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Chile sin masa madre Opinión

Chile sin masa madre

Marta Lagos
Por : Marta Lagos Encuestadora, directora de Latinobarómetro y de MORI Chile.
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Estamos nosotros solos frente a frente, sin posibilidades de maquillaje alguno, desnudos con nuestra realidad, que aún muchos no quieren reconocer enteramente. Quizás la pandemia nos fuerce todavía un poco más, hasta que nos inclinemos con humildad y empecemos a tejer, a fermentar una nueva sociedad con nuevas ligaduras, entonces, habremos vencido. Este pueblo es más fuerte de lo que se le cree y es mucho más inteligente de lo que se denuesta en los medios de comunicación y por las autoridades. Sabe subsistir a pesar de todo, tiene flexibilidad para reinventarse todos los días, y tiene la tenacidad para no darse por vencido. El problema no es el pueblo, el problema son los que creen que son la solución.


¿Saben que para hacer pan con masa madre hay que primero producir la harina fermentada a partir de harina y agua? Esto, en un largo y lento proceso de renovar y refrescar la fermentación, hasta que esté lista para hacer la masa del pan y hornearlo.

Las sociedades son parecidas. Para que existan y tengan vínculos, ligaduras y puedan producir resultados, es necesario en un largo proceso de formación renovar y refrescar los elementos que componen el tejido social, la interacción entre las personas. La fermentación es la ligadura misma. La manera como interactúa una persona con otra determina la fortaleza del tejido social, de las ligaduras. Ello requiere de conducción, líderes, legitimidad, transparencia, respeto, formación de confianza y congruencia entre los dichos y los hechos. En la base, las sociedades formadas por naciones, el tejido social esta constituido por su historia, sus valores, su pasado común. Es sobre la base de ese pasado –ese patrimonio de ligaduras– que se visualiza el futuro. En la anomia ese pasado se ignora, se niega, se destruye.

La historia de la recuperación de la democracia chilena, con una sociedad de masas con voto universal, lleva a la expectativa, a la demanda del desmantelamiento de las desigualdades desde su inicio. Primero se recuperan las libertades políticas, luego se instala en el discurso, al menos, la igualdad de acceso a los derechos. Con un cierto sentido de culpa, las obligaciones del pueblo nunca integran totalmente el discurso democrático. Se trató de una transición donde se enfatizaban los derechos, mucho más que obligaciones.

Se instalan así “recompensas informales” mientras se esperaba que se desmantelaran las desigualdades. Esto lo llamamos “fraude social”. Estas son hábitos, costumbres, prácticas, que se instalan permisivamente sin que existan políticas públicas o discursos que las fustiguen. Desde lo privado, como “comer comida en un supermercado”, a lo público al “declararse enfermo para no ir a trabajar”, “usar subsidio que no le corresponde”, “no pagar el IVA”, “ no pagar el transporte público” y, últimamente, “prestar boletas a otros para pagar menos impuesto». Son pequeñas prácticas corruptas instaladas, toleradas o, bien, de un Estado incapaz de erradicarlas.

[cita tipo=»destaque»]Este fracaso en enfrentar la pandemia es mucho más que un fracaso político del Gobierno de turno (que lo es),  también es una crisis que desnudó todos los fracasos escondidos y silenciosos. Un país que no encuentra el liderazgo para fermentar el tejido social y construir ligaduras necesarias para contener la pandemia, no le sirven el éxito económico pasado, la formación de clase media, el orden macroeconómico, la tradición de nuestras instituciones, todos son bastante inútiles en este momento. El Gobierno ha tenido durante el estallido social y esta pandemia no una, sino decenas de oportunidades de cambiar el país y salir adelante por arriba. Hasta el momento las ha desperdiciado todas. Es cosa de voluntad política, de visión de futuro y de liderazgo.[/cita]

Ese es el estado en que se encontraba la sociedad chilena al inicio de las protestas de 2019, llamado el “18/0”. Una sociedad “a la espera” del desmantelamiento de las desigualdades, una donde llegaron las garantías políticas pero  nunca las garantías sociales: trabajo, vivienda, salud, educación. Una donde el pueblo espera derechos (70%), pero no esta tan dispuesta a cumplir obligaciones ( 30%).

