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Hasta que la pena valga Opinión

Hasta que la pena valga

Constanza Michelson
Por : Constanza Michelson Psicóloga, psicoanalista, escritora.
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Dicen que en tiempos de fin de ciclo, de crisis y falta de perspectiva, se profundiza el nihilismo, el todo vale, y al mismo tiempo los fanatismos religiosos como intentos fallidos de contención. Y una tercera cosa, corrientes espirituales, como el veganismo o el animalismo; ideas que ponen al ser humano en su lugar. Pero no es seguro su camino. Por supuesto que cuidar a los animales es un signo civilizatorio, pero para cuidar a la naturaleza hay que primero cuidar al verdugo; procurar que exista un ser humano que responda por su lugar en el mundo, un ser humano capaz de cuidar. La obligación va antes del derecho, escribió Simone Weil. ¿Cómo salvar esa potencia del ser humano? Nada se resuelve para siempre. No es seguro en absoluto que la cultura salve al ser humano de la barbarie. Pero intentarlo, no soltar, hace que la pena valga. Porque la responsabilidad dignifica, otorga un lugar en la trama del mundo. Eso no lo resuelve un comité de expertos de ningún tipo de ingeniería social.


Mientras acompañaba a mi hija en el hospital (nada grave, consecuencias de un virus), tuve un rato largo para mirar cómo trabaja el personal de salud en la urgencia. Es como una guerra: concentración máxima en un objetivo y el despliegue de una coordinación que revela una inteligencia colectiva magnífica. La diferencia es que en las guerras, salvar es una idea abstracta, por lo tanto, puede, como en las teologías, hacer cuadrar las cosas para que incluso los delirios y los sacrificios humanos tengan sentido.

Patočka escribió que en el frente de batalla hay momentos en que caen las abstracciones (Patria, Libertad, etc.) y ocurre una “solidaridad de los conmovidos”: una vinculación inédita, una igualdad diferente a la del programa político. Momentos extraordinarios, que generan otro tipo de afectación y de respuesta. La sutileza hace que se disipe el efecto narcótico (metafórico y literal; droga y guerra tienen una relación estrecha) que tiene el colectivo y se responde a la vida, a solas. Responder es lo que nos humaniza.

El trabajo coordinado crea en el ser humano una alegría –que no es lo mismo que sentirse feliz– de tener propósito y ser parte de algo. El sentido que lo justifique es diverso, objetivos de supervivencia, objetivos nobles o canallas, también banales, como los que administra el rubro del entretenimiento; por ejemplo, se venden experiencias de trabajo en equipo bajo presión y algo de riesgo. Cosa que demuestra que, aunque suelan pensarse como opuestos, deseo y deber a veces convergen; y le regalan al ser humano el anhelado sentido.

La Primera Línea, en el estallido de octubre, fue precisamente una cadena de trabajo con un sentido colectivo. La narrativa era salvar algo, proteger a los manifestantes pacíficos; aunque es posible que fueran más bien los pacíficos los que los salvaban: como una especie de acuerdo inconsciente para permitir que los jóvenes tuvieran un propósito serio, que fueran reconocidos y tuvieran un lugar en la trama. Pero el de ese gesto no fue solo el riesgo que corrían los combatientes y los vecinos, sino la destrucción de una escena posterior. Nunca se sabe lo que abre el fuego. ¿Qué venía luego? ¿Había algo que ofrecer después? Se ha descrito como los excombatientes no pueden salir del todo de la guerra, no logran adecuarse a la vida en la ciudad. Pueden deprimirse o enloquecer porque el sentido en la ciudad es más sutil, solitario y complejo que el sentido en un conflicto. Y el problema del sentido, en los tiempos que corren, se ha vuelto serio.

Un amigo extranjero me decía que le parecía una frivolidad lo de “los 30 años”. ¿No deberían ser, por lo menos, 47 años? Es curiosa la disputa de los 30 años. Se contrastan cifras con discursos. Para algunos son crecimiento; para otros, son la desigualdad al margen del crecimiento. Hay quienes ven modernización; otros, posfascismo. Desde luego en esa discusión se juegan trayectorias vitales, lugares sociales, intereses corporativos, verdades, verdades a medias y neurosis. No hay duda de que los estallidos en el mundo hablan de crisis en un ciclo político y de fracturas sociales, pero hay una categoría que no ha sido suficientemente explorada en el análisis. Porque tiene poco prestigio, menos que la melancolía, la opresión o la ansiedad, me refiero al aburrimiento. No el aburrimiento común de la monotonía o de los tiempos muertos, sino el tedio como un síntoma de época.

