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«Mañana» de Gonzalo Contreras: Un globo inflado de soporífera lectura Crítica literararia

«Mañana» de Gonzalo Contreras: Un globo inflado de soporífera lectura

El Mañana de Gonzalo Contreras contiene descripciones, digresiones y florituras de factura tan pretenciosa en profundidad y estilo como vacua e infumable; aunque, como ya habrá sucedido este verano, seguirá haciendo suspirar a sexagenarias cuya «raison d’être» sea jugar al bridge y vivir católicamente de la costilla de sus maridos, o a célibes de convento que toleren sin más los coitos asépticos (si eso existe), tanto mejor si se enmascaran con pacaterías. Para el resto de los lectores, queda morir de aburrimiento.


En el cortometraje cubano Utopía, cuatro amigos juegan al dominó mientras echan tragos de ron y charlan de trivialidades. La escena se desarrolla en un taller mecánico y los tipos parecen ser operarios allí. Todo marcha con calma (o al estilo en que los cubanos suelen charlar entre ellos), hasta que uno de los amigos nombra a un tal Alexander, traductor de sumerio, y el otro lo detiene: «Con ese tipo no quiero cuentos. ¿Tú sabes lo que dijo? Que el barroco latinoamericano es una falacia, no existe». Es ahí cuando el cuadro se desmadra y los tipos acaban a trompadas dirimiendo el disparate. El cortometraje es una sátira a esos cubanos de a pie (y a muchos latinoamericanos) que para todo tienen una opinión, que rebaten sin el menor sustento, que aparentan ser, en definitiva, lo que en realidad no son.

Esta introducción emparda con la nueva novela de Gonzalo Contreras, Mañana, cuyos personajes, del mismo modo que aquellos del cortometraje cubano, sufren de esnobismo, aunque sin picardía que busque la complicidad del lector o reivindique la caricatura, sin tensión consistente entre ellos, sin diálogos que revistan algo de interés, sin crueldades que transgredan lo políticamente correcto, pero plenos de esos defectos que caracterizan la parodia del chileno promedio y que se propagan a lo largo del libro: el apocamiento, la mojigatería, el arribismo, la ignorancia y la frigidez social.

La farsa se replica en los personajes secundarios, como Zara, que oculta su bajo pedigrí hablando de Saint-Tropez y comprando muebles caros y su homosexualidad detrás del matrimonio con Anabel; como Bunster, mantenido de papá que imparte consejos con ropa prestada, pues su discurso es el que su asistente le dicta; como el ingeniero Carrero, que guarda un secreto pedestre tras su porte retraído y puritano; y también se replica en los personajes principales, como Esther, la esposa del ingeniero, como Anabel, la tonta del pueblo, como Antonio Marsante, tinterillo del BID y fastidioso narrador de esta historia.

Mañana inicia, justamente, la mañana de Año Nuevo de 1963 en la casa de playa de Zara y Anabel. Todos los personajes transitan allí la resaca tras la juerga de la noche anterior, bajo el sol y la mirada quisquillosa de su anfitrión. Algunos parecen haber acudido al convite sólo para medírsela —de un modo que pretende ser intelectual, pero es puramente genital—, y otros para certificar —abuchear, aplaudir— las medidas en juego. Esa es la escena propuesta por Contreras para presentarnos a la comparsa de la novela y la historia en cuestión: la lerda faena de Antonio Marsante por levantarse a Esther Carrero, luego de que ésta le estampara un beso fugaz durante la fiesta.

A poco andar en el texto, el prometedor triángulo amoroso deja de serlo: el ingeniero Carrero ha tenido la deferencia de pegarse un tiro, lo que viene a allanarle el camino a Marsante para enamorar a la viuda recién estrenada. Pero este deus ex machina, que de última debiera reimpulsar la historia en otra dirección, acaba sepultado por páginas y páginas con los divagues del narrador, que en vez de encarar a la viuda, se aferra al recuerdo de ese único beso para construirse un objeto de deseo tanto más refinado (y tanto menos atractivo y complejo) que lo que pudiera ser la Esther real. Así, entretanto despunta el vicio (o «hace el amor», como lo describe Contreras) con su amiga Anabel, la niña bien que va por el mundo sumando malos amantes y peores maridos porque no tiene nada mejor que hacer, Marsante se toma casi ciento cuarenta páginas para concretar un único polvo con la viuda, punto álgido de la novela que el autor soluciona en un par de frases abrumadoramente esquivas.

El Mañana de Gonzalo Contreras es un globo inflado con descripciones, digresiones y florituras de factura tan pretenciosa en profundidad y estilo como vacua e infumable; aunque, como ya habrá sucedido este verano, seguirá haciendo suspirar a sexagenarias cuya raison d’être sea jugar al bridge y vivir católicamente de la costilla de sus maridos, o a célibes de convento que toleren sin más los coitos asépticos (si eso existe), tanto mejor si se enmascaran con pacaterías. Para el resto de los lectores, queda morir de aburrimiento con su soporífera lectura.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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