En términos políticos esto se traduce en una crisis de representación, el declive del sistema de partidos que se atomiza, la baja participación electoral y aumenta el desprecio de la política, de los que tienen cualquier tipo de poder.

La pandemia pilla a Chile en la mitad del proceso de ponerse al día con las desigualdades, demandando su desmantelamiento con una protesta completamente inelástica que se venía formando durante al menos dos décadas. Solo algo tan potente como una pandemia podía suspender abruptamente la protesta social.

El estado de la sociedad chilena en este punto no es promisorio, al interrumpirse la protesta y comenzar la pandemia. Chile tiene una de las tasas más altas de desconfianza interpersonal, donde solo cerca del 14% de la población confía en el otro. El resto “desconfía”, es decir, el 86%. O sea, no tenemos la base para producir masa madre, nada puede fermentar en esa desconfianza, las ligaduras no logran afirmarse, no podemos ni siquiera hacer la masa para hornear el pan.

Es en 1996 cuando cae la confianza en las instituciones de la democracia en Chile de cerca de 60% a cerca de 20%: partidos políticos, Parlamento, sistema judicial, Gobierno. Desde entonces que ha permanecido bajo veinte puntos porcentuales. Las caídas producidas desde entonces la han llevado a mínimos de hasta 4% para los partidos políticos en momentos del tiempo. América Latina es la región del mundo más desconfiada de la Tierra, si usamos los datos de Globalbarómetro, y Chile es uno de los países donde hay más desconfianza en toda la región.

¿Cómo sucede esto? Los lazos, las ligaduras, la fermentación necesaria para tener masa madre de la sociedad chilena, comenzaron a estropearse casi paralelo con su “éxito” económico, en la medida que se transita hacia un individualismo producido por el “aperamiento” de bienes materiales, el período materialista como lo describe Inglehart, sólidamente refrendado por los datos del Estudio Mundial de Valores 1990 – 2018. El mayor cambio valórico se produce en dos momentos: al inicio de la transición en 1990-1996, produciendo la ola de individualismo; y luego en 2018, mostrando una apertura de la sociedad chilena en el sentido de Popper, camino a una sociedad abierta.

Son veinte años de espera entre el aplauso de la llegada de las libertades 1990 -1995 y el destape que produce el cansancio de la espera en la llegada de las garantías sociales 2012 -2018. No es coincidencia que esto sea simultáneo con la “instalación” del voto voluntario, un “cambio” que no produjo “cambio”, sino que profundizó la crisis, precipitando la demanda social. Una confirmación que las reformas políticas eran irrelevantes para el pueblo, no estaban pensadas para aumentar el bien común, sino pensadas en las conveniencias de los que mandaban. No en vano existe tanta desconfianza por el proceso constituyente respecto a que no se vaya a transformar en otro evento que favorezca el poder de “algunos”, en vez del bien común.

En términos del desarrollo de las relaciones interpersonales en la sociedad, entre 1996 y 2018 se consolidó el individualismo como manera de interacción en la sociedad chilena, rompiendo las ligaduras, estropeando la formación de una masa madre. Eso es lo que la lleva a la revuelta social de 2019 con altísimos grados de anomia. Esos anómicos que hacen fiestas durante el toque de queda y la cuarentena viven su propia realidad, no la del país. No tienen vínculo alguno con la República, las leyes, la patria y, menos, por supuesto, con lo que pueda instruirse a través de los medios de comunicación.

Al mismo tiempo, el crecimiento económico trae consigo cambios profundos como la baja en la tasa de fertilidad, se atomiza la familia, cambia la naturaleza de las redes familiares, donde las personas empiezan a quedar solas sin “colchones de apoyo” familiar extenso. (Chile se destaca como un país donde hay más ciudadanos que sufren “soledad” en el Estudio Mundial de Valores). Estos colchones de apoyo son los que habían permitido la subsistencia de los pobres en las sociedades latinoamericanas, con un fuerte sentido de comunidad, de pertenencia, con la formación de un “demos”. Eso era una sociedad fermentada, con una masa madre lista para producir resultados. Eso es lo que el individualismo ha roto, el “demos”, lo colectivo. Esto dejó a la sociedad “sin fermentación”, incapacitada para producir resultados.