Hay aburrimientos como el de quienes viven en barrios desesperantes, lugares que crecen como un caracol, como una espiral hacia dentro, sin perspectiva. Lugares que se comen a sí mismos, guetos verticales sin horizonte ni esperanza. En lugares donde está todo dicho, a veces solo el golpe y la sacudida son formas de que pase algo.

También existe –el no menos peligroso– aburrimiento burgués. Según George Steiner, la Europa occidental después de las guerras napoleónicas padeció un “gran ennui”, un aburrimiento existencial que duraría hasta la Primera Guerra Mundial. Ánimo que contrastaba con la cifras crecientes de alfabetización, seguridad, desarrollo de las artes; a la vez que se incubaba una especie de nostalgia del desastre. Steiner da cuenta de la emergencia de la literatura de “quemarlo todo”; también del aburrimiento en Bovary, como testimonio del sopor burgués contra la vida sentida; Baudelaire y su profecía del horror como oasis en el aburrimiento; el tedio y el vicio en Confesión de un hijo de siglo, hijo que relata “la maldición” de su generación: atrapados en recuerdos de luchas y esperanzas de las cuales formaron parte sus padres y ellos no.

Pronto Europa tendría su travesía por el infierno en el siglo XX y, seguramente, una nostalgia por el aburrimiento. En esos años Freud escribió su ensayo “El malestar en la cultura”. Su diagnóstico: no hay cultura sin malestar. El ser humano transa pulsiones por entrar a la cultura, no solo porque el hombre sea un lobo para el hombre, sino porque el ser humano es también un lobo para sí. Cuánto malestar aguanta una cultura, eso es un asunto político.

Nuestros 30 años, antes de saber cuántos serían, fueron nombrados como fin de la Historia y, a la vez, el autor de esa denominación predijo que seguramente la Historia volvería a echarse a andar por aburrimiento. Insisto: no tomar el aburrimiento como una tontería.

¿Qué es lo post? Poshistoria, poshumanismo, posmoderno. Nacer en un tiempo post, es un poco nacer en lo póstumo, algo que no se sabe si da paso a algo nuevo o es la indicación de un cadáver en descomposición. Lo nuevo es de algún modo administrado por la ciencia, la tecnología, el entretenimiento, cosas variadas pero que no erotizan necesariamente la idea de futuro. Querer salvar del malestar, puede provocar lo contrario. Cada tecnología trae su accidente, un nuevo vicio o exigencia.

Lo que transa el ciclo “post” es la renuncia del sentido. En parte, porque la modernización y la globalización homogeneizaron los lenguajes, luego las verdades se tornaron impersonales. Por ejemplo, decir soy depresivo, millennial, adicto, exadicto, son cosas que le dicen algo al manual social, pero no dicen nada de la singularidad de una persona. Por otro lado, parte del deseo es capturado en el entretenimiento estereotipado y el consumo.

El lenguaje hegemónico se norteamericanizó, se tornó grueso y fome. Diversos pensadores de posguerra advirtieron sobre la herencia del siglo XX: el lenguaje del pensamiento del cálculo, los decires impersonales que les ahorran a las personas su responsabilidad. Günther Anders escribió en Nosotros, los hijos de Eichmann –en referencia al burócrata nazi, que la potencia técnica alcanzada llevó a que no comprendamos más nuestro lugar en la trama. Luego hay cosas que no se pueden pensar, no hay margen psíquico para ello (otra vez el riesgo de ataque nuclear. ¿Lo podemos pensar en serio?). Lo que queda, entonces, sin saber, es ser un engranaje de una maquinaria que mueve el mundo. Esa es la banalidad del mal, el mal cotidiano, sin autor. Bostezar, no responder.

