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Yo como actor Ensayo inédito de Alan Pauls

Yo como actor

Diarios personales, crónicas de viaje, conferencias, columnas de opinión, prólogos, intervenciones periodísticas sobre arte, cine y literatura: los textos de este libro –leídos y publicados en diversos espacios y medios de España y Latinoamérica desde fines de los años ’90 hasta hoy– reúnen parte de la enorme, sólida y hasta ahora dispersa obra de no ficción del escritor argentino Alan Pauls. Bajo el cuidado, edición y selección, de la argentina Leila Guerriero, incluye el texto inédito “Yo como actor”. Una crónica sobre lo relación más cercana de Pauls con el cine, Pauls como actor, quizá el texto más personal del libro, donde relata su experiencia como “no actor”.


No soy actor. No podría serlo nunca. Nada me es más inaccesible que mi propio cuerpo, no sé fingir (toda mi capacidad de fabular se la lleva la literatura), no puedo hacer (manejar y hablar por teléfono) y mucho menos ser (yo y el personaje) dos cosas a la vez. Tengo el umbral de tolerancia al ridículo alarmantemente bajo, y ya bastante dejo que desear cuando camino y como y hablo sin darme cuenta, en el teatro de la vida cotidiana, para andar caminando, comiendo y hablando deliberadamente, ante la mirada de los otros. De modo que todo lo que diga aquí sobre “la experiencia de actuar” debe ser leído como dicho no por un aspirante a actor, ni por un actor frustrado, ni por un actor espontáneo, con fervor pero sin título habilitante, sino lisa y llanamente por un impostor, una especie de etnógrafo que —como esos periodistas intrépidos que viven dos meses con nombre falso, esquivando fuegos cruzados y codeándose con dealers, químicos y zares de la cocaína, para escribir una crónica del mundo narco— aceptó el descabellado reto que le hicieron cuando lo invitaron a actuar en algunas películas como quien acepta no un don (que sabe que no tiene) sino un disfraz, el salvoconducto que le permitirá pasar una temporada en una tribu que siempre le interesó —la tribu del cine en rodaje—, que no pudo conocer como le hubiera gustado mientras tuvo alguna relación con ella —crítico de cine, guionista— y de la que pensó en algún momento que podría sacar algo útil y revelador para las ideas que se hace del cine y, quién sabe, las que tiene de eso que, a falta de una expresión mejor, más precisa, menos sentimental, llamamos la propia vida.

Empecemos —¿el colmo de ser actor no es acaso decir que no?— por mi historial de rechazos. Rechacé (por miedo, falta de tiempo o de entusiasmo, exceso de filisteísmo) hacer de crítico de cine nerd, de padre o tío de mujer-lobo (el guión no era muy claro al respecto), de coleccionista de libros antiguos y (¡toda una carrera en la publicidad de tabaco muerta antes de nacer!) de chico canchero que tropieza en el laverrap con chica encantadora y juntos, sentados en el piso, espaldas contra lavarropas, sellan con un par de inhalaciones cancerígenas el comienzo de una bella amistad.

Pasemos ahora a los papeles que acepté, los que engalanan el prontuario actoral que por alguna razón sigo resistiéndome a hacer entrar en mi curriculum. Hice de matón en La sonámbula (con Rodrigo Fresán, los dos de campera y anteojos negros, como estrellas del salón de rechazados de Matrix mucho antes de Matrix, abríamos las puertas monumentales de la catedral de La Plata y nos llevábamos de los pelos a una vidente enceguecida por sus propias visiones), de comandante de a bordo en 1000 Boomerangs (soy el rígido muñeco de gorra y uniforme que bebe su falsa medida de whisky —jugo de manzana añejado por horas de sol— en el fondo de un bar de hotel, al lado de un conocido guionista disfrazado de sobrecargo, mientras el cantante de una banda de rock supuestamente inglesa y sus groupies se roban la escena en primer plano), de cura pícaro en De quién es el portaligas (tomo de sorpresa en los últimos minutos de la película a una antigua discípula que colgó los hábitos y diez segundos después quedo atrapado en una guerra de tortas de crema cuyas secuelas, todavía alojadas en mis fosas nasales, siguen persiguiéndome hasta hoy), de ex novio celópata en Medianeras (una performance desbordantemente física que “el milagro del montaje” redujo a una foto mutilada, una voz en un contestador automático y un pie que se mece pensativo en el aire mientras el resto del cuerpo lee ¿qué? ¿John Irving? en un sillón tan lejano que parece una ilusión del wall paper). Hice de veterinario de pueblo en La vida nueva (mi máximo tour de force hasta el momento: odio el campo, todo lo que sea curar, cortar o inyectar me inspira rechazo y del reino animal sólo me gustan los especímenes que me gustan, que son pocos y que prefiero en buen estado de salud), de editor periodístico en Cassandra (culpable por haberla embarcado en una misión peligrosa, salgo tras las huellas de una cronista joven de la que acaso esté enamorado y me paro en seco ante las puertas del Impenetrable, que es el nombre del monte chaqueño pero acaso, también, del templo del talento actoral), de padre de una hija con inclinaciones suicidas en Algunas chicas (soy el que corta pelones en el aire para no malograr la toma con ruidos de vajilla y el que duerme de veras, y ronca, en la escena en la que debería haber actuado).