Mientras Chile crecía y todos tenían más, solo al final del mandato de Patricio Aylwin se reportaba en las encuestas que un 25% de la población decía que estaba mejor económicamente que al inicio del Gobierno, en esa misma medida se deshacía el tejido social. Esa es la base del problema que enfrentamos, una sociedad donde no tenemos cómo comunicarnos con ese 86% que no cree en el “otro”. Perdimos la conexión. Ninguna amenaza , ni cantidad de años de cárcel pueden restituir esa conexión, esa pérdida de “demos”. Ninguna multa por no pagar el boleto del bus, puede cambiar el comportamiento de la sociedad que necesita cambiar los términos de la interacción entre las personas. No es la sanción, sino la calidad de la relación entre las personas lo que tiene que cambiar. No hay suficientes policías que puedan patrullar las calles para hacer cambiar el comportamiento. Eso solo refuerza la convicción de que está roto el tejido social.

Hoy Chile es un conjunto de redes interpersonales donde reina hacia afuera la más profunda desconfianza. Por ende, para comunicarse con la población no basta con dar instrucciones generales ni repetirlas al cansancio, hay que entregar mensajes a cada red a través de cada “ente” comunicador al interior de esa red. Los referentes creíbles de cada red es lo que hay que encontrar para comunicarse.

Las discusiones sobre la pandemia han sido económicas, sin antropólogos, sociólogos, cientistas políticos… pensaron que era cosa de sacar un instructivo y “listo”. No contaron con la idea que tenían que convencer a seres humanos en una sociedad fracturada, sin ligaduras. Como dice Pascal, hay dos maneras en que el hombre cambia de parecer, por el convencimiento o por las convicciones. La visión monocausal de las cosas, ha llevado a exacerbar la economía al punto de creer que con dinero se puede volver a “pegar” la sociedad. Que la economía es la base de todo. Verán cómo no lo es, cuando entreguen el Ingreso Familiar de Emergencia.

La sociedad también esta compuesta por instituciones que deben cumplir un rol de “pegamento” de las ligaduras sociales, como son los medios de comunicación. Los medios lamentablemente no han cumplido el rol de reflejar la sociedad en que vivimos, porque están muy preocupados de los intereses políticos del establishment, olvidando demasiadas veces reflejar la bruta realidad. Hay una censura de lo “no importante”, y lo “importante” está definido por las prioridades de lo que está en boga para los que mandan. Una soberanía limitada del pueblo, prendada por intereses que no son el bien común. En esta pandemia una parte sustantiva de los que gobiernan, no sabía el hacinamiento existente en la ciudad de Santiago. Chile aparecía como el país exitoso, no el país con un mundo de pobres. Por cierto, los medios no son los únicos responsables, pero no se puede eludir su responsabilidad en ello. Una falla del rol de los medios no menor, la representación parcial de la realidad.

El subsidio de Ingreso Familiar de Emergencia muestra que casi la mitad de los hogares en Chile, 3 millones del total de 6.2 millones, han aplicado para recibir el subsidio. En el Barómetro de la Política CERC y en el Latinobarómetro hace una década que el 60% de los chilenos se declara de clase “baja”. En pleno estallido social fue el 54%. Pero por motivos políticos se ha negado esa realidad y el discurso político habla de “clase media”. Ahora se sabe, era clase “baja”, no “media”. Esa es más de la mitad del país. Con el agravante que el individualismo ha desmantelado las redes de apoyo, esa clase baja se queda sin dinero para la vivienda, literalmente en la calle, sin ingreso para comer.

Tenemos entonces una sociedad compuesta por muchas redes informales, que viven unas cerca de las otras en un mismo territorio urbano donde el mayor muro entre ellos es la ausencia de tejido social, de ligaduras, muchas de las cuales no se comunican nunca entre sí y unos medios de comunicación que se dedican al mainstream y al establishment.