Pese a todo, hay intentos de respuesta. Los que ofrecen salidas sólidas para que el mal parezca sólido, abordable. Las derechas alternativas explotan esta vía, ofreciendo una seguridad que difícilmente puede contener la complejidad de la realidad. Hay otros simulacros, como el infierno en que se ha convertido el campo de la opinión, que puede arruinar lo mejor de la política. Así como las ideas “post”, que tienden a separarse de su Idea. Se reproducen sin orilla, como un virus que olvida su límite y su muerte; luego, se separan kilómetros de lo que puede hacer sentido. No es raro que las ideas crezcan sin rumbo. Y que “los territorios” no sean el territorio. Pienso que algo así pasó con la Convención Constitucional. Pero, más allá de su fracaso, quedan los problemas. Y la nueva locura es hacer como que no son prioridad. Un discurso se come al otro, y así, sin fin. Lo que se resiente es lo real.

A veces da lata hablar. ¿Cómo hablar cuando sabes que el otro te responderá que también le pasó lo mismo, o tiene la respuesta antes de que termines la frase? La sospecha es que en realidad hay un cotidiano en el que no hay nada que decir. El problema es la dificultad de guardar silencio.

A veces pasa algo. Y se detiene la metonimia loca en la que puede convertirse la realidad. Puede que entonces ocurra una verdad, es decir, algo con consecuencias subjetivas.

Hace un tiempo venía discutiendo mucho con mis hijas adolescentes. Lo normal supongo, dado por ese otro encierro que son los roles estereotipados familiaristas. Un decir, sin decir. Un día presenciamos un intento de femicidio en la calle, y ayudamos a esa mujer; yo grité desde un lugar distinto a la garganta, mi madre me abrazó, mis hijas me siguieron en el grito, también los vecinos. Nos fuimos cuando llegó la policía. Hubo un silencio los días después, lo único que una de ellas dijo fue: qué bueno que salvamos a esa mujer. La sensación es la de haber entrado a un pacto intergeneracional. Más grande y más viejo que nosotras. Nadie la boomer, ninguna obsoleta, ninguna “más feminista”. Hay momentos en que las metonimias y las peleas como simulacros paran, y ocurre una solidaridad de los conmovidos, y algo es salvado. Se establece una relación más entrañable con el mundo. Pensé: lo personal es lo real.

Dicen que en tiempos de fin de ciclo, de crisis y falta de perspectiva, se profundiza el nihilismo, el todo vale, y al mismo tiempo los fanatismos religiosos como intentos fallidos de contención. Y una tercera cosa, corrientes espirituales, como el veganismo o el animalismo; ideas que ponen al ser humano en su lugar. Pero no es seguro su camino. Por supuesto que cuidar a los animales es un signo civilizatorio, pero para cuidar a la naturaleza hay que primero cuidar al verdugo; procurar que exista un ser humano que responda por su lugar en el mundo, un ser humano capaz de cuidar. La obligación va antes del derecho, escribió Simone Weil. ¿Cómo salvar esa potencia del ser humano?

Nada se resuelve para siempre. No es seguro en absoluto que la cultura salve al ser humano de la barbarie. Pero intentarlo, no soltar, hace que la pena valga. Porque la responsabilidad dignifica, otorga un lugar en la trama del mundo. Eso no lo resuelve un comité de expertos de ningún tipo de ingeniería social.

No se debe renunciar a la política, menos en tiempos de desencanto. Así como tampoco admitir que la política se vuelva maniaca y pretenda salvarnos del malestar en la cultura. Y de la pena.

Hay maneras y maneras de salvar. Maneras que cierran y otras que ensanchan el mundo.

Observaba en la sala de urgencias una sutileza. Cómo las enfermeras les hablaban a los niños. A mi hija chiquitita, con quien no tenían ningún deber más que pincharla, le susurraron para salvarla del miedo. Le regalaron, creo, una reserva de confianza. Y es que la obligación no pasa por lo escrito. (Es la resistencia a ser hijos de Eichmann).

Me desvié como siempre. Tenía que escribir sobre los tres años del estallido, pero a veces pasa algo. Se me cruzaron unas enfermeras que susurraban y hablaban de la lluvia de estrellas.

P.D.: Quiero agradecer al personal de la urgencia pediátrica del Hospital Base de Osorno, por su amabilidad y ternura.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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