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La noche triste de “El más Grande” Ali y su “combate” contra el japonés Inoki

La noche triste de “El más Grande”

Un 26 de junio de 1976, en Tokio, lo que se vendió como el espectacular enfrentamiento entre el boxeador y el karateca, sólo fue una mascarada, el tongo más grande y mejor pagado de la historia. Un episodio que, sin duda, constituye un manchón en la trayectoria del pugilista idolatrado por sus hazañas sobre el ring y por enfrentarse al poderío del Imperio para no combatir en Vietnam.


No es el mejor boxeador de todos los tiempos, como muchos creen o aseguran, pero nadie podría arrebatarle el título de “El más grande” de la historia. Se lo ganó por sus reiteradas hazañas sobre el cuadrilátero, pero más que nada por su postura irreductible en contra de la guerra de Vietnam y la defensa permanente de la dignidad de su raza.

Muhammad Ali, nacido en Louisville, Kentucky, un 17 de enero de 1942, tuvo sin embargo su noche triste cuando, el 26 de junio de 1976, en el Nippon Budokan Arena, de Tokio, protagonizó una de las más grandes mascaradas del deporte de toda la historia: su enfrentamiento contra el japonés Antonio Inoki, reconocido como el máximo exponente de la lucha libre a nivel mundial.

La historia cuenta que, estando en Japón, Ali le preguntó en son de broma a Ichiro Hatta, por entonces presidente de la Japanese Amateur Wrestling Asociation, si no habría algún peleador oriental que se atreviese a enfrentarlo. La consulta de Ali fue titular de primera página, y como habiendo negocio de por medio nunca faltarán los interesados, Inoki, que además de luchador tenía entrenamiento en karate y catch wrestling, recogió el guante.

Bob Arum, el poderoso promotor que por aquellos años competía mano a mano con Don King en el montaje de peleas multimillonarias, por cierto no podía dejar pasar esa oportunidad preciosa de hacer dinero grande. Rápido de mente, como pocos, Arum decidió venderle al mundo la lucha a muerte de un boxeador frente a un karateca, porque así decidió presentar a Inoki.

Y lo que comenzó como una simple broma fue adquiriendo caracteres apocalípticos. Que en un ring se enfrentaran el campeón del mundo de boxeo de todos los pesos, reconocido por los dos organismos que en aquellos años manejaban el pugilismo mundial, es decir, el Consejo y la Asociación, frente a un eximio karateca, sólo encontraría su símil décadas más tardes, cuando a los cerebros de Hollywood se les ocurrió oponer a Alien con Depredator, a Godzilla con King Kong o a Superman con Batman.

El mundo quedó en vilo, produciéndose en todas partes –incluido Chile- la discusión entre cuál de los dos protagonistas tendría más recursos técnicos para transformarse en el vencedor.

Alí, decían aquellos amantes del boxeo y que idolatraban a quien, despojado de su título por negarse a combatir en el sudeste asiático, había resignado los casi cuatro mejores años de su vida alejado del ring para volcar sus energías en una batalla legal e ideológica contra el “establishment” del Imperio, de la que emergería finalmente vencedor.

Inoki, decían por su parte los amantes de las artes marciales, absolutamente convencidos de que esos héroes que siempre nos mostró el cine eran capaces descalabrar a cuatro o cinco tipos a la vez y de desgajar un árbol a punta de puños de hierro y patadas voladoras.

Poco a poco, sin embargo, la balanza del favoritismo se fue cargando hacia el japonés. “El dios Inoki”, como era conocido el idolatrado luchador por la prensa internacional, tendría ventajas debido a la libertad con la que podía atacar. Alí, en cambio, esta vez limitado por el uso de guantes de boxeo, sólo podría defenderse tirando golpes o abrazando a su rival.

Se trataba, claramente, de un mundo mucho más ingenuo (o menos perspicaz si se quiere) que el actual, donde el no sospechar de todo está resultando en una imperdonable candidez. Porque de haberse conocido los entretelones del singular combate nadie habría gastado tiempo ni palabras acerca de su desarrollo y su desenlace. Para decirlo pronto: se establecieron reglas tan sui generis que el colosal enfrentamiento no pasó de ser uno de los tongos más grandes y mejor pagados de la historia.

Según el periodista especializado en boxeo, Jim Murphy, la lucha estaba originalmente planeada como un combate coreografiado al estilo de la lucha libre profesional, y su final consistiría en que Ali lograría noquear limpiamente a Inoki, pero golpeando también al árbitro como por accidente. Ello le permitiría al japonés recuperarse y noquear a su vez a Ali por la espalda, con una patada en la cabeza, consiguiendo de ese modo la victoria

Un final que, obviamente, les permitiría a ambos terminar con su fama intacta.

