He acá un hecho: la mayoría de las sociedades exitosas en materias energéticas han optado por políticas energéticas participativas y, así, legitimadas. Lo cual es por cierto esperable para una encrucijada política (con aristas técnicas). Por otro lado, cualquiera sea la forma que han adquirido dichas estrategias —resultado de las distintas concepciones del mundo material y espiritual de las sociedades—, cuesta encontrar entre estas naciones políticas energéticas similares a las adoptadas en Chile durante las últimas décadas, en particular respecto al sector eléctrico. Aun siendo holgados —y negligentes— en la comparación, esto es, sin ir más allá que tomando en cuenta la competitividad de los costos, el resultado de la comparación es desalentador.
En los años ochenta el mercado eléctrico chileno sufrió una profunda transformación. En el contexto de un marco político de excepción se diseñó e implementó un modelo que situó la competencia entre privados en la generación y distribución eléctrica como piedra angular. Algunas de estas reformas en el sector eléctrico, se registra, fueron replicadas en ciertos países europeos con relativo éxito. Hasta ahí las similitudes. Ya sea mediante agencias abocadas al estudio de tecnologías específicas, mediante la promoción o a través de programas de ahorro a gran escala, ninguno de estos países se desligó de la tarea de concebir un horizonte energético, o al menos un esbozo, a la escala de lo que sucedería en Chile en los años venideros. De la mano de los excelentes retornos financieros iniciales que resultaron de cuestionables privatizaciones y luego gracias al barato gas natural argentino, el modelo energético chileno pareció funcionar durante los siguientes quince o veinte años.
Sin embargo, a más de una década del fin de la era del gas argentino, la situación del mercado eléctrico chileno es, en el mejor de los casos, preocupante. No por cuanto un inminente apagón de televisores, sino por una serie de síntomas mucho más alarmantes, entre los que se cuenta el número de licitaciones declaradas desiertas, la así llamada judicialización —que bien refleja la manera en que nos relacionamos—, la ausencia de una visión (o bien de un presupuesto que acompañe dicha visión) de quienes en sus diversas instancias representan a la sociedad chilena, e incluso la preocupante ausencia del petróleo en el debate energético actual, el cual representa casi la mitad del sector energético nacional.
Así, en un momento en que apremia una revisión del modelo energético chileno, es de esperar que los casos exitosos implementados en otras sociedades, amparados en su palpable existencia, puedan transformarse en referencias para la discusión de la energía en Chile.
Patricio Lillo
Profesor Eficiencia en Minería, Departamento de Minería UC