El otro actor central en esta historia es el Estado de este Chile en esta pandemia. Un PIB de país desarrollado y un Estado de país del tercer mundo. ¿Un Estado con procedimientos del siglo pasado donde la población acude con grandes esfuerzos físicamente a las oficinas públicas a recibir los servicios del Estado? Masas de gente agolpadas para llegar a una ventanilla, muchas ventanillas para un solo proceso, mucha burocracia “perfecta”, inútil y costosa. Han mecanizado, computarizado la ineficiente burocracia, no han eliminado procesos, etapas. Se puede sacar muy eficientemente certificados en el Estado, pero muchos son inútiles y pueden ser eliminados.

Un Estado lleno de vacíos que permite la corrupción y el clientelismo, porque sus procesos son incompletos, permiten abusos. La pandemia por la urgencia de las cosas es una gran oportunidad para la corrupción, los Estados de Emergencias permiten saltarse procedimientos regulares y, en todas partes, hay quienes están esperando oportunidades para sacar provecho de ello.

En general, el Estado chileno no tiene suficientes controles, accountability no es práctica usual, pedir rendición de cuenta es mal visto por muchos. Un Estado que tiene demasiada gente que hacer cosas que no se necesitan, como los papeles notarizados, y tiene gran deficiencia en cosas que se necesitan, como las bases de datos, la informática, el acceso online a la información.

En esta pandemia, el Estado ha ido muy lento detrás de los acontecimientos, ha llegado tarde al auxilio de la gente. Las licencias médicas, el seguro de cesantía, los finiquitos, el notario, el pago de las patentes, las pensiones son algunos ejemplos. Ventanilla tras ventanilla. El Estado claramente ha ido detrás de la pandemia, planteando el problema de ponerse en la cola con riesgo de contagio. Se desnuda el atraso del Estado en esta pandemia.

Un ejemplo espeluznante: el DEIS –departamento de estadística del Ministerio de Salud– no se comunica con el entonces ministro Mañalich, una periodista descubre inconsistencias, la autoridad tiene que reconocer a cerca de 600 casos de fallecidos no contabilizados que, finalmente, le señala un think tank al que no puede ignorar como ignoró el reporte de una periodista. Una institución sin comunicación interna. ¿Cómo esperan comunicarse con la sociedad si no se comunican entre departamentos? El Registro Civil saca una declaración diciendo que ellos no saben nada de lo que hace el ministro Mañalich (ahora exministro) en el conteo de los decesos, ellos no están informados. ¿Cómo funciona el Estado? ¿Según lo que dice el jefe?

Un acuerdo entre el Gobierno y la oposición finalmente llega con un subsidio razonable en la segunda quincena de junio, cuando ya murieron 7 mil personas, llega tarde y llega poco. Hay que tener vergüenza de un país con ese PIB per cápita y con esa tardía ayuda que ha dejado morir tanta gente. Eso debería haberse hecho en abril, pero tuvo que fracasar el exitismo primero. La sospecha es que tuvo que morir mucha gente para que los que nos dirigen decidieran hacerlo.

Con ello pasamos al Legislativo, un órgano del Estado que ha llegado al piso de su desconfianza en la década de 2010-2020. Una institución que no ha podido cumplir su rol de liderazgo en cada una de sus circunscripciones. No veo a ningún parlamentario perifoneando en su zona “vecino, quédese en su casa”. ¿Son los parlamentarios cercanos a sus votantes como para hacer de vínculo, ligadura, formación de comunidad, sociedad, demos? ¿Pueden fermentar la ligaduras sociales para llegar a formar comunidad? Claramente no ha sucedido.

El parlamentario desarticuladamente aparece con ansiedad –fuera de las cabezas de los partidos– hablando de algún tema, se le nota la angustia de no participar en algo más grande, que dé solución a lo que nos sucede. Un órgano, el Congreso, que no tiene la prestancia para sacarnos de este embrollo. No es como si el Parlamento mañana fuera a recorrer las calles de Santiago, como lo hacía Churchill en la guerra, solo, a dar la mano y hacer patria entre los escombros, solidarizando, fermentando el tejido social. ¿Serían bienvenidos los parlamentarios recorriendo Santiago? ¿Acaso para nosotros esto no es el equivalente de lo que fue la Blitzkrieg para los ingleses en la Segunda Guerra Mundial? ¿Estamos o no siendo bombardeados con la muerte aleatoria, innecesaria, implacable?

