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«Historia de un oso» y el exilio como una forma intransferible de vida individual Opinión

«Historia de un oso» y el exilio como una forma intransferible de vida individual

No deja de ser una esperpéntica curiosidad escuchar hoy a muchos de los que ayer, allá afuera y aquí adentro, nos describían con pasión inigualada el color de la esperanza, hoy con su adiposidad a cuestas, en delicada imitatio Clodovechi, queman lo que ayer adoraron con la misma intransigente vehemencia con que hoy adoran lo que ayer quemaron.


Una otra ganancia  del cortometraje animado “Historia de un oso” ha sido arrancar de la nebulosa desmemoria chilena un episodio de nuestra historia más reciente. “Historia de un oso” ofrece la rara posibilidad de retraer, –aunque sea por un breve instante– al foco de nuestra mirada esa región, la comarca más extensa, más lejana y más ignorada de la chilena cultura y su historia. Me refiero al exilio: esa pandemia que nos acompaña a la llamada especie humana desde el nacimiento mismo de las ciudades.

Hablo de esto con innegable desconcierto porque, transcurridos cinco años de mi regreso a este país, aun no termino de explicarme el calculado desinterés con que este Chile actual le da la espalda a su provincia exiliar, la más extensa, repito, y la más desamparada de todas las que conforman su humana geografía. (Que es, por añadidura y en todo sentido, la más variopinta, que jamás antes hayamos visto).

Innúmeras son las tentativas de acercamiento al tema del exilio; en las primeras que conocemos, predomina –como es de esperar– de forma natural el ductus épico sobre cualquier otro, sin que él sea ni por asomo el único. Son de data muy antigua las primeras menciones sobre el abandono que aquel hombre, forzado por circunstancia varia, debe hacer de su lugar de origen, y sobre el complejo desarrollo posterior que en ese mismo hombre tal alejamiento acarrea consigo. Muy anteriormente al epos del rollo segundo del Pentateuco donde se describe la trashumancia del pueblo del Libro, ya se sabía de Sinuhé (el cortesano egipcio del faraón Amenem-hat I) cuyas vivencias en el destierro en las regiones de Retenu, fueron fijadas en ostracones de greda, dos mil años antes de Cristo y que constituyen tal vez el primer paradigma del exilio.

Si miramos hacia atrás, reconocemos que la suerte de Sinuhé está presente y se repite a todo lo largo, ancho y hondo de la biografía del Hombre. No es una casualidad que en las formaciones culturales más diversas del Levante y el Poniente el exilio se nos aparezca siempre como punición extrema, que emulaba en dureza a la pena de muerte, a ser aplicada en contra de los presuntos enemigos de un Dios, de un príncipe o de una razón de estado. Así ha sido desde las leyes babilónicas de Nabucodonosor II, los ordenamientos imperiales de la dinastía Tang  en el Imperio del Medio, pasando por el nomos ateniense o la lex romana de las doce tablas o los preceptos del Doom Book de Alfredo el Grande, rey de Wessex, hasta los novísimos decretos especiales de extrañamiento dictados por gobiernos militares, dictatoriales e igualmente por algunos actualmente “democráticos” (como el chileno) de fines del siglo XX. Rabbi Löw, el creador del Golem, en su Praga renacentista, definía el exilio como una “desviación del orden natural de las cosas”, cuando se daba en rebatir la afirmación de los teólogos cristianos que veían en la diasporización del pueblo judío la mejor demostración que Dios los había abandonado.

Me excuso aquí, por esta breve digresión de almanaque y aclaro que nada más lejos de mi intención es pretender aventurarme en la espesura de una teoría cultural de la migración o de una hermenéutica del exilio. Mucho menos me arriesgaría a pronunciar alguna frase de intención doctrinal sobre el tema. Porque aunque sea una realidad compartida por muchos, considero que el exilio es una forma intransferible de vida individual, difícil de reducir a leyes generales.