La historia cuenta que, enterado, Ali no estuvo de acuerdo con perder y habría exigido que el combate fuera real, pero con una serie de reglas especiales.

De esa forma, se acordó finalmente un reglamento en que Inoki no podría ejecutar derribos, proyecciones o sumisiones sobre Ali, ni golpearle en el suelo, ni usar puñetazos, patadas a la cabeza o al cuerpo, o patadas a cualquier otro lugar, a no ser que tuviera una rodilla en contacto con la lona. En palabras del experto en artes marciales Don Draeger, esto limitaba las opciones del japonés de manera abusiva, pero éste y su equipo no podían negarse o el combate nunca tendría lugar.

Ali también exigió –además- que estas reglas se mantuvieran en el más absoluto de los secretos.

Mientras todas esas tratativas se mantenían tras bambalinas, la fecha para el espectacular enfrentamiento seguía acercándose. Y entre esos episodios, por cierto, no podía faltar la habitual rueda de prensa cuyo fin último, más que conocer las opiniones de los protagonistas sobre el rival y sobre el combate, es contribuir a atizar aún más el fuego de la odiosidad –supuesta o real- entre los peleadores, para alimento de los incautos.

La expectativa por ver este verdadero choque de colosos fue desbordante. Y en una multitudinaria conferencia de prensa, fiel a su estilo, Muhammad Alí llamó a Inoki “Pelícano”, debido a su largo y prominente mentón, al paso que se acercó a él para regalarle un par de muletas. Inoki, sin embargo, respondió rápido: “En el ring te voy a moler a golpes”, le dijo.

Bob Arum, el promotor, no podía más de contento. La pelea sería transmitida a casi 40 países. Y su felicidad alcanzó el clímax cuando la noche de la pelea vio que el Nippon Budokan Arena se hallaba repleto con 15 mil espectadores.

El árbitro escogido para la mascarada fue Gene LeBell, quien ya había participado en una lucha similar, aunque casi anónima, contra el boxeador Milo Savage, en el año 1963, por cierto sin la expectación de este combate denominado “histórico”.

No más comenzada la pelea, fijada a 15 asaltos, como cualquier título mundial de boxeo de aquellos años, Inoki, absolutamente limitado por las reglas fijadas para el confronte, se tiró al suelo y desde allí se defendió con patadas a las piernas de Ali, mientras este huía y le gritaba desafiante, en un intento de forzar a Inoki a luchar de pie. Hasta llegó a subirse sobre las cuerdas para eludir las patadas del japonés. Este, por su parte, ante un rival en tal posición sólo pudo conectar seis golpes en el rostro del nipón frente a las 64 patadas que logró propinar Inoki.

Al final, los jueces del combate sentenciaron un salomónico empate 3 a 3, y el público, desconocedor de las restrictivas normas del original confronte, abucheó y arrojó monedas y todo tipo de desperdicios sobre el cuadrilátero.

Obviamente, habían sido víctimas de una descomunal estafa, pero absolutamente legal. En esto, no cabe duda, Ali e Inoki fueron unos precursores.

Los únicos que sacaron cuentas alegres tras el poco usual combate fueron Alí, que cobró una bolsa de 6 millones de dólares (equivalente a unos 28 millones de hoy), e Inoki, que se hizo de un cheque por una cifra un poco menor: 4 millones. Y, por supuesto, Bob Arum, que en la primera fila del “ring side” echaba a andar la calculadora sabiendo, además, que él no había estado sobre el ring protagonizando tan gigantesco ridículo.

Pero a Alí la farsa no le salió gratis. Sus piernas quedaron llenas de coágulos y pocos días después, producto de una infección de sus heridas, debió ser ingresado a un hospital. Motivo obvio de preocupación para su entrenador, Angelo Dundee, que sabía que en dos meses más su pupilo debería defender su corona frente a un Ken Norton que, por aquellos años, era uno de los rivales más calificados.

Lo peor de aquella jornada fue el contraste que se produjo apenas horas después. Sobre un ring montado en el Stade Louis II, de Mónaco, el campeón del mundo de peso mediano, el argentino Carlos Monzón, defendía exitosamente su corona ganándole en fallo unánime al colombiano Rodrigo Valdez en un peleón que no admitió pausas ni respiros durante los 15 asaltos.

Si la Ali-Inoki había constituido una vomitiva mascarada, la Monzón-Valdez había enaltecido al boxeo.

La noche aquella frente a Inoki, no cabe duda, fue todo un manchón en la carrera de Ali.

Será porque incluso los más grandes, y Ali ha sido indudablemente el más grande de todos los boxeadores que ha dado la historia, también se equivocan.

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