[cita]»No puedo cortarme el pelo, no puedo dejarme el bigote ni afeitármelo, no puedo tomar sol, no puedo engordar ni adelgazar, no puedo lastimarme, no puedo operarme ese puto lunar. No puedo tomar ninguna decisión que contraríe el perfil de mí que ha impuesto mi personaje. No puedo cambiar. Durante el intervalo que dure el rodaje, pierdo todo derecho sobre mi propio cuerpo, sobre todo lo que crece en mí, que es lo mismo que decir: sobre mi vida. ¿Quería ser un objeto? Pues bien, nunca lo seré tanto. Soy un esclavo: un esclavo de la ficción». [/cita]

Hay todo tipo de gatos en esa bolsa. Hay cameos amistosos y papeles estelares, bolos sin texto y participaciones comprometidas, travesuras triviales y travesías intrépidas. Algunas veces llegué al set, puse la cara (nadie me maquilló) y me fui. Otras me quedé y cené y hasta pernocté en el mismo hotel con el equipo. Trabajé gratis y me pagaron, fui a la filmación por mi cuenta y me pasaron a buscar remises, hice bulto en segundos planos tenebrosos y besuqueé a la actriz principal con el apasionamiento atropellado de los debutantes. Podría —vengativo sin razón como soy, como buen escritor— ironizar sobre los fríos que me hicieron pasar, los madrugones a los que me sometieron, los menúes tóxicos que me dieron de comer, las inconsistencias que me pidieron que dijera, las consignas estrambóticas a las que me invitaron a plegarme. Sin embargo, cada uno de esos trances, del más banal al más exigente, me hizo sudar, entablar agotadoras discusiones mentales, temblar —literalmente— de miedo. Todos, en algún momento —por lo general siempre que escuchaba la voz de “¡Acción!”, identificada en mí, tan acostumbrado a ser feliz inmóvil, con el culo apoyado en una silla, preferentemente siempre la misma, con la señal de “¡Fuego!” que activa los pelotones de fusilamiento—, me hicieron pensar en huir.

¿Por qué lo hice, entonces? ¿Por qué un escritor habría de canjear el confort de la madriguera donde escribe a la hora que quiere, solo, en piyama y pantuflas, sin otro reclamo que el de la frase que quedó del día anterior a medio escribir, sin más hostigamiento que el zumbido de la heladera, los martillazos esporádicos en el techo, el martirio vespertino de una vecina con ínfulas de cantante que se desgañita haciendo escalas para terminar escuchando, ¡ni siquiera cantando!, I always love you de Whitney Houston, por la tensión, el suspenso, la mezcla desconcertante de frenesí y de inercia, el estado de necesidad permanente y sobre todo la condición frágil, siempre amenazada, de un set de filmación poblado de gente desconocida? ¿Qué necesidad demente lo lleva a abandonar algo tan íntimo como el lenguaje —algo que ni siquiera necesita sonar para existir— y abrazar la causa de la expresión corporal, que sólo vive manifestándose? “¿Vanidad?”, me propone por lo bajo una voz malintencionada. Vanidad. Diría que sí, naturalmente, pero sólo para evitar que se me acuse de vanidoso. De modo que digo que no. Nadie hace por vanidad lo que no sabe hacer, y menos cuando eso que no sabe hacer es exactamente lo contrario de lo que hace todos los días, y mucho menos cuando eso que no sabe hacer tiene que hacerlo delante de veinte o treinta personas que le hacen sentir, antes, durante y después de cada toma, que todos —quien más, quien menos— dependen de que él haga bien, lo suficientemente bien, al menos, para que todos puedan volverse a sus casas después de una larga jornada de trabajo, eso que no tiene la menor idea de cómo se hace ni, por supuesto, las armas para hacer bien.

“Pero la vanidad es la imagen”, vuelve a la carga la voz. La imagen. Sí, sin duda, concedo —y con la imagen, supongo, vienen el estreno, y los posters, y la prensa, y las red carpets, y La Croisette, y las fiestas de Vanity Fair… Una vez más: lo siento, pero no. Actuar —al menos la experiencia de actuar tal como puede vivirla un no actor— no tiene nada que ver con la imagen. Aun en el cine, donde el vivo es apenas la materia prima de una máquina que se especializa en diferir, actuar es un trance de puro presente. Supongo que ningún profesional más o menos avezado tiene problemas para esculpir sus morisquetas adaptándolas al milímetro al tipo de plano, de lente o de movimiento de cámara elegidos por el director. Pero para alguien cuyo entrenamiento actoral se reduce a las dos o tres obras de teatro patriótico que malogró en un escenario escolar —olvidándose los dos renglones de letra que tenía en un caso, entrando a destiempo, y sin la peluca reglamentaria, en los restantes—, la imagen es algo tan imposible como las cumbres del Himalaya, me imagino, para un tetrapléjico. La imagen siempre viene después, o antes. En todo caso, siempre es algo que vive en otro tiempo que el tiempo instantáneo, tan delicado, en el que los actores hacen lo que hacen frente a la cámara.