Sobre esta colectiva experiencia personal, que no es nueva ni única, hablando de otro exilio, diferente y similar en mucho a cada otro exilio, incluido el nuestro, Theodor Wiesengrund Adorno escribe en su “Minima Moralia”: “Cada intelectual en la emigración, sin excepción, está dañado y hace bien en reconocerlo, si no desea después ser cruelmente castigado por su propio respeto a sí mismo.”

No sé si tal generalización pueda aceptarse sin reservas. Sólo recordemos que la forzada última emigración alemana a partir de 1933 estuvo compuesta en una abrumadora mayoría por científicos, escritores, artistas y funcionarios políticos (algunos de los cuales, igual que en el caso chileno y otros, sólo con cierta dosis de generosidad se los podría incluir en la categoría de intelectuales).

Sin duda, migración y exilio han estropeado, a veces definitivamente, muchas existencias; del mismo modo que ha acolchado con fortuna y fama la de otros pocos. Con bastante frecuencia la vida en suelo ajeno está sombreada por oscuros sentimientos de desgajadura, pérdida, miedo, soledad y mutismo. La psicopatología del exiliado es rica en ofertas de todo tipo. Sobre eso rinde informe una amplia escritura testimonial y documental. Sin embargo, preciso sería agregar que tampoco el exilio escapa a la dialéctica del Eclesiastés; también en las dimensiones de lejanía y alteridad que él presupone se da un tiempo de nacer y otro de morir, un tiempo de buscar y de perder.

Nuestro exilio fue un lagrimón, una risotada, una herida, una mueca, un antifaz, un suicidio, un despelote y mucho aguante. Entre los exiliados se dieron convicciones de granito, mentiras para todo uso, condoros al por mayor, carriles desaforados, las más disparatadas cuentas de la lechera, todo eso mezclado con mucha poesía de amor y de la otra. Pero por sobre todo, con todo lo que él fue y no fue, no es exagerado suponer que nuestro exilio ha sido el mejor embajador que Chile ha tenido ante la comunidad civilizada de las naciones más disímiles, como nunca antes en la brevedad de sus doscientos años. Sólo así se entiende que la solidaridad de tantas y tantos y en tantos países con nuestra causa libertaria durante los largos diecisiete años del Capitanato, haya logrado ser una de las expresiones más prolongadas de combativa humanidad compartida del pasado siglo XX. Que esta brega no fue gratis, nos recuerdan Carlos Prats, Sofía Cuthbert,  Orlando Letelier, Ronnie Moffitt, Bernardo Leighton, Anita Fresno y muchos otros.

Neruda, al referirse a su propia práctica de exilio, comienza un poema de su “Canto General” con una afirmación rotunda: “Yo no sufrí”, dice; corrobora así una de las tantas diferencias físicas que existieron y existen entre el fatum del que se fue y el del que se quedó. Hay varias más. Creo que cualquiera ellas sean, ambas condiciones de vida, no se excluyen la una a la otra, pero sí se complementan. Por esto me atrevo a afirmar que el exilio es un aspecto insoslayable de nuestra historia, que debería ser tomado en cuenta si de veras se desea echarle un vistazo en profundidad a esta para asegurarnos –hasta donde ello sea posible– que ella no vuelva atrás. Por otra parte, no olvido que en la actualidad nacional el exilio chileno está muy lejos de ser un asunto de importancia ni siquiera relativa; como tantos otros que evocan pretéritos capítulos indeseados e indeseables; que muchos –probablemente una mayoría transversal– se empecinan en querer enterrar bajo una capa de tierra anodina, como suelen hacer los gatos con sus excreciones. Quizá, tales esfuerzos de desmemoria colectiva reflejen el Zeitgeist chileno actual, más atareado que nunca en evitar todo aquello que pueda perturbar la ensordecedora trivialidad con que este país –que yo insisto en llamar el mío–  deconstruye afanoso su frágil y difusa identidad, o lo que va quedando de ella.

