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Saber es poder: el avance de la ciencia en Chile Opinión

Saber es poder: el avance de la ciencia en Chile

Roberto Pizarro Contreras
Por : Roberto Pizarro Contreras Ingeniero civil industrial y doctor (c) en Filosofía USTC (Hefei, China).
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Establecer una cultura científica, que entienda la ciencia como un saber que no está al servicio de la política pública (el Estado) o privada (las corporaciones), para satisfacer el afán de estar a la moda con la sofisticación tecnológica del primer mundo, o bien, aplastar modos de ser que se pudieran considerar obsoletos (como la religión, las humanidades, o bien, incluso la filosofía, que hasta acá se ha considerado a sí misma la madre o gran precursora de todas las ciencias modernas). No. Lejos de servir a algún interés particular o de orquestar el conocimiento entre cuatro paredes (las de un laboratorio), la ciencia chilena debe estar primero al servicio de todos sus ciudadanos. El resto vendrá por añadidura.


“Saber es poder”. Esta es la consigna más famosa de Francis Bacon, excanciller de Inglaterra y padre del empirismo científico y filosófico, también llamado heraldo de la ciencia moderna. Tal vez Chile nunca fue más consciente de esta aseveración, después del considerable incremento del 9,6% ($76 mil millones) en el presupuesto destinado a ciencia y tecnología. Y es que, como señalaba Guido Girardi, vicepresidente de la Fundación Encuentros del Futuro (entidad encargada de la organización del evento de divulgación científica más grande de Latinoamérica, Congreso Futuro), esto no solo permitirá reinvertir recursos en materias que teníamos relegadas, como son, en su opinión, el litio y el hidrógeno verde, sino asimismo diversificar la matriz productiva del país, que supondrá el verdadero salto cualitativo o despegue de esta nación para convertirla en un referente y polo científico-tecnológico de innovación y conocimiento a nivel global.

Para dimensionar la magnitud de lo que está en juego aquí, hay que entender que esta diversificación comprende, en su esencia, no como se decía antes que “Chile dependa cada vez menos de las innovaciones venidas de otras naciones y deje de ser económicamente un mero país minero”, sino más bien un innovar desde la conciencia de la mutua dependencia que existe entre los territorios de la sociedad globalizada, ofreciendo soluciones pioneras a aquellos problemas presentes y contingentes que nos afectan como civilización (las pandemias; la contaminación medioambiental y el cambio climático; la transformación digital del modo capitalista de producción y, por ende, de la sociedad, los cuerpos y la mentalidad de los seres humanos; etc.), y no solo a los problemas locales.

Con todo, como también expresaba Enrique Aliste, académico y Vicerrector de Investigación y Desarrollo de la Universidad de Chile, es necesario “fortalecer la institucionalidad y orientar [efectivamente] esos fondos a las necesidades del país”. ¿Qué significa esto? Pues que no hay que perder el norte e hincharse de inmodestia, olvidando la razón fundamental de todos estos esfuerzos científicos. En otras palabras, más allá de destinar nuevos fondos para la investigación o de ampliar las instalaciones o complejos de la ciencia para poner en marcha la producción compulsiva de experimentos y papers, estos planes deben amarrarse al entramado de necesidades de mejoramiento de las condiciones sociales, económicas y de avances tecnológicos para Chile.

En su significación más profunda, lo que advierte el Premio Nacional de Geografía 2018, es la necesidad de establecer una cultura científica, que entienda la ciencia como un saber que no está al servicio de la política pública (el Estado) o privada (las corporaciones), para satisfacer el afán de estar a la moda con la sofisticación tecnológica del primer mundo, o bien, aplastar modos de ser que se pudieran considerar obsoletos (como la religión, las humanidades, o bien, incluso la filosofía, que hasta acá se ha considerado a sí misma la madre o gran precursora de todas las ciencias modernas). No. Lejos de servir a algún interés particular o de orquestar el conocimiento entre cuatro paredes (las de un laboratorio), la ciencia chilena debe estar primero al servicio de todos sus ciudadanos. El resto vendrá por añadidura.

No hay que olvidar que todo saber se funda sobre una preconcepción de lo real, es decir, en la asunción de unos fundamentos sobre los que construimos conocimientos y soluciones. Por ejemplo, en el caso de la física de partículas, las piedras angulares de la realidad están encarnadas por los átomos (que tienen un carácter teórico, pues nunca nadie ha visto uno redondito con su núcleo y orbitales energizados; cosa distinta es que lo que logramos medir con ciertos instrumentos podamos entenderlos a la luz de este modelo). Otro ejemplo, es el de la utilidad de los accionistas y clientes, que constituye la premisa de toda doctrina de dirección empresarial, planificando sobre ella el despliegue en masa de los profesionales que encarnan los distintos equipos de las empresas contemporáneas (en aquellas más avanzadas, el eje utilitario incluye también a los colaboradores).