Diría, en cambio, que lo hice por una razón muy simple: para gozar de la experiencia de ser objeto. Y en ese sentido no puedo imaginarme ninguna fórmula más satisfactoria que actuar (salvo, posiblemente, los deleites contractuales de las prácticas sadomasoquistas, a los que por alguna razón sigo resistiéndome). Ser objeto, en el caso de un escritor, es algo muy específico: es renunciar a ser la fuente de las palabras y aceptar con resignación, con alegría, con una especie de euforia loca, hablar diciendo palabras escritas por otros. Godard dijo alguna vez que todos los actores fueron niños poseídos por una fiebre de hablar demasiado precoz, que los asaltó cuando todavía no habían accedido al lenguaje y los obligó a usar las palabras de los otros. Me gusta esa idea. Siempre me gustó. La defendí a menudo contra sus detractores, muchos de los cuales suelen venir del gremio actoral. Me gusta, en parte, por la hipótesis correlativa que su lógica permite imaginar a propósito de los escritores, niños que probablemente hayan tenido menos ganas de hablar que los niños actores pero que nacieron hablando, que hablan hasta por los codos, que están llamados a hablar y son de algún modo los emisarios, los portavoces, los centinelas de una civilización muy antigua hecha sólo de palabras. No sé si es así. Puede que delire. Pero sé —la atesoro como si fuera una joya única— la mezcla increíble de alivio y de placer, la paz, el rejuvenecimiento instantáneo que sentí el día en que recibí el guión de La vida nueva y leí en silencio, cosa de no romper el hechizo, el primer texto que decía mi personaje. Me sentía como el condenado al que un indulto imposible, completamente imprevisto, sorprende en su celda haciendo lo que hace desde que habla, es decir desde siempre: tachando los días que le quedan de condena (que son todos).

Se es objeto de muchas maneras cuando se actúa. Decir textos de otros (en el doble sentido de textos escritos por otros y textos asumidos por ese otro que es el personaje) es sólo una, y no siempre es seguro confiar en ella, como no tardaría en comprobarlo. Mi cándido ideal S/M era someterme al famoso “guión de hierro”, cuyos grilletes —no cambiar una coma, respetar el orden sintáctico de lo escrito, evitar intercalar vacilaciones o muletillas “naturales”— no veía la hora de sufrir en carne propia. Hélàs, todo es improvisación ahora, en este mundo líquido. Si hay un texto, ese texto nunca baja, acompañado de órdenes y latigazos, de un Olimpo despótico. Más bien nace y se teje de manera horizontal, en el llano, en un vaivén errático y caprichoso entre los mismos actores, que lo balbucean como médiums hasta que el director, que asiste al asunto con la curiosidad de un partero primerizo, voluntarioso pero desconcertado, recoge y se lleva de la sesión la pulpa informe que procesará en algún intervalo secreto de su vida privada, de la que sacará las dos o tres frases temblorosas que llevará al rodaje y que volverán a poner en marcha todo el proceso, esta vez, me temo, frente a la cámara.

A mí me gusta improvisar. Lo aclaro para que no me revoquen mi carnet de contemporáneo. Creo incluso —hablo siempre como lo que soy: un advenedizo sin moral— que hago progresos en la materia. Ya puedo seguir el juego de la conversación en la que me embarco con otros actores (en lugar de sabotearla con preguntas como: “Pero yo ¿quién soy? ¿El hijo? ¿El padre? Y nosotros dos, ¿nos conocemos? Pero ¿qué relación tenemos?”, etc.), puedo incluso avivar la escena con desplantes de ingenio (irme abruptamente, volver trayendo elementos sorpresivos —frutas, un vestido— a la mesa), puedo divertirme en grande sometiendo a mi hija de ficción al acoso que mi hija biológica jamás sufrió, y padeciendo de mi hija de ficción los desaires y las caras de asco que el amor de mi hija biológica me ahorró. Pero si tengo que hablar con franqueza, todavía espero con mis reservas de estremecimiento intactas el día glorioso en que un buen guión de hierro me ponga límites a fustazos.