Finalmente, el Gobierno es el único que puede decidir gasto público y con ello le quita al Parlamento los dientes para que aborde temas complejos. ¿El Gobierno solo es depositario del fracaso frente a esta pandemia? Qué duda cabe que tiene la responsabilidad política. Hemos vivido estos 110 días una tragedia entre la añoranza del exitismo y el camino al fracaso. Una estrategia equivocada del Gobierno para enfrentar la pandemia, que termina con la salida del ministro de Salud al inicios de junio.

Es un tema de conducción como también de la acumulación guardada debajo de la alfombra de cosas que se sabían, pero no estaban en la agenda, haciendo como si no existieran, y de discrecionalidad e improvisación. Se anuncian medidas que no están listas para implementarse, produciendo ansiedad y angustia en la población, como fue con las cajas de alimentos. Lo contrario de lo que se necesita para producir ligaduras sociales, para fermentar el tejido social.

El legado de este Gobierno: toda la ideología, toda la política, todos los partidos, todo el establishment no pudieron pegar de nuevo a Humpty Dumpty. Este Gobierno no comprendió lo que fue el 18 de octubre y ahora está confundiendo lo que es la pandemia, tratando de cumplir dos metas simultáneamente, la de salud y la económica. La ausencia de cientistas sociales en la discusión de esta pandemia es un indicador de lo mal que estamos. Con 174 mil empresas funcionando y 2.3 millones de personas con permiso para ir a trabajar, no se paraliza la cuidad y aumenta el contagio durante cinco eternas semanas de cuarentena en la capital.

A ello se le agrega la polarización ideológica que sale a la luz brutalmente con la salida del ministro de Salud, una vez que se disparan las cifras de contagio y de muertes. Es otro síntoma que la ausencia de ligaduras también abarcan el tejido político de la nación. El vaso está trizado en política. La autorreferencia de la elite política que defiende al ministro saliente mientras Chile actualiza al criterio de la OMS las cifras de muertos, alcanzando 7 mil, es un botón de muestra de la decadencia profunda en que ha caído la política partidista, ideológica, esa que no defiende el bien común.

Esta “cuarentena de la miseria” en Santiago, mal llevada, conduce al colapso de los hospitales, uno que nadie se atreve a pronunciar. El 24 de junio se reportan 4.731 muertos con PCR positivo, y 3.069 sin PCR, en total 7.800 muertos (criterio OMS) con una tasa de mortalidad de 410 muertos por millón de habitantes, más que todos los países de América, incluido Estados Unidos (373), y acercándonos a Europa, donde España, Italia, Inglaterra reportan mas de 500/600 muertos por millón de habitantes. Este indicador de muertos por millón de habitantes norma contra una vara inamovible la comparación.

Sin embargo, varios personeros del oficialismo difunden a diario la tasa de “letalidad” –la relación entre muertes y contagiados, el grado de virulencia de la enfermedad–, donde Chile está bien comparativamente, mostrando cómo esto no es sobre el bien común del pueblo, sino una carrera política por “ganar”. Chile tiene muchos contagiados y pocos muertos, eso dice la tasa de letalidad. Es decir, que no importa cuantos se contagien y mueran, lo que importa es que la proporción entre ambos se mantenga. La tasa de letalidad depende de la cantidad de contagios que un país es capaz de identificar, depende de la cantidad de test que se hagan.

Pero el mayor fracaso es que no es solo eso, sino que la subestimación de la existencia de una “clase baja” (lo llaman eufemísticamente “vulnerable” para convencerse que es más “blando”, porque nadie pronuncia la palabra “pobre”). Esta crítica, de subestimar la existencia de la clase media precaria, cabe para todos: el Congreso; las organizaciones sociales y civiles (las pocas que hay como producto de la ausencia de lo colectivo) débiles; los partidos políticos atomizados y fracturados por la polarización y los personalismos; el Estado anquilosado que hace su mejor esfuerzo en repartir 2.5 millones de cajas de alimento (imagínense, creyeron que ayudaría con una caja de alimentos a la “cuarentena de la miseria”, un brutal indicador de la magnitud de la brecha de comprensión entre la realidad y la política pública).

