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Gonzalo Justiniano, revisa su filmografía: «Este mundo es una mierda, este país es una mierda, pero si en algo puedo ayudar, tal vez será un poco mejor’

El cine realista de tres décadas es la marca registrada del cineasta, con clásicos como «Caluga o menta»o «Amnesia». Respecto a esta última cinta, el realizador cuenta que incluso lo llamó un alto funcionario de la época, cuando Edmundo Pérez Yoma era Ministro de Defensa, para decirle que no se estrenara. «La película no aportaba a la unidad de la patria y planteaba el tema cívico-militar, que era muy delicado», le dijeron. Justiniano lo mandó a la punta del cerro, y luego ganó en La Habana y Berlín. Ese filme lo consolidó.


Un retrato sobre el Chile real ha hecho en sus diez películas el director Gonzalo Justiniano (Santiago, 1955), que estrena este jueves «Cabros de mierda», una ficción que cuenta la historia de amor entre una joven y un gringo misionero que llega a la población La Victoria a comienzos de los 80, en plena época de las protestas contra la dictadura militar.

En esta cinta, Justiniano incluye imágenes que él mismo fue a filmar a ese emblemático barrio del sector sur de la capital en 1983, contratado por la televisión francesa, para su documental «La Victoria» (1984). Tras volver a ver el material en el Museo de la Memoria, junto a pobladores de la época, decidió hacer una historia con eso, entre otros para enfrentar a los agoreros de que «el pasado hay que dejarlo atrás».

«Eso era parte de mi vida, era un universo entero. Quise recordar parte de mi vida en un determinado contexto histórico», comenta.

La cinta rinde un homenaje al mundo poblacional que con su resistencia ayudó a terminar con el régimen de Augusto Pinochet, y que pocas veces ha sido retratado en el cine local, con un especial hincapié en las mujeres, aquellas que debieron organizarse en ollas comunes mientras sus maridos estaban en la cárcel, muertos o en depresión en medio de la grave crisis económica, de mano de Gladys, la carismática protagonista interpretada por Nathalia Aragonese.

«Cabros de mierda» es un reflejo del amor que Justiniano siente por la «forma de ser popular», como la música y el fútbol, y cómo se divierte con sus códigos que tan bien condensa Nicanor Parra.

Esta obra se enmarca dentro del multipremiado cine realista de tres décadas que es la marca registrada del cineasta,  con clásicos como «Caluga o menta», «Amnesia» o «B-Happy». Todos retratos del Chile real, con sus personajes llenos del típico humor chileno, de carne y hueso, e historias que hablan de los dolores de nuestro país: la violencia política, el abuso sexual o el abandono de los jóvenes por parte del Estado, interpretados por actores tan diversos como Marcela Osorio, Julio Jung, Juan Pablo Sáez, Coco Legrand o Manuela Martelli.

«Mi cine rescata distintos momentos de mi vida, a partir de vivencias y personajes que he conocido», resume el cineasta, que a pesar de sumergirse en la tragedia nunca deja de lado el humor al momento de explorar la identidad nacional.

La UP y el exilio

Justiniano se crió en el seno de una familia de clase media DC de la comuna de Providencia, en una familia de cinco hijos. Su padre, con estudios de Derecho, trabajó en una clínica y luego el Indap, mientras su madre murió tempranamente, cuando él tenía 13 años, un hecho que lo marcó para siempre.

Estudió en el colegio Saint George en la época del proyecto educativo que retrata la película «Machuca», con estudiantes que trabajaban en el huerto de la escuela y la inclusión de niños de población. Simpatizó con la UP durante su adolescencia y conoció mediante el trabajo la realidad en fábricas y asentamientos como Polpaico y Cemento Melón.

Nunca militó formalmente, en un curso donde tuvo a ilustres compañeros de curso como Luis Larraín, Patricio Melero, Ignacio Walker y Andrés Allamand. Le aburrían las reuniones políticas. Lo suyo era el deporte (el fútbol y el tenis), pero especialmente el arte: la música, la literatura. Y el cine, claro: se iba al centro y visitaba asiduamente las funciones rotativas. Recuerda películas que lo marcaron como «El conformista» (1970), de Bernardo Bertolucci.

Fue parte de los que se ilusionaron con el socialismo a la chilena y que ingenuamente pensaron que el golpe del 11 de septiembre de 1973 lo podrían resistir tomándose el colegio. Pronto llegó el duro choque con la realidad: toque de queda y una represión brutal.

El ambiente se tornó asfixiante: varias veces sufrió detenciones a manos de los militares, simplemente por su aspecto, como le sucedía a aquellos jóvenes que usaban barba o pelo largo, como esa vez que llegó en tren desde la costa en la Estación Mapocho y los soldados controlaron a todos los pasajeros. Él llamó la atención de un oficial que le pegó por un libro que leía, «Un mundo feliz». Zafó al decir que era una novela erótica. Hasta leer era sospechoso.