Ser objeto en un rodaje quiere decir también algo más básico: ser tocado, acomodado, inmovilizado, maquillado, conectado, microfoneado. ¿Cómo se reconoce a un actor en un rodaje? Muy simple. Es el cuerpo sobre el que todos se agolpan como moscas. Actuar —verbo activo por excelencia— no es en rigor sino el corolario último, por lo general bastante efímero, dada la duración promedio de una toma, de una larga cadena de padecimientos. De hecho, los únicos momentos en que la pasé mal actuando, mal mal, al punto de que físicamente no soporté estar donde estaba y hubiera dado todo por volatilizarme, fueron esos momentos inmediatamente previos a la toma en que unos dedos serviciales y maníacos, ya acuciados por la cuenta regresiva, se ponían a toquetearme entre los botones de mi camisa para deslizar un micrófono diminuto, como de James Bond, o me peinaban una parte muy específica de la cabeza, o se acercaban a corregirme la postura para evitar la ilusión de tres meses de embarazo creada por esos pliegues desagradables de la remera. Eran momentos tontos, fugaces, sin mala intención ni incompetencia de parte de nadie, pero en los que el factor pasivo de actuar, traducido al repiqueteo de esos deditos tourettianos sobre mi cuerpo, mi ropa, mi pelo, se me volvía intolerable. Un problemita más con el cable del micrófono, el cuello de la camisa o la cinta adhesiva y plantaba todo. Lo que no conseguían el fantasma de olvidarme la letra, ni el miedo a tropezar, a derramar la taza de café, a engancharme un dedo con el collar de la actriz, ni la zozobra de saberme del todo incapacitado para simular, lo conseguían sin embargo esas formas de asedio estúpidas, completamente anodinas, que me enfrentaban con una cuestión decisiva: la cuestión del límite.

Porque el actor es el límite del cine. Es el punto donde convergen, chocan y hacen combustión —para bien o para mal— todas las variables de las que depende la felicidad de una toma. La luz, el sonido, el ritmo, las distancias: todo. Es en ese sentido, también, que los actores son objetos absolutos. Todo tiende a ellos, todo los mira y los toca. Haber estado ahí, haber encarnado —aunque más no sea por una curiosidad experimental— ese punto extremo del embudo, haber recibido en carne propia toda la presión exterior que se ejerce sobre un actor en el momento de rodar una escena no me hizo más considerado, ni más inteligente, ni más humilde. Pero me hizo entender algo de los actores que se me escapaba, o que interpretaba mal, un poco a las apuradas, como interpretan mal, creo, los que esgrimen la famosa frase de Hitchcock —”Nunca dije que los actores eran ganado; dije que había que tratarlos como ganado”— para contrapesar el natural supuestamente fatuo de los actores. Me hizo entender hasta qué punto todo lo que se les imputa —narcisismo, inestabilidad, dependencia, soberbia, orgullo, capricho, arbitrariedad— tiene que ver con la posición paradójica que ocupan en ese momento crítico. Lo reciben todo, todo actúa sobre ellos, sobre su cuerpo, y ellos tienen que dar algo a cambio. De los objetos absolutos que son tienen que pasar, a veces en cuestión de segundos, a sujetos absolutos; de punto de presión a fuerzas, de soportes a energías, de blancos a fuentes de irradiación. Actuar, en rigor, es producir esa inflexión extraordinaria que transforma la máxima inercia en máxima actividad, la máxima fragilidad en máxima potencia. No puedo imaginarme la magnitud de la crisis, el tipo de colapso energético que debe poner en acto esa transformación, y tampoco en qué unidades de física nuclear se medirá. Pero debe ser increíble. Y me parece que alcanza y sobra para explicar por qué los actores son esos bichos raros —niños-viejos, huérfanos-megalomaníacos, prodigios-minusválidos— que nos fascinan a todos y de los que vivimos hablando pestes.

En rigor, ser objeto es casi lo mismo que confiar. Los escritores nunca confían cuando escriben: apuestan. A los actores, en cambio, no les queda otra alternativa. Como la historia, los actores sólo existen cuando se los mira. Esa mirada es todo para ellos. De ahí el dilema terrible que enfrentan cuando descubren, al cabo de un cierto tiempo, que el director en cuyas manos se han puesto es un psicópata y un torturador —dos oficios con los que toda una generación de directores de cine y teatro confundió a menudo el de dirigir actores—, un monstruo de la insidia y la manipulación que sólo quiso que existieran para regodearse destruyéndolos. ¿Qué hacer? ¿Escapar? ¿Quedarse y dar batalla? La primera opción parece la más sensata. Pero, para un actor, escapar de alguien que lo mira —aunque sea para humillarlo, degradarlo, enloquecerlo— es reintegrarse a la patria atroz de la inexistencia, ese limbo de anonimato profundo donde he visto languidecer sin remedio, como parias sin techo, a celebridades que no podían salir a la calle sin encapucharse por el asedio de sus admiradores.