Pero no solo todos los anteriores, cada uno de nosotros tiene responsabilidad en esto, por no haber levantado la voz más fuerte y mucho antes de todo lo que no se veía, de todo lo que no se abordaba, de todo lo que funcionaba mal, de todo lo que no estaba disponible.

Se cumple la premisa de Dukheim, que señala que las sociedades tradicionales se demoran mucho tiempo en reconocer lo que ya sucedió. En Chile la revuelta social de 18 de octubre y la pandemia sepultarán la sociedad tradicional, acortando en, al menos, una generación su permanencia. Esta sociedad emergerá de esta pandemia, herida, fracturada, pobre, pero abierta. No es tan claro cómo emergerá la clase política de ella, si acaso se renovará para comprenderla o tratará de volver al pasado.

Quizá el síntoma más brutal es la diferencia con los años 60, cuando la sociedad chilena tenía tejido social, estaba fermentada la masa madre, con solidaridad y “demos”, es el de las ollas comunes. Antes en la sociedad afiatada que había, con confianza, el plato de comida de las ollas comunes se entregaba a alguien a quien se le conocía el nombre y el apellido. Hoy las ollas comunes son delivery de alimentos anónimos. Una sociedad más rica que produce muchas más ollas comunes que en los años 60, pero hoy son impersonales. Al punto que han querido hasta transformarlo en una política pública. Un país con mas 20 mil USD de ingreso per cápita con “ollas comunes” como política pública. Eso lo dice todo, la sola propuesta de ello.

Fuimos nosotros también, los chilenos, los que dejamos que se desintegrara la sociedad a poco. Dejamos que la política se volviera lo que es: no la imagen de la búsqueda del bien común, sino los personalismos que transmiten lo contrario del bien común. Los egos, los protagonismos. Los populismos que privilegian el presente, sin tener visión de futuro.

Este fracaso en enfrentar la pandemia es mucho más que un fracaso político del Gobierno de turno (que lo es),  también es una crisis que desnudó todos los fracasos escondidos y silenciosos. Un país que no encuentra el liderazgo para fermentar el tejido social y construir ligaduras necesarias para contener la pandemia, no le sirven el éxito económico pasado, la formación de clase media, el orden macroeconómico, la tradición de nuestras instituciones, todos son bastante inútiles en este momento. El Gobierno ha tenido durante el estallido social y esta pandemia no una, sino decenas de oportunidades de cambiar el país y salir adelante por arriba. Hasta el momento las ha desperdiciado todas. Es cosa de voluntad política, de visión de futuro y de liderazgo.

En esta pandemia, estamos nosotros solos frente a frente, sin posibilidades de maquillaje alguno, desnudos con nuestra realidad, que aún muchos no quieren reconocer enteramente. Quizás la pandemia nos fuerce todavía un poco más, hasta que nos inclinemos con humildad y empecemos a tejer, a fermentar una nueva sociedad con nuevas ligaduras, entonces, habremos vencido. Este pueblo es más fuerte de lo que se le cree y es mucho más inteligente de lo que se denuesta en los medios de comunicación y por las autoridades. Sabe subsistir a pesar de todo, tiene flexibilidad para reinventarse todos los días, y tiene la tenacidad para no darse por vencido. El problema no es el pueblo, el problema son los que creen que son la solución.

La pospandemia producirá un juicio sobre lo sucedido en el sentido aquí expresado de un fracaso sistémico, donde nadie está preocupado de producir siquiera un poco de ligaduras, tejido social para poder seguir adelante. La masa madre no se teje en las pantallas de la televisión, sino por el contrario, en la privacidad de la interacción interpersonal. No es una campaña de comunicación, es una relación de verdad entre personas. Es por eso que la nueva Constitución, a esta alturas, aparece como una luz al final del túnel que permita la reconstrucción de nuestras ligaduras, volver a fermentar sociedad.

Chile se reencuentra consigo mismo en esta pandemia, somos profundamente latinoamericanos, un país más, solo que hasta ahora hemos sabido escondernos magistralmente detrás de una máscara que el virus ha destruido. Si lo comprendemos podremos seguir adelante. Si no lo comprendemos, este Chile sin masa madre producirá revueltas sociales de magnitud, que no hemos conocido aún, cuando retornemos al mundo sin virus al que llegaremos algún día.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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