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Mirando la pared y escuchando la muralla (II) CULTURA

Mirando la pared y escuchando la muralla (II)

La siguiente es la segunda parte de una columna del intelectual, dramaturgo y escritor Omar Saavedra que reflexiona en torno al grafiti y al arte urbano.


La casquivana integridad de no pocos políticos y prohombres de estados latinoamericanos ha jugado y sigue jugando un papel protagónico en este proceso de descomposición. Sus nombres son legión. “Políticos honrados son elementos asociales”, informa la muralla. Ciertamente tal información es válida no sólo en América Latina. Verbi gratia: nadie conoce las dimensiones exactas de la zona gris (más bien negra) que existe entre el elegante negocio bancario y el lavado de dinero mugroso proveniente del narcotráfico. Sólo existe la certeza empírica de que ningún banco que se tome en serio, va a cerrar los ojos ante el faszinozum tremendum de un negocio que mueve no menos de quinientos mil millones de dólares al año. Esto puede explicar que el discurso y la acción política se limiten, por lo general y en el mejor de los casos, a remover un poco la mierda que flota en el océano del narcotráfico, sin tocar la del fondo, que es la que más pesa.  Pos ahorita nomás ahí se entiende lo que suspira una muralla en Sinaloa: “La pinche moral está por los suelos… ¡Písala!”

No es sorprendente entonces que en el continente de lo real-maravilloso, el grafiti concentre su ataque permanente y principal contra este babilónico estado de cosas.  Registra al mismo tiempo una implacable observación autocrítica  de su propia impotencia para cambiarlo. Reparte, por lo tanto, su ira por partes iguales entre víctimas y victimarios, sin descuidar ni un aspecto de la vida social y privada. Y no permite que su fastidio ante la política real-existente se marchite en la afasia de la apatía.

El grafiti clava, indefectiblemente, cada proceso electorero, cada decisión gubernamental, cada debate parlamentario en la picota pública de su palabra. De este modo, en las paredes latinoamericanas, durante los cansinos tiempos eleccionarios que se repiten sin tregua y sin grandes sorpresas, en las paredes tiene lugar una catarsis particular que al menos sirve para una transitoria desintoxicación de las almas de los electores, tan envenenadas por las desilusiones crónicas de las democracias contrahechas. Las inscripciones murales se extienden como un reguero de pólvora por todo el continente. Es difícil precisar el origen geográfico exacto de cada una de ellas. En esta peregrinación se van generando numerosas variaciones sobre temas comunes, adaptadas cada vez a las particularidades regionales. Así pues, mientras la pared en Perú propone “Las putas a la legislación, los parlamentarios a la prostitución”, en Quito la misma pared exhorta “Las putas al poder, sus hijos fracasaron”.

El grafiti latinoamericano es la rebelión de los desdentados. De los que no muerden, pero se esfuerzan en ladrar un poco. Ya no transporta ningún llamado a tomar el cielo por asalto, como en aquellos prístinos tiempos en que las utopías aún podían caminar. Lo que resta de aquel tiempo es una descascarada pátina de nostalgia.  Por eso es que aún se puede leer de vez en cuandoAtención, última llamada… Proletarios de todos los países, uníos” o “¡El Che vive! … ¡Como adrenalina en nosotros!”. Esto último no es tan cierto. También el comandante inolvidable vegeta ahora desmemoriado y sin rumbo en camisetas descoloridas, y la masa de ganapanes tiene hoy preocupaciones mucho más urgentes que esa de andar pensando en revoluciones.  A pesar de todo,  la pared insiste:No mate sus ideales. Son una especie en extinción”.

