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Opinión: Bancos centrales en tiempos de confusión


Hasta hace poco, la banca central parecía haber encontrado su paradigma institucional en la autonomía y su vademécum operacional en las reglas de Taylor y en las políticas de metas de inflación.

Cerca de 100 bancos centrales del globo han visto reformada su institucionalidad para ganar su independencia de los gobiernos y buena parte de ellos aplicaba la receta de metas de inflación.

Parecía que, junto a la reducida volatilidad del producto y baja inflación que caracterizó al periodo que va desde los años 90 y hasta el 2008, conocido como la Gran Moderación, se había llegado a la última etapa de un largo camino y que, por fin, las cosas estaban ordenadas y puestas donde tenían que estar.

Sin embargo, la crisis y sus secuelas han transportado a la banca central de vuelta a lo que el destacado economista inglés Charles Goodhart llamaría “tiempos de confusión”.

En un trabajo presentado en Basilea en el año 2010, Goodhart postuló que en la evolución histórica de los bancos centrales se distinguen tres categorías con rasgos claramente diferenciados. La primera categoría corresponde a los bancos centrales “victorianos”, privados y manejados por la gran banca, que prevalecieron hasta la Primera Guerra Mundial y que no supieron lidiar con los desequilibrios económicos de la posguerra.

Después de la crisis del 29 y la Gran Depresión, se impusieron los bancos centrales estatales subordinados a los respectivos gobiernos, es decir, sometidos al poder político. Operaron sin grandes tropiezos por cerca de 40 años, periodo en que las economías desarrolladas estuvieron libres de crisis financieras, pero su capacidad para combatir la inflación fue debilitándose.

El shock del petróleo, junto al desplome de las paridades fijas de Bretton Woods de comienzos de los 70 y el fin de la convertibilidad del dólar, marcó su declive final.

A mediados de los 90 se abrió paso la idea que los bancos centrales debían ser independientes del gobierno. Este tercer enfoque se sustentó en la teoría de las expectativas racionales y en el argumento de la inconsistencia temporal, según el cual los políticos favorecen el uso de políticas monetarias expansivas para generar efectos de corto plazo en el empleo con fines electorales.

Se consideró que las decisiones monetarias eran un asunto demasiado delicado para dejarlo a los políticos y que era necesario que expertos economistas, con un sesgo conservador respecto de la inflación, se hicieran cargo.

En esa línea, con el impulso de organismos como el FMI, se extendió la idea que los bancos centrales debían tener como único objetivo la lucha contra la inflación. La regla de Taylor se constituyó en el criterio operacional clave para las decisiones sobre la tasa de interés, en función de las holguras de los niveles de actividad y de precios, y las políticas de metas de inflación (PMI) fueron adoptadas como el mecanismo más aceptado.

La crisis, sin embargo, ha puesto a la institucionalidad vigente y al instrumental predominante en discusión.

Los bancos centrales, ante la inminencia de una quiebra generalizada del sistema bancario, han inundado las economías con billones de dólares de dinero fiduciario y reducido los tipos de interés a niveles cercanos a cero.

El pragmatismo del rescate ha pasado por encima de las recientes reglas, marcando una opción por las políticas discrecionales. No puede soslayarse que ello trae variadas consecuencias sobre el concepto y la praxis de la banca central.

Por ejemplo, resurge la cuestión acerca de la aplicabilidad de la regla de Taylor en escenarios como el actual, caracterizado como la Gran Recesión, puesto que implicaría reducir las tasas de interés nominal a niveles negativos, donde ciertamente las entidades de crédito carecerían de incentivos para prestar y, por esa vía, estimular la actividad económica.

El concepto del mandato único para los bancos centrales, promovido junto con la autonomía, ha sufrido una derrota con la inédita decisión de la Reserva Federal de explicitar numéricamente su objetivo dual (desempleo de 6,5 % e inflación de 2,5 %).

La propia autonomía de los bancos centrales respecto de los gobiernos, que con urgencia requieren de una política monetaria que apoye los esfuerzos por reactivar la economía dados los elevadísimos niveles de desempleo poscrisis, ha perdido terreno. La reciente exigencia del gobierno conservador japonés al Banco de Japón de fijar una meta de inflación más alta es un ejemplo claro.

Está en discusión si se ha de persistir en las PMI o buscar otro objetivo orientador de la política monetaria. Aunque a las PMI se les adjudica la generalizada reducción de los niveles inflacionarios, es posible que ese mérito sólo sea parcialmente merecido. La contribución de la convergencia entre economistas y políticos hacia un mayor conservadurismo en ese aspecto no es menor. La regla fiscal chilena ha sido crucial en la disciplina fiscal y la contención de la inflación. Además, en un contexto donde muchas economías reducen su inflación, la importación de inflación externa disminuye. Incluso los países menos "disciplinados" se benefician.

Por otra parte, la PMI tiene ciertas debilidades importantes. Una de ellas es que se centra en la inflación de bienes y servicios, desatendiendo la inflación de activos, haciéndola inútil ante la creación de burbujas. Con ello abre un flanco de inestabilidad a la economía e ignora una fuente de volatilidad del producto. Las señales de nuestro banco central, primero respecto del nivel de precios de la bolsa y, en el último tiempo, sobre el sector inmobiliario, evidencian aquello. Otra debilidad es su baja efectividad ante shocks externos de precios. Poco puede hacer la PMI en un país importador de combustibles para reducir el impacto de un shock del petróleo. Es más, podría ser contraproducente, pues la reacción de la regla es aumentar la tasa de interés, con lo que se agudiza el efecto contractivo del shock externo.

En el caso chileno, hay condiciones estructurales que hacen compleja la aplicación de la PMI. Por un lado, la extensión de los precios regulados e indexados reduce la capacidad de la PMI para generar efectos en plazos cortos. Además, nuestra concentración exportadora nos hace vulnerables a las fluctuaciones del precio del cobre, pero la PMI tiene un sesgo pro apreciación de la moneda, lo que incrementa esa vulnerabilidad.

La inconsistencia temporal parece haber cambiado de domicilio y pasado de los políticos populistas a los reguladores indulgentes. La mayor fuente de presiones inflacionarias no está en demagógicas promesas electorales, sino en los trillones de liquidez que ha demandado el rescate de los bancos. A la carga de velar por la estabilidad de precios y de las paridades, se agrega el peso de lidiar con el riesgo sistémico, una tarea que la banca central había subestimado y que hoy la agobia.

La inmensa liquidez y las bajísimas tasas de interés en los mercados desarrollados estimulan crecientes flujos de capital hacia las economías emergentes, atraídos por la estabilidad fiscal y mayores niveles de tasa. La consiguiente apreciación de sus monedas distorsiona su comercio exterior, amenazando con crecientes déficits comerciales. Comienzan a sonar los tambores de una guerra de divisas, preludio de una inestabilidad cuyo alcance es difícil de pronosticar. Lo que en 2007 estaba cimentado en roca, hoy tiembla. Como anunció Goodhart en 2010, la confusión parece que ya está instalada. ¿Surgirá de aquí una banca central nueva? ¿Cuáles serán sus rasgos distintivos?

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