en el plano de lo político. Con ello pudimos ver de frente una verdad que era evidente, pero que durante tantos años nos fue tan esquiva: ¡las cosas se podían hacer de otro modo! Muy probablemente el resultado del proceso constituyente va a estar importantemente determinado por esa conformación representativa de la propia Convención.

Urge revocar la sobrerrepresentación elitaria en otros ámbitos, siendo uno de los fundamentales el espacio dedicado a la elaboración de las leyes y fiscalización de los actos gubernamentales: el Congreso, un espacio que hasta ahora, en las antípodas de esa imagen igualitaria, ha estado dispuesto para la captura oligárquica y androcéntrica, cuyo resultado ha sido la corrupción sistémica y una legislación patriarcal y sistemáticamente favorable al capital. 

La apertura del nuevo Chile se funda en años de trabajo, lucha y organización, en una revuelta popular y en la construcción (inéditamente) democrática de la Carta Magna. Un proceso de estas características requiere de un Congreso que refleje lo que está ocurriendo en el país, que sea una expresión de la sociedad en su conjunto y no un bastión del conservadurismo, el statu quo y el bloqueo a los cambios. Las instancias de organización de las que nos hemos dotado, deben responder a la fuerza social que les dan vida y hoy, Chile reclama que se legisle para las grandes mayorías.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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