Que el grafiti continúa siendo una pedrada en el ojo  de los próceres de la civilidad urbana, también en nuestro país, lo demuestra la reciente seguidilla declaraciones del señor presidente y las de su primo, el señor ministro del interior. Según su criterio policial y de orden, los sprayers se encuentran en el lado oscuro de la sociedad y como tal deben ser tratados. Sus proposiciones de combatirlos con “mucho mayor rigor, eficacia y con penas más severas” son en modo alguno originales. Ellas se limitan a reflejar las recetas de la muy alabada ZeroTolerance Policy con que Rudolph Giuliani, el ultra republicano alcalde con guante de hierro de la Nueva York de la primera década deste siglo, se ganó su fama de hombre duro. Dirty Rudy para algunos,  Eliot Ness para otros. Nomás que de los que Giuliani puso en la mira punitiva de su magnum judicial no eran sicópatas seriales ni los mafia de Al Capone, sino, en su gran mayoría, grafiteros volando bajo, borrachines bebiendo en la calle o evasores que se saltaban los torniquetes del metro. Como esperado, más del 70% destos eran negros. No hay dudas que este populismo penal  es una fuente de considerables réditos políticos de quienes lo predican desde las galerías diestras y siniestras. Gracias a este verbalismo pistolero el ex candidato presidencial de la ultraderecha chilena, en la última elección se acercó al 10% de la preferencia ciudadana. Este resultado determinó la “kastificación” del tono de las diatribas “justicieras” de la actual administración de gobierno, la que en el último tiempo ha aumentado en decibeles y temperatura. En lugar de políticas racionales para enfrentar un problema social endémico, el presidente y su ministro hablan de “guerra contra la delincuencia”, simplemente para que todos entiendan de qué se trata. Sin ningún arrequive semántico el señor ministro del interior anuncia el endurecimiento de las penas contra delincuentes adolescentes. En presta imitación de su cofrade Mauricio Macri que, allende la cordillera, recibió en la Casa Rosada a Luis Chocobar (el policía que boleteó con dos tiros en la espalda a un delincuente que huía) nuestro señor  presidente también se apresura a defender y alabar el gatillo rápido de un carabinero, que en un confuso procedimiento de control de tránsito, disparó en contra de un chofer de taxi semilegal, mucho antes de que la justicia se abocara siquiera a dilucidar el hecho. Menester es reconocer que el llamado a esta campaña de higiene pública es recibido con fervor y aplauso por un sector, acaso minoritario pero importante, de la población. Según informan los llamados medios de comunicación, ha aumentado la venta de armas y los entrenamientos de tiro. Para no pocos bravos ciudadanos ejemplares, la justicia de Lynch es sólo una otra forma de practicar la tolerancia cero. Este punitivismo populachero distiende, además, de manera tan sibilina como inequívoca, el anclaje de contención de la potestad policial para el despliegue de su monopolio de la violencia.

Curiosamente, la respuesta de los grafiteros a toda esta admonitoria verba prebostal y a esta malquerencia de la autoridad, no es el gesto ofendido, pero tampoco el deseo de corregirse. Ante los gentiles métodos usados por las fuerzas especiales en sus operaciones de mantención del orden público durante demostraciones de estudiantes y escolares, la pared mexicana recomienda con servicial bonhomía “Maestro, ayude a su policía: torture a un niño”. Pero ya en la esquina siguiente de una calle quiteña llaman a participar en concursos de peor suerte: “Mate un policía y gánese un yoyó”. En los muros de cuarteles policiales de Lima el grafiti pregunta con toda ingenuidad:¿Si el mundo es redondo, por qué tu cabeza es cuadrada?”. Y se advierte a los desprevenidos: “Cuidado, la policía está armada y anda suelta”.  Como otra variación sobre lo mismo, en Argentina proponían hace unos años: “A los milicos habría que levantarles un monumento, pero encima”. Una sugerencia sin duda atractiva, también en estos lares, y cuya realización con seguridad costaría algo menos que el 10% anual de las ventas de cobre.