Son cada vez más numerosas las instantáneas en blanco y negro que amarillean en nuestros álbumes mustios, que nos muestran sonrientes y con el puñito en alto, junto a jirones de un panfleto donde se deletrean aún las palabras “queridos compañeros”, con un clavel rojo aplastado entre las páginas, seco y sin olor. Aunque duela, no es ocioso recordar que el exilio fue además el laboratorio donde se engendraron creaturas como la eufónica Concertación de Partidos por la Democracia o la llamada Rebelión Popular, las que a poco andar terminaron devorando sin piedad a muchos de quienes las alimentaron con su fe e ilusiones.

No deja de ser una esperpéntica curiosidad escuchar hoy a muchos de los que ayer, allá afuera y aquí adentro, nos describían con pasión inigualada el color de la esperanza, hoy con su adiposidad a cuestas, en delicada imitatio Clodovechi, queman lo que ayer adoraron con la misma intransigente vehemencia con que hoy adoran lo que ayer quemaron.

Muchos, quizás demasiados, de nuestros líderes que ayer, desde su altura prometeica, avizoraban para nosotros la tierra prometida de la justicia y equidad de los hombres libres, hoy nos dicen con humor alopécico que el político con visiones debería ir al oculista o consultar un psiquiatra. Nuestros estrategas infalibles que ayer organizaban y capitaneaban el asalto al cielo, y exigían la transformación inmediata de los sueños en realidad, hoy se remiten a la semiótica del convertido invertebrado para demostrarnos que la Utopía es un lugar que no existe más que en las páginas literarias del Absurdo.

No son nuevas estas conversiones de Saulus en Paulus. Ya  en 1750 el suizo Jean Jacques Rousseau advertía en su “Discurso sobre las ciencias y las artes” que, tal como ahora, “los antiguos políticos hablaban de costumbres y de virtud; ahora los nuestros sólo hablan de comercio y de dinero”. Y en el mismo tiempo, Friedrich Hölderlin, el orate de Göttingen, oponía a esa metalización del desarrollo humano, la lucidez del poeta: “¡Venid! ¡Miremos los espacios abiertos y busquemos en ellos lo que no nos pertenece por lejano que esté!”.

Sí, resulta curioso escuchar en boca de muchos la mutación de la flama del verbo de ayer en la prédica de un abracadabra de hoy que ofrece transformarlo todo a condición de que no se cambie nada. Pero reconozcamos al menos que estos giros y volteretas son parte constitutiva de la lección (una para no olvidar), que nos enseña que muy a menudo las revoluciones (también las llamadas democráticas) son planeadas por utopistas, realizadas por héroes fanáticos y aprovechadas por sinvergüenzas. Estas acrobacias no son originales ni mucho menos una exclusividad nacional, sino apenas una deslucida epigonía de otras similares acaecidas en otros tiempos, en otros lugares.

Otro emigrante, de nombre Bertolt Brecht, en su perplejidad que le provocaban tales metamorfosis de nuestros pobres afanes, sueños y ambiciones se preguntaba hace más de setenta años:

“¿Qué es falso ahora en lo que decíamos ayer?

            ¿Algo o todo?

            ¿Con quién contamos aún?

            ¿Somos los que todavía quedamos,

            aquellos que el río de la vida arrojó a un lado? ¿Nos

quedaremos atrás,

sin entender a nadie y sin ser entendido por nadie?

¿Necesitamos suerte quizás?

Son tus preguntas. No esperes

otra respuesta más que la tuya.”

Es obvio repetir que estas acotaciones y divagaciones mías, no son más que las fugaces referencias personales de una larga práctica de exilio, en cuanto hechor y consumidor de literatura. Este ejercicio de ambas funciones termina proyectándose, nolens volens, de una u otra manera siempre insoslayable, en el tiempo cultural del país de origen y en el del asilo.

En ocasiones parecidas a esta de hoy, he repetido esa simpleza que dice que no existen literaturas inmunes a su tiempo ni a su lugar de nacencia. En sus andares por lo extraño encuentra el autor trashumante seducciones demasiado grandes, como para negarse a ellas. Por lo mismo, siempre se está produciendo un apareamiento entre lo propio y lo ajeno, consciente a veces, inconsciente las más, a pleno día o a hurtadillas, que nos deja embarazados de cosas nuevas, cosas que vamos dando a luz por ahí, en alguna esquina de lo que escribimos.