De modo que acepté actuar por eso: para no tener más remedio que confiar. Porque, como es obvio, cada vez que me llaman para actuar, lo primero que pienso es que están todos locos. Pienso: ¿Cómo no se dan cuenta de lo más evidente: que soy de madera? (“Petiribí, pino Brasil, quebracho, algarrobo, cedro colorado”: es de hecho toda la noble familia de maderas que conozco y puedo deletrear de memoria lo primero que se me viene a la cabeza siempre que, mal vestido, poco abrigado o abrigado en exceso, con el talón del estacionamiento empulpándose en el horno de mi mano húmeda, me encamino hacia el cine donde está a punto de estrenarse una película en la que trabajé como actor.) ¿Cómo no ven que van hacia el ridículo? (Ahora que lo pienso, tal vez haya ahí, escondido, otro motivo, mucho más tortuoso, para aceptar esas invitaciones: el designio vagamente anarquista, pero anarquista de la Rusia zarista, cuando el sabotaje era la más bella de las bellas artes, de hacerme pasar por la gran ocurrencia de casting que los demás creen que soy, sabiendo, yo, que soy todo lo contrario: el fusible débil, el cable limado, la bomba de tiempo que tarde o temprano hará explotar todo el proyecto.)

Yo, que jamás seré siquiera un actor malo, uno de esos monigotes que sobreviven décadas a su falta de talento aferrándose a la única cualidad que tienen y se desviven por cuidar —un prominente mentón masculino, dos hileras de dientes enceguecedores, una voz de felpa, un pelo cuya pigmentación desafía la edad—, soy actor si y sólo si alguien a quien no conozco y tiene alguna autoridad me ve y decide que lo soy y, apuntándome con su dedo índice, me dice: “Tú serás Juan, veterinario de pueblo”, en virtud de la misma operación mágica, bíblica, que en 1917 hizo que un urinario de porcelana comprado en la J.L. Mott Iron Works fuera de buenas a primeras una obra de arte. El no actor que actúa es un impostor, sí. Un impostor al cuadrado (y ésa es quizá la única ventaja de la que puede jactarse ante un actor de verdad): alguien que hace de otro que hace de otro. Pero es una clase de impostor particular, que de algún modo escapa a las generales delictivas de la ley. Ungido actor siempre por la voluntad de otro (y no por su formación, sus antecedentes, su identidad profesional o gremial, sus talentos), es un impostor irresponsable, y por lo tanto inimputable. Es un impostor… ¿feliz?

Eso solo, en mi caso, no sería poco, dada la larga trayectoria que creo tener en el rubro. Pasaron ya más de cuarenta años desde la mañana aciaga (yo sin dormir, sin desayunar, con ese boquete de angustia agrandándose en mi estómago con el correr de los minutos) en que un profesor de francés llamado Le Prix (un nombre que Henry James no habría descartado, al menos no de entrada), menos un respetable funcionario del servicio exterior de Francia que un descoyuntado ropero coronado por una mata de barba y pelo negros, con dos ojos rapaces incrustados en el centro, como un capitán Haddock abstemio, le reveló a su mejor estudiante cuál sería su destino. Devolvía corregidos los últimos trabajos hechos en casa: una poesía “personal” (Le Prix habría subrayado la palabra con dos resaltadores fluorescentes, de haber existido entonces esas armas de la industria del énfasis), de tema y extensión libres, que todo el mundo, conciente de su paladar exigente, había entregado en estado de máxima incertidumbre. Los devolvía según su técnica especial de suspenso, de peor a mejor, primero las notas más bajas, después, en riguroso orden creciente, las más altas, regodeándose en comentar las primeras y escupiendo las segundas con una expeditiva satisfacción. Ya casi no quedaban hojas en sus manos (unas manos pequeñas, de uñas brillantes como escamas de nácar) y la del estudiante aventajado aún no había sido anunciada. Vinieron en rápida seguidilla dos ochos, un nueve, el previsible nueve cincuenta de Venanzi y sus jumpers ultracortos, hasta que quedó una hoja, una sola, que el profesor sopesó y examinó un rato largo, mesándose la barba con unos remolinos pensativos. “Y el diez es para Jacques Prévert”, dijo por fin, alcanzándome la hoja sin mirarme, “un poeta popular que el señor Pauls parece haber memorizado muy bien. Pase al frente, Pauls, y tenga a bien compartir con el resto de sus compañeros ese concepto tan original que tiene de lo que es una ‘poesía personal’”.

Me acusaron de plagiario y me hice escritor. Me desenmascararon en público y me condenaron a ser un impostor. O peor: a tener miedo, siempre, de correr la suerte que tarde o temprano corren los impostores. En efecto, desde esa mañana de 1969, hiciera lo que hiciera, nunca más pude deshacerme de la penosa sensación, alojada en mi corazón como una amenaza diminuta, de que en el momento menos pensado un apoderado de Le Prix se levantaría en alguna parte y, señalándome con el dedo, me identificaría en voz alta como un impostor. ¿Era lo que se proponía? ¿Le salió el tiro por la culata? ¿Qué piensa monsieur Le Prix hoy, achicharrado por las llamas del infierno donde quise siempre que ardiera, de la suerte corrida por el estudiante que quiso hacer de Prévert? ¿Quién es su discípulo, su obra, la sombra negra que no lo olvida: el escritor o el no actor que actúa?

