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Romina Contreras, primera bailarina del Ballet de Santiago: “Nuestra carrera ni siquiera está certificada. Debiera haber un reconocimiento estatal» CULTURA

Romina Contreras, primera bailarina del Ballet de Santiago: “Nuestra carrera ni siquiera está certificada. Debiera haber un reconocimiento estatal»

Ya no es una promesa del ballet nacional, sino un talento consolidado: con 24 años, se ha ganado el puesto más prestigioso en el Ballet de Santiago de la compañía del Teatro Municipal. Un logro del que ella misma se sorprende: “Yo solo soñaba con bailar, no tenía conocimiento de lograr cosas, de los frutos”, cuenta. De personalidad cálida y alegre, Romina espera un mayor reconocimiento a su disciplina y piensa en todas las niñas y niños que, por no tener la información adecuada, nunca se acercan al ballet. «(Mi vida) ha sido como el final de Billy Elliot, cuando logra ser bailarín y se está preparando en el backstage y le dicen que le faltan 5 minutos y que su papá está en la platea. Para mí ha sido así –dice emocionada–. Son historias que se ven en las películas, pero pasan».


El living de su departamento está despejado. A un costado hay una barra de metal. El piso es de linóleo.

–Esto ha sido una montaña rusa –cuenta con una sonrisa Romina Contreras, primera bailarina del Ballet de Santiago de la compañía del Teatro Municipal.

La pandemia la obligó a transformar parte de su hogar en un salón de baile, donde practica todos los días con su novio, también bailarín. Romina se siente afortunada: muchos de sus compañeros y compañeras no comparten su suerte y deben afirmarse de un mueble o una silla y corren, además, el riesgo de resbalarse si es que tienen pisos flotantes.

«He tenido que ser mucho más consciente y disciplinada con el trabajo que se puede hacer en un espacio reducido».

Al hablar de su carrera, Romina deja entrever que sus logros –llegó a ser la solista más joven del Ballet de Santiago y ganó, en 2014, el Encouragement Award en una competencia internacional en Estados Unidos– son algo secundario. De hecho, cuando era más joven, solo soñaba con bailar y apenas tenía conocimiento de los triunfos materiales que podía conquistar.

«Es parte de mi esencia: vivir al máximo esto que me gusta mucho y, así, las cosas que se van dando pasan tan naturalmente que a veces me sorprenden», señala.

Cuando recibió el Encouragement Award (premio otorgado a un bailarín por su excelencia) no lo podía creer. Ella, junto a su compañero Sebastián Vinet, eran los únicos representantes de Chile. Los únicos en una gran masa de bailarines extranjeros, la mayoría con más experiencia. El momento, recuerda, fue a flor de piel: ninguno de los dos estaba acostumbrado a un ambiente tan competitivo y ninguno esperaba salir de allí con un premio que es el equivalente a decir “te notamos, existes”.

«Muchas veces me sorprendía a mí misma en lugares donde no me imaginaba. Me decía “qué hago yo aquí, con esta edad”, confiesa.

El camino de una bailarina

De su etapa en el colegio tiene buenos recuerdos, aunque efímeros. No tenía tiempo para juntarse con sus compañeros para hacer las tareas, ni para ver películas o salir después de clases. Su forma de vivir la adolescencia era distinta. Y algunos no la entendían:

«¿Y tú no piensas que el colegio es lo más importante para tu futuro?», le preguntó un amigo, cuando cursaban Quinto Básico.

Era la primera vez que alguien desafiaba algo que para ella era natural: dedicarse al ballet. Fue fuerte oírlo. Pero Romina, ya desde esa edad, tuvo la fuerza y madurez para aceptar que bailar no era simplemente un hobby, sino su pasión.

Muchas personas se encargaron de que su talento prosperara. La mamá de su mejor amiga, Fanny Sepúlveda, daba clases de danza árabe y flamenco en el colegio, y un día le dijo: “Vamos a hacer una clase de ballet, porque es la disciplina más hermosa y es la madre de todas las danzas. Si practicas ballet, puedes hacer cualquier baile”. Al darse cuenta de que Romina tenía condiciones, le sugirió a su madre que la llevara al Teatro Municipal de Maipú. Y así lo hizo.   

