A Rafael Correa la paciencia se le agota fácil. Si se considera agredido, rápidamente ajusta su contragolpe y lo lanza de manera feroz, como un mensaje de “conmigo no te metas”. Le dicen temperamental, prepotente, líder, hombre de principios, dictador, franco y directo, déspota, patriota y un largo etcétera de adjetivos tan amplio que da para satisfacer tanto a seguidores como a críticos.
“Las características de mi personalidad son positivas para los ecuatorianos: soy decidido, frontal, objetivo, racional, pero si le caigo mal a alguien, ¡qué le vamos a hacer! No me eligieron míster simpatía para contentar a todo mundo, sino para sacar la patria adelante”. Así habla el presidente, con pocos ambages y frases directas a la barbilla.
A Correa no lo eligieron “míster simpatía”, pero sí presidente dos veces, y hoy podría ser la tercera y la última, porque no está interesado en gobernar más. Cuando eso suceda y otro líder llegue a residir en el Palacio de Carondelet, se irá del país para no estorbar ni a los suyos ni a la oposición, ni a los neutrales.
Pero eso sucederá hasta dentro de cuatro años, porque los ecuatorianos siguen pensando que su mandatario no sólo es simpático, sino eficiente. Hoy (ayer) la gente acude a las urnas para votar, aunque las encuestas hayan dictado el desenlace de la historia con bastante antelación: Rafael Correa tiene más del 50 % del apoyo y ve desde la lejanía a su más cercano perseguidor, a casi 20 puntos de diferencia. La victoria está garantizada, ¡qué le vamos a hacer!, citando al presidente.
Ahora Rafael Correa está parado en la cima y abajo ve un día soleado. Cuando llegó al poder, en 2007, la Presidencia de Ecuador era un suelo particularmente inestable. En la década anterior siete presidentes se habían alternado entre escándalos, protestas populares y reemplazos para los meses de transición. Los mandatarios labraban planes de gobierno que eran abortados de golpe y el país daba tumbos entre diversas apuestas administrativas.
Entonces llegó Correa desmarcado de la política de los de siempre para pasar de ser un doctor en economía, vinculado a la academia —tuvo un paso fugaz como ministro de Economía y Finanzas en 2005—, a ser un líder que acumulaba apoyos a manos llenas, que hablaba como la gente común, al que le gustaban los ceviches como a la gente común y que había crecido en Guayaquil, entre el trabajo duro y una capacidad económica ajustada, como mucha de la gente común.
Era un líder de izquierda que hablaba sin eufemismos, que a los pobres les decía pobres y a los ricos, burgueses. Él no quería “contentar a todo el mundo”, le interesaban sobre todo los sectores olvidados. En su primera candidatura ganó en segunda vuelta con el 56,67 % de los votos.
Un ‘scout’ voluntario
Rafael Vicente Correa Delgado, dice, tuvo la vocación para el servicio desde muy joven, y esa fue una de las enseñanzas fundamentales que le dejó haber sido scout. Antes de llegar a la Presidencia, era un político nuevo que acababa de fundar el movimiento Alianza País (Patria Altiva i Soberana), pero anteriormente había creado el grupo scout más grande de Ecuador, “el 17 del colegio Cristóbal Colón”. Lo había hecho porque le interesaba formar jóvenes, porque hablaba duro y su liderazgo arrastraba.
Pasó un año sirviendo como voluntario en Zumbahua, un pequeño pueblo indígena de la provincia de Cotopaxi. Ayudaba en lo posible allí donde el Estado era ausencia, dormía en una casa humilde, comía con los indígenas, charlaba con los indígenas y les auguraba que ya vendrían mejores momentos. Durante su campaña y en posteriores actos públicos, el Correa que prometió que el suyo sería un “gobierno indígena” hablaba en el quechua que había aprendido durante ese año, y las comunidades lo apreciaban.
Vinieron los roces. El presidente “habla quechua, pero lo habla mal”, según Marlon Santi, presidente de la Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador. La frase no fue comprensiva ni amable. Santi calificaba a Correa de racista por no apoyar la idea de declarar al quechua como la segunda lengua oficial de Ecuador. El mandatario, sin ningún asomo diplomático, opinó públicamente que una iniciativa así era una “novelería” y la palabra no gustó mucho.
Tampoco las políticas de explotación minera y petrolera. A Correa lo acusaron de olvidarse del medio ambiente. Lo señalaron de ser un hombre de izquierda y apoyar al mismo tiempo el “modelo extractivista”. Uno de ellos fue su ex ministro de Energía Alberto Acosta, quien hoy lo enfrenta en las elecciones; es también candidato, aunque a leguas de distancia.
La bendición petrolera
Rafael Correa ha sido el presidente más estable de Ecuador en dos décadas. La economía marcha bien, las mayorías apoyan al Gobierno, las ciudades están mejor conectadas. El presidente está arriba también porque sus virtudes se han mezclado con la fortuna: llegó al Gobierno y cortó beneficios a las petroleras e incrementó el papel del Estado. Sin embargo, el movimiento no hubiera resultado tan brillante de no ser por el alucinante ascenso de los precios del petróleo. Fue el séptimo presidente en 10 años, pero ha dispuesto de más dinero que sus seis antecesores juntos.
Ahora, el Bono de Desarrollo Humano que se le entrega a las familias de menos ingresos pasó de 35 a 50 dólares mensuales y el salario mínimo se incrementó de US$ 292 a US$ 318. “Queda sólo el dólar como recuerdo de ‘la oscura noche neoliberal’”, escribió Miguel Ángel Bastenier en su columna de El País de España, la misma en la que cita que en los años de Correa en el poder también “se han construido 7.000 kilómetros de carreteras, están en proceso ocho centrales hidroeléctricas, triplicado los presupuestos de Sanidad y Educación, pronto habrá una línea de metro en Quito, y se trabaja en un nuevo aeropuerto para la capital”.
Los números son aliados del presidente y sus ideales siguen siendo de izquierda: “No somos anticapitalistas, antiyanquis o antiimperialistas”, asegura, pero si considera pertinente una crítica, la lanza o reacciona ante los abusos. Correa, el presidente, piensa que uno de los grandes errores de la izquierda es haber “negado el mercado, el espacio para la economía capitalista”. Correa, el economista, esboza una sonrisa al ver los números de su país.
“Sicarios de tinta”
El 30 de septiembre de 2011 Rafael Correa se asomó por una de las ventanas del Regimiento Nº 1 de la Policía Nacional en Quito, se aflojó el nudo de la corbata y comenzó a gritar. Los policías lo insultaban y se sublevaban por una serie de ajustes salariales impulsados por el Gobierno. Les dijo que si querían al presidente él estaba allí, que le dispararan si eso era lo que querían: “¡Si tienen valor, en vez de estar en la muchedumbre cobardemente escondidos!”.
Ese día, para llegar allí, en un ambiente totalmente convulsionado, Correa caminó en medio de gases lacrimógenos e insultos, cojeando de su rodilla derecha —11 cirugías por cuenta de una lesión que le dejó el fútbol (era defensa central)— y se refugió en el hospital hasta que el Ejército vino para sacarlo de allí. Los policías no dispararon y algunos detractores del Gobierno después bromeaban diciendo que, además de haberse rebelado, habían desobedecido una orden perentoria del comandante en jefe del país, que debieron haber disparado cuando él lo pidió. Como casi todos los presidentes, Correa tiene quien lo odie.
En Colombia, incluso, hubo voces que lo acusaron de favorecer a las Farc, tras el bombardeo colombiano a Angostura, donde se encontraba el campamento de alias Raúl Reyes. Rompió entonces relaciones con el gobierno del presidente Álvaro Uribe, con quien se vio cara a cara días después en la cumbre del Grupo de Río en Santo Domingo. Le dio la mano al mandatario colombiano aunque con su mirada nunca dejó de decirle que quería romperle la cara. Rafael Correa sabe karate.
Él también sabe odiar, o quizá diga que únicamente trata de hacer justicia. Ha intercambiado golpes verbales con los medios de comunicación, con esos que llama “sicarios de tinta”, “prensa corrupta”, y ha ido a los tribunales para castigar lo que ve como deplorable, a pesar de que la contraparte diga que la censura lo es más y que la bonanza de su gobierno le ha permitido extender sus manos hacia todos los poderes públicos.
“La gente ve que el país va bien y a la vez simpatizan o no con el presidente. Si el Gobierno ataca a la prensa, pueden rechazarlo o darle la razón. Sin embargo, pareciera ser que quienes repudian este tipo de actos priorizan lo bueno que ha hecho el Gobierno y poco importa si se están atacando las libertades. No es lo idealmente democrático, pero el bienestar ayuda a no ahondar mucho en lo negativo”, es la reflexión que hace el profesor Santiago Basabe, profesor de Estudios Políticos de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso).
Hoy, opositores y candidatos como Lucio Gutiérrez apuntan que la corrupción abunda en el Gobierno. El hermano Fabricio Correa dice que, de niño, a Rafael siempre le gustaba ser el jefe en los juegos y que ahora se convirtió en un fanático que “se piensa a sí mismo como un mesías y siempre diseñó un proyecto totalitario porque cree que es la única manera de ayudar a los pobres”. Esos juegos entre los dos se acabaron cuando Fabricio, empresario, fue cuestionado por aparentes irregularidades en sus contratos.
Rafael Correa es un presidente sólido. Obtendrá, muy probablemente cuatro años más de mandato, un gobierno más para seguir trabajando, saludar a sus seguidores y encarar a los críticos. A veces parecería que Correa quisiera preguntarse: ¿qué más quieren de mí?
LAS RAZONES DEL TRIUNFO DE CORREA
¿Por qué uno de los presidentes más controvertidos de la escena ecuatoriana de los últimos años tiene tal apoyo popular? ¿Qué implicaciones tiene una reelección para Colombia? ¿Habrá efectos regionales a propósito del resultado?
El éxito de Rafael Correa entre los ecuatorianos, más allá del resultado en las urnas, se debe a tres factores principales: primero, la imagen de antipolítico que ha creado, a pesar de estar en carrera desde 2006.
