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Chile, el país pánico EDITORIAL

Chile, el país pánico

La desorientación de las autoridades y su tendencia al populismo penal les impide diferenciar los planos en que deben actuar el Gobierno y el Congreso Nacional. Entender que las leyes y normas que inciden sobre los procedimientos y protocolos de la policía son, en realidad, normas sobre la producción de paz social, legalidad, y legitimidad; y que ellas deben estar sujetas al escrutinio público para resguardar el uso legítimo de la fuerza, son pilares esenciales de las libertades y los derechos civiles.


El peor ambiente de inseguridad en un país no se vive tanto por la ocurrencia habitual de delitos violentos sino, sobre todo, por el descontrol de las autoridades encargadas de controlarlos. Este descontrol se caracteriza por una reacción compulsiva de populismo legislativo y la aprobación de más leyes con penas más duras, sin que medie un razonamiento crítico sobre la calidad y eficiencia de los medios que se tiene, lo que finalmente termina por amenazar los derechos civiles de los ciudadanos y minar la calidad de la democracia.

El tono del debate parlamentario y político generado por el asesinato de dos carabineros en actos de servicio en el último mes, dio lugar a una inusitada premura en la aprobación de iniciativas legales sobre seguridad –tanto en la Cámara como esta madrugada en el Senado–, entre las cuales está el polémico artículo sobre la legítima defensa, una legítima defensa especial, que favorece a policías que en el desarrollo de un operativo generan letalidad civil. Todo ello, en una atmósfera general demasiado enrarecida. 

Evitar lamentables muertes de funcionarios policiales en actos de servicio, el principal riesgo de la profesión, es uno de los mayores compromisos éticos y prácticos del Estado al momento de reclutar a su personal policial, y para lo cual debe extremar su formación, su equipamiento y los procedimientos policiales aplicables. De la misma manera que el Estado es el garante de la paz social y la seguridad de toda la población, también está obligado a equipar y mantener una policía capaz de sostener el desafío de reforzar la ley ante la criminalidad, en todos sus niveles. Por lo tanto, el nudo del debate es sobre qué calidad de policía se desea tener y qué está dispuesto a hacer el país para ello.

En este contexto, útil es recordar que el uso de la fuerza policial debe ser legítima, legal y proporcional, para lo cual las policías diseñan planes y operativos que, según la información de inteligencia general que tienen sobre los delitos, se aplican con diferentes grados de pericia técnica y fuerza en los operativos. Esos planes y normas deben estar siempre sujetos a escrutinio público. 

No es del caso traer a colación los innumerables episodios sobre el proceso de pérdida de confianza de la ciudadanía en la institución de Carabineros. El tema central hoy es la calidad y eficiencia de su servicio versus el aumento de la violencia criminal, así como de organizaciones y técnicas criminales establecidas con creciente arraigo en el país, y que superan claramente las capacidades policiales actuales. 

Esta realidad es el resultado, en gran medida, de la desorientación estratégica de las autoridades civiles que las gobiernan o han gobernado, y que han sido incapaces, en 30 años de gestión democrática, de elevarlas en sus desempeños técnicos e institucionales, reformas necesarias de por medio –que se han anunciado innumerables veces, pero que no se han materializado–. Un ejemplo, entre muchos, está en materia de información e inteligencia: en 30 años el país no ha sido capaz de dar origen a un sistema robusto y estable de coordinación interinstitucional y asesoría estratégica al Gobierno en materias de seguridad. 

La desorientación de las autoridades y su tendencia al populismo penal les impide diferenciar los planos en que deben actuar el Gobierno y el Congreso Nacional. Entender que las leyes y normas que inciden sobre los procedimientos y protocolos de la policía son, en realidad, normas sobre la producción de paz social, legalidad, y legitimidad; y que ellas deben estar sujetas al escrutinio público para resguardar el uso legítimo de la fuerza, son pilares esenciales de las libertades y los derechos civiles. 

El crimen organizado se ha asentado orgánica y territorialmente en el país hasta un punto en que el principal bien amenazado no es solo la vida segura y tranquila en los barrios, sino también la legalidad e incorruptibilidad del Estado con actividades a gran escala, como tráfico de personas, juego clandestino o simplemente ilegal, control de rutas de narcotráfico en los principales puertos, descontrol territorial y presión criminal sobre los órganos políticos locales. Y lo más grave, ha dejado que la sociedad desconfíe y se arme. 

La ciudad pánico sirve para justificar el populismo penal de la elite y mostrar unanimidad en torno a una voluntad política de gobernanza de la seguridad, que en realidad no se tiene. Porque nada de lo que se está decidiendo de manera apresurada apunta a las grandes falencias institucionales y claridad de objetivos compartidos. Culpa no es lo mismo que responsabilidad, y el problema es que nadie se siente responsable del punto de inseguridad estratégica y humana en que se encuentra el país. 

Así, Chile está viviendo la teoría del vaso roto. ¿Quién lo quebró? Nadie. Se quebró solo. O sea, el animismo factual de una elite política incompetente y sin sentido de responsabilidad por lo actuado.

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