Ahora bien, si todo responde en última instancia a una teoría o forma particular de ver la realidad, ¿por qué se hace ciencia así? ¿Por qué no hacerla mejor sobre una base inequívoca, sobre un fundamento incontrovertible? La respuesta es porque no podría hacerse ciencia de otro modo. No hay, filosóficamente hablando, tal verdad irrefutable. Tenemos que dar por sentado algo para tratar de entender cómo funciona la realidad y ponerla al servicio de nuestra humanidad.

En la antigüedad, el reputado médico griego Hipócrates −y todos aquellos que conformaron más tarde la escuela hipocrática −sostenía la «teoría de los cuatro humores», que básicamente señalaba que una enfermedad es consecuencia del desequilibrio de cuatro fluidos corporales (sangre, bilis negra, bilis amarilla y flema). Por supuesto, hoy ningún médico sustentaría su trabajo sobre semejante tesis (que es más bien un hito de la historia de la medicina). Así y todo, Hipócrates pudo sanar seguramente a varios de sus contemporáneos, como también se frustró por no poder hacerlo con muchos cuya evolución no respondía a su modelo, sistema o tecnología de sanación.

Por consiguiente, el reto para la ciencia chilena es enorme, con el fin de evitar que el éxtasis devenido de esta infusión de poder económico por parte del gobierno actual conduzca a los científicos y técnicos por caminos de autosuficiencia que le impidan alcanzar todo su potencial. En particular, el reto recae en lo inmediato sobre los actores estatales encargados de diseñar y dirigir la empresa científica de la República, ya que ellos no deben ejecutar y darle “buen uso” al presupuesto así nada más, sino antes:

  • Integrar y escuchar a todos los actores de la sociedad civil sobre los que el saber científico podrá experimentar un aumento, ser útil a la sociedad y tener una ventaja comparativa con respecto a las ciencias extranjeras. Me refiero a los municipios, a las empresas de innovación (y a las comunes y silvestres), a los establecimientos educacionales, los servicios públicos, las instituciones castrenses, fundaciones y ONGs, asociaciones de periodistas y comunicadores, ingenieros, filósofos, etc.
  • Desarrollar las estrategias de impacto y definir las métricas sobre cuyo éxito han de medirse. Aquí no valen tanto el número de publicaciones en revistas con una indexación de lujo o el número de premios Nobel que pudiéramos tener cada diez años, como el hecho de que nuestro saber científico potencie realmente el crecimiento de todo el ecosistema llamado Chile (que contagie la ciencia a los niños en las escuelas y a los emprendedores de las industrias, por ejemplo), así como haga posible importantes contribuciones de la nación a otros terruños o comarcas del mundo (y, con el profesor Maza, podríamos también pretender avances científicos que alcancen o conciernan a otros planetas, satélites, asteroides, estrellas, etc.).

Las mujeres y hombres que participan de las ciencias deben tomarse muy en serio las palabras de Bacon en su obra maestra El avance del saber. La ciencia es saber, en efecto, pero hay que cuidarse de confundirla con la verdad del científico (su conocimiento presente, digamos), cerrándole la puerta a las pretensiones de verdad o necesidades de otros seres humanos que conforman el cuerpo social. En ese magnífico ensayo, que ha desempolvado la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile en la versión más reciente de sus Cuadernos de Beauchef, podemos leer:

“Por eso dijo muy acertadamente un miembro de la escuela de Platón (Filón de Alejandría) que el sentido [el modo científico de conocer] del ser humano se asemeja al Sol, el cual, a medida que aparece en el horizonte, descubre y va revelando toda la superficie terrestre, pero también oscurece y va ocultando las estrellas y el globo celeste [el resto del espacio universal]. Asimismo, el sentido humano descubre las cosas naturales [el potencial de una planta, la causa de una enfermedad, la distancia entre planetas, etc.], pero también [en su especialización] tiende a oscurecer y cerrar las divinas [el tipo de realidad más profunda que pudiera ocultarse a la zaga de todas ellas]”. “Los seres humanos deben aplicarse a un avance o progreso ilimitado del saber, sí, pero cuidando también de aplicarlo a la caridad [al bien de los demás] y no al envanecimiento [al bien y prestigio unipersonal], a la utilidad [de las cosas que realmente sirven a la vida de cada ser humano] y no a la ostentación vana [indicadores o KPIs rudimentarios que no conversan con el desarrollo y alfabetización científica de la población de un país], y también de no mezclar o confundir imprudentemente uno de estos saberes con el otro”.

La tarea, en fin, es democratizar la ciencia para que esta haga crecer y crezca a su vez de la mano del resto de entidades de la sociedad. El saber (ciencia) es poder, pero un poder que debe ser administrado con humildad y democracia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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