Publicidad
Licorice pizza, soñar no es gratis CULTURA|OPINIÓN

Licorice pizza, soñar no es gratis

El talento, el trabajo y el oficio ya existen, pero las visiones de les cineastas han estado siempre comprometidas por las restricciones presupuestarias y el trabajo de sus técnico/as y creadores ha subvencionado la falta de apoyos. Con este nuevo gobierno y liderazgos aparece por fin una esperanza. Es hora de que el Fondo Audiovisual equipare los montos entregados al costo de los largometrajes chilenos. Llegó el tiempo que el Estado invierta realmente en el relato cinematográfico de nuestro país.


Es temporada de Oscar y las salas vuelven a estar llenas. El público sale extasiado tras ver «Licorice Pizza», la última película del aclamado Paul Thomas Anderson. Hay un ambiente de festividad y los grupos de fans se sacan fotos con el afiche antes de salir hacia la avenida. Yo me quedo parada sintiendo amor y envidia. ¿Por qué tiene que ser tan difícil hacer cine en Chile?

Filmar en 35mm es una proeza que los críticos de cine alabarían, los lentes anamorficos que explotan en destellos horizontales, los suaves movimientos de la cámara mientras Alana Heim corre al ritmo de «Life on Mars». La impecable dirección de vestuario y la iluminación setentera estallando en colores.

Quizás es tan difícil porque hacer cine es caro. Filmar en 35 mm es caro. Tener un equipo de más de cien personas trabajando por seis semanas durante diez horas al día, es caro. Alimentar a ese equipo todo el día y trasladarlo a sus casas al finalizar la jornada, sí, es caro.

Hacer cine es una máquina de gastar dinero. La industria estadounidense lo sabe pero no le importa, porque es su máquina de hacer sueños y exportar su relato cultural. Nuestro sueños cinematográficos como chilenos apenas logran existir. Los reclamos de Marcela Said, Patricio Escala y tanto cineastas más siguen siendo un eco en una sala vacía. Una sala sin financiamiento, sin decorado, que aún así los trabajadores del cine han sabido poblar a pesar del Estado.

Eso bien lo saben ahora en el Ministerio de las Culturas, que acaba de publicar el Estudio de Costos de la Industria Audiovisual, centrado en largometrajes chilenos. En un cuadro comparativo el estudio liderado por el Observatorio de Políticas Culturales (OPC) indica que una película de ficción chilena en su producción (es decir sin contar el desarrollo del guión ni la distribución) cuesta en promedio 427 millones de pesos. Eso es mucho dinero podrían pensar. No es tanto la verdad. Mucho menos que el presupuesto de Paul Thomas Anderson, que para «Licorice Pizza» invirtió más de 32 mil millones de pesos (40 millones de dólares).

No hay punto de comparación pero se pone peor. Si bien el estudio del OPC indica que las películas chilenas cuestan 427 millones de pesos, el monto entregado para financiar un largometraje de ficción por el Fondo de Fomento Audiovisual es de tan solo 175 millones. Pero cómo, ¿quién paga el monto que falta? Los trabajadores y la visión de sus creadores.

Las películas chilenas no tienen de banda sonora a David Bowie. Más bien se las ingenian para hacer covers de canciones antiguas para que salgan más baratos los derechos de autor. No tienen grandes movimientos de cámara porque el grip es muy caro así que mejor usar trípode y cámara fija o en mano. No filman en 35mm y menos aún en 70mm si no que con cámaras digitales, uno que otro lente anamórfico si el rental les ayuda. No tienen equipos de cien personas sino de treinta con suerte. Pero aún así, y no importa cuánto les productores se las ingenien, las películas cuestan 427 millones de pesos en promedio. Porque el trabajo del equipo, la bencina, la comida, esos hay que pagarlos siempre, no importa cuánto se restrinjan las visiones de la dirección. Algunos como Roberto Doveris, de Proyecto Fantasma, no quieren esperar y filman en su propio departamento con amigos. Otras se aburren que el Estado no invierta en sus proyectos y simplemente cambian de rumbo, sobre todo las mujeres.

¿Se imaginan cómo se verían nuestras películas con el presupuesto de «Licorice Pizza»? ¿A donde podrían llegar les cineastas del país si no tuvieran que esperar cuatro años de espera para ser uno de los siete largometrajes elegidos para recibir esos escasos, pero preciados, 175 millones de pesos? ¿si pudieran ejecutar sus visiones sin un productor que les diga todo el tiempo “no hay plata, corta esa escena”?

El talento, el trabajo y el oficio ya existen, pero las visiones de les cineastas han estado siempre comprometidas por las restricciones presupuestarias y el trabajo de sus técnico/as y creadores ha subvencionado la falta de apoyos. Con este nuevo gobierno y liderazgos aparece por fin una esperanza. Es hora de que el Fondo Audiovisual equipare los montos entregados al costo de los largometrajes chilenos. Llegó el tiempo que el Estado invierta realmente en el relato cinematográfico de nuestro país.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias