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Estados Unidos necesita tanto el nacionalismo como el globalismo Columnista de Bloomberg

Estados Unidos necesita tanto el nacionalismo como el globalismo

La conciencia nacional basada en orgullo racial es repugnante y en extremo peligrosa. Quienes critican a Donald Trump lo han acusado de casarse o al menos flirtear con las posiciones de la supremacía blanca, que debe ser la peor acusación que se puede hacer a un político estadounidense. Por más negligente que pueda ser en la forma en que se expresa, no veo a Trump como un partidario de la supremacía blanca, si bien podría y debería haber sido más directo en repudiar su apoyo. (Aparte de no querer alejar a seguidores de ningún tipo, tal vez calculó que la injusta acusación de fanatismo que lanzó contra todos sus partidarios redundaría en su beneficio, como pasó.)


Poner rótulos a las personas es la última moda en los Estados Unidos. Los favoritos actuales comprenden “nacionalista” y “globalista”. Esas designaciones no son muy útiles, y no sólo porque a la gente no le gusta que la encasillen. El mayor problema es que las categorías no se excluyen mutuamente. Un sentimiento nacionalista moderado y un liberalismo que mira hacia afuera pueden superponerse. En los Estados Unidos, sobre todo, ser en parte nacionalista y en parte globalista es algo natural. Es lo que cabe esperar de un país de inmigrantes.

Isaiah Berlin calificó el nacionalismo de expresión patológica de la conciencia nacional. El nacionalismo agresivo causó mucho daño en el siglo XX, pero lo que sostenía Berlín era que la conciencia nacional (o algún equivalente funcional) no es sólo menos dañina que la forma patológica, sino que además es valiosa por derecho propio. Hasta podría ser esencial en la construcción de una sociedad justa, compasiva y bien ordenada.

Tal vez un día se logre una utopía marxista-leninista mundial (“imaginar que no hay países no es difícil; nada por lo cual matar o morir”). Por el momento, las políticas públicas se establecen por y para Estados-nación. En ese plano, casi cualquier iniciativa colectiva, incluidas medidas para civilizar el capitalismo y proteger a los débiles y los desafortunados, exige que algunos se sacrifiquen en aras de un bien mayor. Es probable que esa empresa conjunta sea más efectiva, y sin duda puede ser más ambiciosa, si los ciudadanos cuentan con elementos aglutinadores como una historia, una cultura y valores comunes; es decir, una conciencia nacional.

Si la primera parte del siglo XX demostró cómo puede pervertirse esa idea, la segunda mostró el bien que puede hacer. Se puso fin a los regímenes malos y se estableció un orden internacional que mira hacia afuera. Eso no exigió la supresión, mucho menos la erradicación, de la conciencia nacional. De hecho, sin la marcada conciencia nacional que impulsa y da fuerza a los Estados Unidos, el orden global liberal no podría haberse construido.

La conciencia nacional basada en orgullo racial es repugnante y en extremo peligrosa. Quienes critican a Donald Trump lo han acusado de casarse o al menos flirtear con las posiciones de la supremacía blanca, que debe ser la peor acusación que se puede hacer a un político estadounidense. Por más negligente que pueda ser en la forma en que se expresa, no veo a Trump como un partidario de la supremacía blanca, si bien podría y debería haber sido más directo en repudiar su apoyo. (Aparte de no querer alejar a seguidores de ningún tipo, tal vez calculó que la injusta acusación de fanatismo que lanzó contra todos sus partidarios redundaría en su beneficio, como pasó.)

El error, en todo caso, es combinar conciencia nacional con racismo. Cuando se combinan, como ha sucedido con frecuencia, los resultados pueden ser catastróficos. Pero no tienen por qué unirse.

Creo en el carácter excepcional de los Estados Unidos, y el núcleo de esa idea es la posibilidad de crear un país basado en principios en lugar de heredar una nación basada en lealtad étnica, accidente histórico o religión. La conciencia nacional basada en un compromiso con los principios liberales establecidos en la Constitución me parece admirable. Pero sigue siendo conciencia nacional. Sigue comprendiendo, o debería comprender, cierta medida de orgullo y patriotismo. Si se quiere perfeccionar la unión, hacen falta ambas cosas.

Es cierto, por supuesto, que los Estados Unidos con frecuencia no han estado a la altura de sus principios fundantes. Continúa viviendo con las consecuencias de la esclavitud. Pero la conciencia nacional –lo que comprende la idea de que el país se rige por esas ideas fundantes- a menudo ha sido un medio de enfrentar ese legado y corregir poco a poco las cosas.

La política de los grupos identitarios ahora plantea un creciente desafío a la conciencia nacional. Hace hincapié en lo que divide a los estadounidenses en detrimento de lo que los une. En sus formas más extremas, llega hasta a deplorar lo que une a los estadounidenses (la idea de los Estados Unidos y lo que representan), que califica de hipocresía o autoengaño. Al socavar el compromiso, esa forma de política de grupos identitarios conspira contra sus propios intereses. Ataca la solidaridad social necesaria para tener éxito, el sentido de obligación que sienten los estadounidenses en relación con sus compatriotas.

El debate sobre la inmigración muestra con qué facilidad la falsa dicotomía nacionalismo-globalismo puede distorsionar las conversaciones. Tal vez los globalistas puros no vean distinción alguna entre extranjeros y conciudadanos y sueñen con fronteras abiertas. Buena suerte con el fortalecimiento del Estado de bienestar si ese sueño algún día se hace realidad.Todos los demás piensan que la diferencia importa.

En un extremo, sin duda, están los fanáticos que piensan que los extranjeros son malos porque son extranjeros. En un amplio término medio están quienes piensan que la inmigración perjudica a los ciudadanos estadounidenses y debería limitársela, o que ayuda a los ciudadanos estadounidenses y debería expandírsela, o que ayuda a los ciudadanos estadounidenses siempre y cuando se hagan otras cosas, o que es buena para los Estados Unidos si los inmigrantes aceptan los principios fundantes y se asimilan, o quienes no están seguros de nada de eso pero por lo menos piensan que es necesario hacer cumplir las leyes sobre inmigración. Se trata de un espectro muy amplio de posiciones, pero todos quienes se encuentran en el medio coinciden en una cosa: los intereses de los conciudadanos son lo primero.

Eso es conciencia nacional. No es en absoluto indigna.Es por completo compatible con un liberalismo que mira al exterior en asuntos internacionales. Por otra parte, en caso de que la izquierda no lo haya advertido, es la condición necesaria para una ambiciosa agenda de justicia social. Sin eso no hay forma de mejorar la unión.

Esta columna no necesariamente refleja la opinión de la junta editorial ni la de Bloomberg LP y sus dueños.

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