Romina trata de volver a ese momento, quizás intuyendo que las cosas podrían haber sido distintas sin ese impulso:

«Si no hubiera sido por esa clase y por cómo introdujo el ballet, yo no hubiera conocido el ballet nunca. No pasaba por los planes de mis papás ir al Teatro Municipal. Además, no tengo ningún familiar artista o músico. Fue una bendición. Una casualidad», cuenta.

-¿No crees que fue el destino?

-Sí, creo en las energías. Es algo que iba a pasar.

Desde ahí, Romina saltó rápidamente a la escuela del Teatro Municipal de Santiago, la meca del ballet y el lugar donde era posible transformar su pasión en profesión. Nuevamente, todo fue gracias a una maestra que había sugerido a sus padres que la probaran, ya que tenía las condiciones físicas. Sus padres, al momento de tomar la decisión, no lo dudaron, ya que veían con buenos ojos que su hija hiciera actividades extracurriculares.

«Los papás tienen que ser parte del proceso. Mis papás podrían haber dicho que era mucho sacrificio o muy caro. Pero ellos fueron súper positivos».

En la escuela del Teatro Municipal todo es progresivo: el niño o la niña se acomoda en el piso y, lentamente, comienza a asimilar todo lo necesario para estirar sus pies. En eso se puede ir un año. Luego vienen clases de historia de la música y de la danza, y más adelante empiezan las danzas de carácter, las clases de pas de deux (técnica de trabajar entre hombre y mujer, en pareja) y finalmente se alcanza un ritmo que hace casi imposible compatibilizar la danza con el colegio.

«Ni siquiera logré terminar la enseñanza media presencial,» recuerda. «Es muy difícil compatibilizar los horarios y las exigencias que se requieren. Eso fue uno de los momentos más duros, porque dejar el colegio siempre es algo que da mucho miedo en un país donde estudiar una carrera universitaria es lo que te avala. Si tú no tienes un título, mucha gente piensa que no vas a tener para comer. Lo que no saben es que el baile es nuestro alimento».

A los 17 años Romina cumplió el sueño de toda niña o niño que entra al Teatro Municipal: ingresó a la compañía de Ballet de Santiago. Habían sido 8 años de trabajo duro. Además, nada garantizaba que el esfuerzo y el sacrificio darían resultado:

«En Chile, a diferencia de otros países, no tenemos otras compañías clásicas como el Ballet de Santiago. El Ballet de Santiago es la única compañía que genera esta disciplina, que tienes un sueldo estable, que eres reconocido. Es el nivel más grande. Mucha gente estudia ballet y en el fondo no saben si van a poder vivir de eso, y terminan metiéndose en la universidad o trabajando en otras cosas. El ballet requiere tiempo completo. Hacerlo por hobby y tratar de entrar a la compañía no funciona».

Estar en el Ballet de Santiago ha sido un sueño hecho realidad, especialmente para alguien que solo aspiraba a ser “árbol” en una obra. Sus logros, sin embargo, han sido mucho mayores, como lo sugieren sus papeles protagónicos en las obras El joven y la muerte, Cuarteto, El lago de los cisnes, Rosalinda y Manon. Ahora, con 24 años, Romina ostenta la categoría más prestigiosa de la compañía, aunque ella aterriza su logro:

«No he bailado como primera bailarina todos los ballets que existen. Cuando tienes las categorías tienes que seguir demostrando que mereces estar en ese lugar», cuenta desde el salón de baile que ella y su novio construyeron en su departamento.

El Talento Juvenil

No es fácil para un niño o niña que cuente con un talento excepcional encontrar los espacios para desarrollarlo. Menos si es un talento artístico o deportivo. Romina, sin embargo, tuvo suerte: la Fundación para el Talento Juvenil –Elsie Küpfer de Wernli, más conocida por su abreviación FundacEK, la ayudó en su proceso de toma de decisiones, acompañándola con una psicóloga que, en palabras de Romina, la guio sutilmente a seguir el rumbo que ella misma había trazado.