En otro episodio, en un estadio para un campeonato de atletismo, no se quiso parar cuando a la llegada del general Gustavo Leigh la gente se puso de pie para cantar el himno nacional. Lo golpearon de atrás para obligarlo a ponerse de pie y cantar, una escena que le recordaba las películas que retrataban el fascismo italiano. Incluso vivió el allanamiento de su colegio.

«Era un país asfixiante para gente joven, sobre todo para aquellos que habíamos tenido otro sueño. Lo peor de la sociedad chilena, lo que yo más repudiaba, los arribistas, los que trataban de ‘rotos’ a otros», se tomó el poder. «Fue una represión a toda aquella forma de vida que el stablishment no controlara: los homosexuales, los hippies. Era repugnante».

Tras egresar en 1973, quiso estudiar educación «para ayudar a crear el hombre nuevo», pero no pudo. Se inscribió primero en Agronomía, con la idea de irse a vivir al campo, y luego en Psicología, ambos en la Universidad Católica, donde tomó algunos cursos de cine. En esa época empezó a trabajar en una productora de cine.

También ayudó en algunas labores clandestinas, como la ayuda a los perseguidos al alero de algunos religiosos. Cuando algunos militantes fueron secuestrados por la DINA, tras el rapto y tortura en 1975 de la médica británica Sheila Cassidy, le aconsejaron irse del país y en 1976, con 20 años, se marchó, primero a Londres y luego a París, donde vivían algunos amigos suyos. Allí estudió cine, primero en la Universidad de París VIII (Vincennes) y luego en la Escuela de Cine Louis Lumière. Se mantuvo trabajando con labores ocasionales o de temporada en Suecia o Estados Unidos: repartiendo diarios, pescando o en un McDonald’s.

«Cuando decidí estudiar cine era voluntarista, quería aportar al mundo», dice. Su lema era sumar, cooperar.

Justiniano en su época parisina.

De vuelta a Chile

En 1983 le ofrecieron volver a filmar la resistencia a la dictadura en La Victoria, de mano de los sacerdotes galos André Jarlan y Pierre Dubois. El asesinato del primero y un encuentro con agentes de la CNI, que lo amenazaron de muerte y le robaron parte del material que había filmado, lo hicieron salir nuevamente. Pero cual mono porfiado volvería para filmar su primera cinta de ficción, «Los hijos de la guerra fría» (1985).

«La aventura estaba acá, la sangre tiraba», cuenta hoy. «¿Por qué iba a luchar en Europa? ¿Por tener un mejor televisor?».

Esa cinta cuenta la historia de Gaspar, un empleado público, su amor con Rebeca, a mediados de los 80, «una mirada crítica hacia la complicidad de la clase media con la moralidad de la dictadura, retratando a la burguesía de la época», según escribe Mónica Villarroel en su «Diccionario del Cine Iberoamericano». Tuvo varios premios: obtuvo el premio Opera Prima en Biarritz, el Forum Award Festival Internacional de Cine de Berlín y el premio al mejor director del Festival de Cine de Cartagena.

En 1988, el año que volvió definitivamente, presentó «Sussi», que obtuvo un gran éxito de público, y que cuenta la historia de la protagonista homónima (la jovencísima Marcela Osorio), que llega de provincia a Santiago en busca de una vida mejor.

Luego fue el turno de «Caluga o menta» (1990), sobre los jóvenes desencantados de principios de los 90, que incluye un diálogo de antología, entre otros con el legendario Aldo Parodi, y cuya existencia se repetía en otras partes del mundo en aquel momento, lo que explica su recepción en Europa, por ejemplo.

Pasarían cuatro años antes de su premiada cinta «Amnesia», donde en plena Transición hablaba de los asesinatos de opositores políticos a manos de los militares.

Esa película fue rechazada por el stablishment concertacionista de la época, por el miedo que aún causaba Pinochet, que seguía como comandante en jefe.

Incluso lo llamó un alto funcionario de la época, cuando Edmundo Pérez Yoma eran Ministro de Defensa, para decirle que no se estrenara. «La película no aportaba a la unidad de la patria y planteaba el tema cívico-militar, que era muy delicado», le dijeron.

Justiniano lo mandó a la punta del cerro, y luego ganó en La Habana y Berlín. Ese filme lo consolidó.

«Creo que (el gobierno de la época) tenía más miedo del que debía tener, porque Pinochet no tenía el poder para dar otro golpe», reflexiona hoy.

Seguirían «Tuve un sueño contigo» (1999), «El Leyton: Hasta que la muerte nos separe» (2002), «B-Happy» (2003), «Lokas» (2008) y la coproducción mexicana «¿Alguien ha visto a Lupita?» (2011). Aunque haya querido poder elaborar más una que otra, en general está contento con su obra.

«Con mi cine he querido transmitir un poco a través de la emoción, como la música, que te puede hacer reír o llorar. Intentar relatar a partir de un momento que te provoca sensaciones», concluye. «Como dice la protagonista de ‘Cabros de mierda’, ‘este mundo es una mierda, este país es una mierda, pero si en algo puedo ayudar, tal vez será un poco mejor'».

 

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