Actuando soy un impostor feliz. Sé que la única persona que podría desenmascararme no lo hará jamás, porque es la misma que me enmascaró: el director que tuvo la idea de llamarme para hacer un papel en su película. No soy yo, no seré yo durante un tiempo, no seré yo —al menos en esa hora y media de cine encapsulada en un disco— durante el lapso que le lleve morir a la tecnología dvd. Pero nada me amenaza. No hay riesgos. Y soy un impostor feliz, también, porque cuando actúo no “hago” nada (y no olvido cuánto me costó copiar verso por verso una de las poesías más conocidas y menos personales de Prévert esa noche de 1969, después de haber descartado en estado de histeria los borradores que me dictó mi escuálida imaginación). No “compongo”. No “elaboro” el personaje. No busco en el desván de mi “memoria emotiva” las brasas fosilizadas pero todavía activas —si supiera cómo diablos reavivarlas— en las que mi veterinario de pueblo, mi padre de hija suicida y mi secuestrador de pacotilla puedan reconocerse para florecer ante la cámara y, luego, en la pantalla. No tengo idea de cómo se hacen esas cosas.

Para mí, objeto total, un personaje es más bien un puñado de cosas que “me tocan”: la ropa que me dan, el corte de pelo que me dicen que use, la idea (atinada o descabellada) que intuyo que se hicieron de mí al proponerme actuar. Mis mayores “aportes” a los personajes —arrugas, timidez, cierta tensión mandibular— son involuntarios. El que más me enorgullece hasta hoy fue la uña negra que, con un poco de atención, o más fácilmente congelando la imagen, puede detectarse en ciertos planos particularmente realistas de La vida nueva, en especial al final, en la escena de la camioneta, cuando abrazo por última vez a la canalla dulce de Laura, mi mujer, que ha decidido tener su hijo lejos de mí. Me la hice con la puerta del coche una semana antes de empezar a filmar, yendo a Ezeiza a buscar a una persona que no llegó. Duró así, negra, suspendida en ese extraño estado de pezuña, todo lo que duró el proceso de la película, desde el rodaje hasta el primer corte, casi cuatro meses después. Fue una obra del azar, sí, pero ¿qué mejor detalle para dar a entender las vicisitudes específicas —coces, golpes de hocico, pisotones— a los que se enfrenta un veterinario de pueblo? ¿Cuántas horas de mímesis esforzada, de estudios de campo, de entrevistas con veterinarios de guardapolvo y botas de lluvia suplantó ese traumatismo fortuito? Supongo que el no actor, en el mejor de los casos, es así: un inútil magnético, alguien que no sabe hacer nada de lo que le piden que haga pero que es capaz, como un imán, de atraer por casualidad signos que serán útiles para ese otro en el que los demás se empeñan en que se convierta.

Peligro delicioso que el no actor, me temo, no correrá nunca. Mitos como el de Klaus Kinski poseído por el espectro de don Lope de Aguirre o Dustin Hoffman reducido a una condición más mendicante que la de los cirujas que se pasó meses estudiando en los callejones del Bowery son para el impostor esperanzado anzuelos tan fáciles como tramposos. Lasciate ogni speranza: el personaje siempre será otra cosa, remota, inaccesible. No hay, no puede haber identificación posible. La relación de máxima proximidad que un no actor puede tener con su personaje debe ser muy parecida a la que tienen los actores sin trabajo con el traje de Winnie Pooh o de Papá Noel que aceptan vestir en público para redondear los magros ingresos que necesitan para seguir leyendo guiones u obras de teatro en busca del papel que los salvará sin que se les cierren los ojos de hambre. Con la diferencia —tan en perjuicio del no actor— de que la incomodidad y la humillación no se ven con la cara enmascarada, mientras que son escandalosamente visibles en el rostro del no actor que simula ser lo que no es ante una cámara.

Es una lástima, porque no hay nada tan glamoroso como la fábula del actor devorado por su personaje. Pero no es ése el tipo de alienación al que debe estar atento el no actor sino otro, asintomático, y por eso mucho más perturbador. Como pasa con las buenas drogas, el amor, la política o el arte, que pegan mientras transcurren pero destilan su influjo más eficaz in absentia, cuando el sujeto que los experimenta ya ha vuelto en sí, a esa vida civil que es la esfera íntima o la sobriedad, el fenómeno de abducción que implica actuar se pone en evidencia muy lejos de la filmación, cuando no se actúa. (En la cama, a punto de dormir, me descubro pedazos de cinta adhesiva en un costado del pecho, en un gemelo, en un muslo, vestigios del microfoneado que quedaron ahí como souvenirs de mi otra identidad, tan delatores como los labios estampados o el olor a hotel por horas que el adúltero se trae sin darse cuenta de su vida clandestina.) Nunca creo tanto ser un actor como durante el día que el plan de filmación me ha dado de descanso, cuando salgo a la calle, por ejemplo, recién despierto de las veinte horas de sueño que me llevó reponerme de un reguero de tres jornadas de rodaje nocturno, y, al mismo tiempo que una cierta nostalgia por la vida comunitaria un poco vampírica que quedó atrás, descubro, sin embargo, ahora que soy libre y nadie me espera, ningún asistente me dice dónde debo sentarme y hasta dónde se me permite gesticular —descubro algo que no suena bien, pero que en el fondo es más extraño que atroz: descubro que no me pertenezco.