En algún momento, allá afuera, descubrimos que por entre el velo gris de esos sentimientos desgajados, no sólo podemos ver con más nitidez nuestro lugar de origen, sino vislumbrar otros insospechados horizontes, en nosotros y en la distancia. Cuando eso ocurre, se abren a nuestra literatura posibilidades inesperadas. Tal experiencia conforma el momento germinal de lo que podría llamarse una poética de la lejanía y la otredad: una fuente de la que se han nutrido y nacido no pocas obras esenciales de las letras mundiales. De esta manera, no puede sorprender que en cada una de las llamadas literaturas nacionales se perciba el claro aliento del exilio, llegando a ser a menudo determinante en su gestación y desarrollo. No existen las literaturas, y por ende tampoco las llamadas culturas nacionales, que hayan permanecido impermeables a la influencia de lo exiliar.

La lejanía que mencioné al comienzo y en la que se realizó mi ausencia, tiene un nombre: se llama Alemania y duró (con seguridad dura todavía) más de treinta y cinco años. En otros textos autorreferentes sobre el mismo tema, yo he dado cuenta del raro privilegio que me concedió mi tiempo, al permitirme iniciar mi exilio en un pequeño país alemán que ya no existe y continuarlo después ‒sin moverme un milímetro del lugar en que estaba parado‒ en otro país igualmente alemán, pero más grande y en mucho diferente. Como si una vez no fuese suficiente, mi exilio ha sido pues, dos, y hasta tres veces alemán. Algunos espíritus demasiado sensibles, tanto en Chile como en Alemania, han llegado a presumir que esta carambola tan rebuscada de la política internacional me ha arrojado de un exilio a otro. Es una presunción equivocada. No es improbable que un par de millones de alemanes provenientes de la fenecida República Democrática Alemana se sientan exiliados en la Alemania actual, pero sería erróneo incluirme entre ellos. Yo fui y me sigo sintiendo lo que soy, un exiliado chileno, incluso ahora aquí en Chile. Con ese título de viaje me basta y me sobra.

Se sobreentiende que mi larga relación con el alemán y los alemanes ha influido, en profundidad en mi literatura. Le debo a las letras, a la lengua y a las artes alemanas una parte sustancial e irrenunciable de mí mismo. Tengo allí amigos que me han dado mucho más de lo que yo puedo agradecer. Al mismo tiempo, indagar y convivir con la historia alemana de la primera mitad del siglo XX, ha sido una excursión atroz en las oscuridades de lo sub-humano, que yo he percibido (en el sentido de Schiller) como una advertencia ética extrema, una que en mi quehacer, intento transmitir con insistencia majadera. No lo hago por morbidez senil, sino porque reconozco temeroso que hay muchos aun –aquí, allá y acullá – que afirman con intención aleve o ingenuidad borrega que “es necesario dar vuelta la página de una vez por todas, y que no se puede vivir mirando el pasado”.

No conozco las estadísticas exactas de la creación literaria chilena en ese tiempo del que hablamos y que se llama exilio. Tampoco las de creación musical, plástica, teatral y las de investigación académica de todo tipo. Pero basta echar una mirada fugaz en los archivos y catálogos digitales de universidades y bibliotecas principales de latinoamericanística en Europa y en Noramérica para saber que no son cifras menores. Como se sabe, el libro que no se publica no existe. Este axioma determina que la mayoría de esos autores de exilio de nombre chico, entre los que me incluyo, materialmente casi no existen en este país; apenas son fantasmas que rondan por ahí al margen del reducido mundo de la literatura chilena actual, que en el mejor de los casos sólo se limita a intuir su presencia. A esto se agrega el evidente desinterés chileno por la lectura de libros y la creación artística: un síndrome que crece y se extiende metastásico por todo el cuerpo de nuestra posmodernidad, y que vuelve a plantear la pregunta por el incierto destino chileno de su cultura y su palabra escrita.

 

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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