FundacEK, cuya misión es apoyar a niños, niñas y jóvenes que cuenten con talentos extraordinarios pero que carezcan de los medios económicos y/o sociales para desarrollarlos, se preocupó de que el talento de Romina prosperara. Su lema es que, si el talento no se cuida, se pierde.

«FundacEK es una de las pocas fundaciones que buscan el talento en bruto. Creo que son visionarios, ya que no muchos tienen el discurso de decir ‘este tipo de talento necesita este tipo de apoyo psicológico'».

-¿Crees que la motivación para desarrollar el talento viene más de instituciones privadas que del Estado?

-A ver, nuestra carrera ni siquiera está reconocida por el Estado. Los que estudian en la Escuela de Ballet no tienen pase escolar, a pesar de que tienes que estudiar desde muy pequeño, de hecho, es una carrera de 8 años para después entrar y ser profesional. Debiera haber un reconocimiento gubernamental.

-¿Hay prejuicios en torno al ballet?

-La verdad es que la gente piensa que estudiar ballet es muy caro, ya gubernamentalmente la cultura tiene este estigma elitista. Pienso que desde la educación debiera cambiarse esa perspectiva. Mis papás quizás tuvieron ese miedo, pero lo intentaron y me llevaron, pero hay mucha gente que debe pensar que estudiar ballet es carísimo, y tampoco es tan así. Se deben difundir más las artes.

-¿Te alegró que una foto símbolo del estallido social fuera justamente de una bailarina?

-Quien aparece en la foto del libro de Alberto Mayol es Catalina Duarte, compañera mía del Ballet de Santiago. Me genera orgullo ver esa foto, porque todos tenemos una forma diferente de expresarnos y nosotros nos expresamos a través de nuestros cuerpos. Ella representó a muchos bailarines que viven en Chile, que bailan en las condiciones de este país, con las AFP de este país, con las Isapres de este país. Yo tenía bastante miedo en ese periodo de estar en la calle y utilizar mi herramienta de trabajo, que es mi cuerpo. Miedo a que me pisaran. Me alegro que hayan elegido esa foto. Mostraron la esencia de una artista.

El ballet es un fin en sí mismo

Romina sucumbe al silencio cuando intenta encontrar las palabras para explicar lo que siente cuando baila. Se toma su tiempo, cierra los ojos y, con voz pausada, dice:

«Siento que, como está todo ese proceso anterior, en que interiorizas el personaje y las cosas técnicas, cuando llegas al escenario es un momento de conexión máxima con todo ese trabajo. Hay muchas cosas pasando por tu cabeza, pero a la vez es como recitar un mantra, porque lo practicaste por tanto tiempo que solo que tienes que vivirlo, hacerlo realidad, con las luces y el vestuario. Se experimentan cosas que no se experimentan en la vida real».

-¿Lo que ocurre en el escenario es lo mismo que percibe la gente?

-Los movimientos se ven como si no fueran difíciles, pero ese es nuestro trabajo: lograr que se vea simple, a pesar de que no lo sea. Además, los bailes parecen perfectos para el público, pero no para los especializados. Ellos se fijan en cosas que el resto no.

Cuando Romina entra al escenario la domina una paz absoluta. Cada movimiento se ejecuta con una concentración milimétrica y logra conectarse con todo lo que hay a su alrededor, hasta la última butaca. Cuando comienzan los aplausos, ella no recibe el sonido, sino la energía. Siente electricidad, al igual que el personaje de la película Billy Elliot.

«No hay necesidad de buscar una mina de oro. No es lo que nos motiva. Es el hecho de que nos gusta y de que existe una posibilidad de salir adelante»

-¿Cómo resumirías tu experiencia en el mundo del ballet?

-Ha sido como el final de Billy Elliot, cuando logra ser bailarín y se está preparando en el backstage y le dicen que le faltan 5 minutos y que su papá está en la platea. Para mí ha sido así –dice emocionada–. Son historias que se ven en las películas, pero pasan.

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