No puedo cortarme el pelo, no puedo dejarme el bigote ni afeitármelo, no puedo tomar sol, no puedo engordar ni adelgazar, no puedo lastimarme, no puedo operarme ese puto lunar. No puedo tomar ninguna decisión que contraríe el perfil de mí que ha impuesto mi personaje. No puedo cambiar. Durante el intervalo que dure el rodaje, pierdo todo derecho sobre mi propio cuerpo, sobre todo lo que crece en mí, que es lo mismo que decir: sobre mi vida. ¿Quería ser un objeto? Pues bien, nunca lo seré tanto. Soy un esclavo: un esclavo de la ficción. Y lo que me disuade siempre de protestar es la firma encantada con que yo mismo rubriqué ese contrato “de actor” cuya cláusula más explícitamente deliciosa decía algo así como que “el contratado deberá mantener desde el inicio al fin del rodaje (incluyendo las jornadas adicionales de cobertura por retomas) el corte de pelo, y uñas, conforme a lo acordado con el área respectiva (arte, vestuario, maquillaje y/o peinado) para la caracterización de su personaje”. (Y pienso por supuesto en Oskar Werner, el Jules de Jules et Jim, melancólico olvidado, y en el modo infantil y artero en que eligió vengarse de Truffaut, que tanto lo había atormentado durante el rodaje de Fahrenheit 451: diez minutos antes de filmar la última toma —que correspondía a una escena del principio del film—, bajó de su trailer, robó una tijera de la sala de maquillaje y se cortó el pelo.)

Quizás esa experiencia de alienación real, literal, explique la impresión desconcertante que produce verse después en la pantalla. Yo, en principio, nunca llego a apreciarme: no me reconozco. Punto. Tardo un buen rato en caer en la cuenta de que ése que está ahí, ejecutando esos gestos —marcar un número en un celular, palparle el vientre a un potrillo echado, abrir cajones en un cuarto de hotel donde durmió la mujer cuyo rastro persigue—, soy o fui yo. Oliver Sacks ha de tener sin duda un neologismo para designar esa clase de ceguera parcial, intencionada, ultra específica, que consiste en no reconocerse cuando se actúa. No se trata de que el personaje eclipse al actor e induzca el desconocimiento. Si no me reconozco no es porque en la pantalla sea otro (que nunca llego a ser), sino porque eso que hago ahí, en presente, ante mis ojos tardíos, es algo que hice fuera de mí —como alegan muchos de los que cometen crímenes pasionales—, transportado, raptado, y es algo de lo que soy tan poco consciente como el sonámbulo de los vandalismos o las picardías que comete en trance. El estupor es la segunda reacción: veo la película como quien ve el registro de todo lo que ha hecho dormido.

Recién después, una vez que el efecto sonámbulo se volatiliza, disipado en parte por esa vertiginosa memoria contextual que sólo el cine parece poder convocar, y que asocia de manera instantánea las imágenes que vemos en la pantalla con las circunstancias en las que fueron producidas (cómo hubo que dopar y amarrar al pobre potrillo para que tolerara mis auscultaciones analfabetas, cuántos frascos de colirio, cuánta pomada de mentol china fueron necesarias para fraguar esos sollozos, cuán crudos tuvieron que estar los repollitos de bruselas para lucir ese verde brillante tan fotogénico, y qué difícil fue masticarlos y tragarlos cinco veces seguidas, hasta que el director, apiadándose, dio la toma por hecha), algo nítido aparece en la imagen. Algo que no es el otro (el personaje), algo que no es el yo (el no actor), algo que es de algún modo un resto: lo que queda del yo una vez que ha sido expuesto a la radiación del personaje. Y ese resto, por paradójico que suene, es una cierta desnudez. Me veo, pues, y me reconozco, pero me reconozco desnudo, como si haber pasado por el trance de ser otro —no importa lo fallido que haya resultado— me hubiera reducido a un hueso esencial: un puñado de rasgos, tics, taras, que nunca vi antes con tanta definición y que dan cuenta sinópticamente de lo que soy, de lo que sería si me atreviera a despojarme de las coartadas de las que me pertrecho para salir al mundo todos los días. Y ahí, ¿qué es lo que veo? Un mentón siempre un poco levantado (ese gesto de desafío que detesto, tan argentino). Vergüenza. Cierta rectitud anacrónica. Cierta solemnidad. Una tendencia al hartazgo. Una relación incómoda, entre necesitada y hostil, con la mirada de los otros. ¿La biografía suscinta de un histérico?