Por su parte, la poderosa y todavía muy influyente iglesia católica latinoamericana, visiblemente recuperada de la enfadosa teología de la liberación y a pesar de los liosos enredos de sus consagrados con infantes, púberes y donceles, también debe soportar el puyazo de la pared. Las tournées pastorales del Ioannis Paulus II en el pasado siglo XX fueron precedidas por doquier con un conocido anuncio que todavía se puede leer en la muralla china de la memoria latinoamericana: “El Papa viene. Lo trae la Coca-Cola”. Y también los pastores militantes de la creciente iglesia evangélica (ahora con bancada parlamentaria también en Chile) no podrán evitar que un atroz repeluzno los recorra de pies a cabeza  cuando se enteran de los horrísonos sacrilegios con que la pared despotrica en contra del Altísimo y su Hijo: “Cristo es el camino, Marx el atajo”. O: “¿Por qué son Cristo y la Iglesia tan diferentes?”. O: “Todos somos el chicle de Dios, pegados en el zapato del diablo”. La inaudita lata de spray  que osa suponer y afirmar en el muro trasero de una parroquia de la Villa El Salvador en Lima que “Dios te ama pero no se le para”, sólo puede ser movida por el Malo. Quizá sea cierto, porque tratándose de Dios la pared puede hablar horas largas, al Diablo en cambio lo deja, por lo general, en paz. Que los anatemas pastorales logren silenciar al grafiti, es más que improbable. A fin de cuentas, recuerda algún chusco indomable, también Cristo fue un grafitero. Uno oral, claro.

No sorprende que los bofetones del grafiti alcancen también a otros cómplices del sistema que suelen actuar desde sus nichos en la radio, la televisión o el periódico. Escribas yanaconas y mesnaderos de opinión al servicio del poder y los poderosos han existido siempre. “Periodista, sácale el condón a tu pluma, escribe la verdad“, les exige el grafiti. Y agrega: “Los hechos no se pueden cambiar, pero sí tergiversarlos”. Así las cosas, es comprensible que muchos sigan recurriendo a la pared para decir lo que piensan: “Este es el único medio realmente público”, se lee en un paradero de buses caraqueño. La alternativa: “Si la prensa es canalla, que hable la muralla”.

Los moralistas municipales afirman que la pared es papel del lumpen. Es posible que tal rudeza no peque de originalidad, pero en un punto tiene razón: en toda pared se puede escribir. Qué es lo que se escribe y cómo se escribe, es lo que enfurece a los ediles de las urbes latinoamericanas.  Bien saben los enemigos del grafiti que la lucha en su contra no se puede ganar. Blanquearlos con albayalde en el día es apenas una torpe invitación a multiplicarlos por la noche. Porque el grafiti sabe que “Paredes blancas son mentes vacías”. Una posible solución sería batirlo con sus propias armas. Como suelen hacerlo entre sí los colectivos grafiteros cuando se trata de marcar un o defender un territorio. ¿Pero cómo debería verse un grafiti-antigrafiti que no fuera grafiti? ¡Vana aporía!

Sin embargo,  no son la queja y la burla sobre las miserables deficiencias de este mundo y del cielo los únicos temas que mueven y conmueven la mano del grafitero.  Una y otra vez se dejan arrastrar por razones más hermosas, por motivos más sublimes. Cuando eso sucede, cuando el viejo milagro del asombro poético vuelve a ocurrir, entonces la mano que habla debe hurgar más profundo en la palabra. Su voz se hace queda cuando pregunta desde un muro a orillas del mar caribe:¿Quién gritó cuando nació el azul?”. Y no termina de asombrarse en medio de la noche ilegal de los suburbios bonaerenses: “Aún existe el silencio”. Percibe el aliento de su ciudad materna y anota: “El viento trae el aullido de una rata”. Los enamorados por su lado, hacen de la pared lo que siempre ha sido desde sus comienzos: poderosa trompeta que proclama el amor feliz o desgraciado. Pues todo el mundo debe saberlo: “Tu abrazo: una telaraña llena de luz” o “Voy a llorar, voy a ladrar, pero nunca, nunca más volveré a hablarte”. Y él susurra: “Espera por mí, desnuda entre los escorpiones”. Y ella responde: “Allí estaré, con tu veneno en mi sangre”.

Quizás algún día, cuando (no sólo en América Latina) el grafiti devenga en poesía, será mucho más peligroso de lo que hoy podemos imaginar. Puede ocurrir entonces que un día, un ejército de soñadores se decida a responder la pregunta “¿Por qué no damos entre todos una patada a esta enorme burbuja gris?” con la osadía terrible de la práctica.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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