Desde que era ministro de Economía, Correa fue contra la corriente. Se enfrentó a varios sectores e incluso al presidente de la época, Alfredo Palacio, quien lo criticó por su confesa amistad con Hugo Chávez, algo que aún le granjea enemigos políticos adentro y afuera.
Durante su corta trayectoria de ministro tomó una decisión que lo desligó de la clase política y disparó su popularidad: modificó el fondo de recursos que obligaba a que los ingresos de la renta petrolera fueran destinados al pago de la deuda externa del país. Como ministro decidió que se orientaran a la inversión social.
Con decisiones de ese corte —y a pesar de llevar seis años en el poder— es que Correa sigue teniendo el favor popular. Como lo ha demostrado, el presidente sabe capitalizar muy bien los errores históricos de la clase política tradicional, sobre todo en algunos sectores ecuatorianos desencantados con los partidos de siempre.
Segundo, la Constitución de 2009 tradujo algo casi inédito en la política reciente ecuatoriana: la materialización de una promesa de campaña. Antecesores como Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez no pudieron gobernar porque la presión en el Congreso era tal, que resultaba imposible concretar proyectos políticos. En cambio, Correa contó con una ventaja inestimable. Una vez en el poder, disolvió el Legislativo (al que no presentó listas, acto que se juzgó como suicidio político teniendo en cuenta el destino de otros ex presidentes) y con una Asamblea Constituyente a su favor pudo transformar el sistema político.
Y tercero, la reducción de la pobreza, su activo mayor. Durante su administración hubo una reducción de 10 puntos a nivel general y de casi 7 en cuanto a la pobreza extrema. Un indicador de mucho peso, habida cuenta que la pobreza generalizada del país alcanza el 25 %.
No obstante, dos bemoles empañaron su gestión. Los enfrentamientos con el diario El Universo, tras una demanda por una columna escrita por el periodista Emilio Palacio, en la que lo tildó de dictador. Todo el proceso ante la justicia ecuatoriana le valió el descrédito.
Y el manejo del motín policial, en septiembre de 2010, dejó la imagen de un mandatario sin capacidades para la gestión de una crisis. Sin embargo, tuvo a su favor el respaldo inmediato de la región vía Unión de Naciones Suramericanas (Unasur). Debido a los antecedentes nefastos de indiferencia de los países de la zona frente a atentados contra el Estado de Derecho (léase el autoritarismo de Alberto Fujimori en el Perú, la actitud golpista del recién fallecido Lino Oviedo en el Paraguay o el intento de golpe en Venezuela en abril de 2002), se dio un respaldo inmediato y al unísono a la administración del presidente Correa.
Con Colombia no se deben esperar grandes cambios. Las relaciones comerciales están basadas en productos de alto valor agregado, por lo que el intercambio tiene una incidencia mayor en el empleo a ambos lados de la frontera. Esa dependencia positiva ha sido vital para que durante los peores momentos de crisis política el comercio no se viera afectado.
Para Quito, tomando en consideración su cercanía con la frontera norte, dicho espacio es vital, lo que contrasta con el desprecio con el que desde Bogotá se ha manejado la frontera sur del país en departamentos como Nariño y Putumayo, donde la pobreza, la ausencia de infraestructura y la debilidad estatal han marcado la pauta (índices de NBI de 43% y 36% respectivamente). Consecuentemente, es poco probable que desde Carondelet se cambie o se altere la relación sana que desde hace algunos años se tiene con Colombia.
Finalmente, se ha especulado acerca de las consecuencias regionales de esta elección. A raíz de la ausencia de Hugo Chávez, algunos identifican en Correa a un sucesor de la llamada Nueva Izquierda. Aunque es evidente la afinidad ideológica, Ecuador no tiene una plataforma para proyectarse a regiones del mundo como Medio Oriente, Europa e incluso a América Latina. Las relaciones con el Irak de Saddam Hussein, la Libia de Muammar Gadafi y el Irán de Mahmmud Ahmadinejad se explican por una administración que ha pensado de forma global.
Ecuador ha sido tradicionalmente vulnerable y lo que prima consiste en reducir dicha desventaja histórica. Este panorama que rebasa las prerrogativas de Correa se traduce en que el principal objetivo de política exterior ecuatoriana sea concreto: se resume en la promoción del Yasuní-ITT, parque de la Amazonia ecuatoriana, donde abundan yacimientos de petróleo. La propuesta de Quito al mundo es recibir una compensación por la no explotación de dichos recursos y el respeto por la diversidad de la selva virgen. En la mayoría de foros internacionales el énfasis del Ecuador por sentar un precedente que lo convierta en un caso paradigmático es notorio.
Los errores de los políticos tradicionales, un Congreso con capacidades que excedían su naturaleza y la reducción de la pobreza explican el éxito inédito de Rafael Correa. Sin embargo, en adelante tendrá que lidiar con una oposición que obtiene lecciones del presente y se alista para ejercer lo que apenas está en ciernes: control político sobre la gestión presidencial.