Pero si el momento de verse siempre es un poco decepcionante, creo que no es tanto por lo que esa imagen gigantesca de uno despide desde la pantalla —sea bueno o malo, reconfortante o vergonzoso, familiar o irreconocible— como por lo que oculta, lo que deja afuera, lo que se ve obligada a reprimir para darse a ver. Un rodaje puede ser agotador, y yo, sapo de otro pozo, me he cansado de todo menos de constatar día tras día el prodigio de todo lo que no hay que ver —cámaras, faroles, cables, andamios, carros, rieles, micrófonos, personas, placas de telgopor, marcas en el piso— para que algo, no importa lo que sea, llegue a verse en una pantalla. Es esa masa inmensa de materia, herramientas, conversaciones, energía, trabajo, anécdotas, chistes, confidencias, es todo ese mundo —lo que se llama propiamente “el mundo del cine”, que no coincide exactamente con las películas—, que el cine debe escamotear para existir, lo que pienso que empaña siempre el placer o el displacer —en suma: la necesidad— de verse, y lo que en última instancia los vuelve irrelevantes. Y de todo eso que no vemos, que queda afuera, en otro lugar y sobre todo otro tiempo, lo que más se extraña, con esa añoranza un poco depravada que a menudo inspiran las experiencias equívocas, es todo el tiempo que se ha dedicado a esperar. Porque esperar es en el fondo el trabajo, la fe, el gran talento del actor, los únicos que el no actor podrá soñar con compartir alguna vez con él. Esperar. No hay nada en todo lo que se ve en una pantalla, nada en ese sofisticado compuesto de acciones, percepciones, afectos —nada, en efecto, que permita intuir hasta qué punto el cine, hacer cine, está hecho de inmovilidad y de inercia, y hasta qué punto es pura inminencia. (Y cuánto se ha tardado en comprender que toda la obra de Beckett, con sus tiempos muertos, su album de posturas laxas, su hipotonicidad, sus conversaciones idiotas, no es más que un tratado sobre el actor y la espera.)

Esperé de tantas maneras en mi ya larga carrera de no actor… Esperé en motor homes tomando un café imposible en vasitos de plástico, acorralado entre percheros con ropa cargada de olores de otros actores, otras actrices. Esperé en medio del campo, con cuatro grados bajo cero y los zapatos más inadecuados del mundo, mientras el maldito rayo de sol que alguien había cronometrado para las seis y dieciséis se negaba a madrugar. Esperé en autos, cuartos de hotel, jardines oscuros, camas que eran lo único tibio y verdadero de ese mundo helado patrullado por brigadas de técnicos con guantes y borceguíes y riñoneras y rollos de cinta shonflex colgándoles del cinturón. Esperé solo y acompañado. Esperé aburriéndome. Esperando se me ocurrieron ideas brillantes, tuve ganas de volver a fumar, me di cuenta de que el dolor que me persigue en la base del dedo pulgar de la mano ya tiene cuatro años y es hijo o nieto del esguince que me hizo la quijada de una labradora adorable. Esperé leyendo, escuchando música, charlando de cualquier cosa con cualquiera. Esperé comiendo (que es la única, letal contraprestación que el cine ofrece a las víctimas de la espera).

Una noche, esperando, me dormí sentado en una silla de estilo, uno de esos tronos pomposos y decrépitos, con apoyabrazos labrados y cuero con relieve, a los que tan afectos son los mobiliarios de campo. Estaba exhausto, pero menos por la exigencia de la escena que acababa de hacer —una escaramuza erótica con mi esposa de ficción— que por los nervios —mi esposa de ficción era la mujer del productor de la realidad—, en calzoncillos, cubierto apenas con una bata de toalla gris que antes de mí debían haber usado todos los actores argentinos desde la aparición del sonoro, y que un alma caritativa me había facilitado para abrigarme hasta la toma siguiente, también de cama (pero esta vez de dormir). Ansioso, me anticipé y me dormí antes de que me dieran la orden, en el comedor espacioso y desangelado que se suponía era la casa de mi personaje rural, donde los pies cromados de las luces parecían los sobrevivientes de un bosque depredado. Cuando desperté no quedaba nada ni nadie. Luces, trípodes, cables, generadores, todo se lo habían llevado en silencio, en el silencio de la realidad, mientras yo soñaba con una fiesta muy ruidosa a la que asistía sin haber sido invitado y donde perfectos desconocidos de dientes muy blancos me saludaban con una cordialidad sospechosa.

“¿Y la escena de dormir?”, pregunté en un sobresalto. Nadie me contestó. Se habría cancelado, seguramente, o pospuesto. No me perturbó verme en calzoncillos y bata, solo, sentado en esa silla alta y severa en la que, de haber estado en mis cabales, jamás habría podido dormir. Tuve una impresión rara, a la vez de orgullo y de desolación. Me sentí un rey en el exilio. O mejor: un falso rey en el exilio. La corona era de cotillón; el desarraigo, la soledad, y sobre todo la añoranza del mundo perdido, insoportablemente reales, tan reales como el frío que empezaba a morderme las plantas desnudas de los pies.

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