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Escribas de sí

Es la buena autografía que dice tener, en momentos de escribir, el afilador de cuchillos.


Al escribir no siempre se escribe.



Se busca en el ojo, en la esfera húmeda del ojo, esos lugares donde quedó prendida la escritura (prendida como podría hacerlo una prenda, una blusa que se hace jirones, los puntos corridos de una media). Se agarra, la escritura, de alguna pequeña aspereza encontrada en los trayectos, algo que quiere limar o ser limado, dejarse corroer.



Pueden ser los objetos que portan pasajeros, vendedores y mendicantes en ciertos recorridos de micro, por ejemplo, aquellos que corren y atraviesan costas hospitalarias: diagnósticos plastificados que se exhiben al público; radiografías ocultas en grandes sobres de papel kraft que dificultan el pago del pasaje; mercancía al por menor destinada al daño y a la pena: tiras de parchecurita, de dipirona, de agujas, de alfileres de gancho; pañuelos de papel. O puede que la escritura se abulte al sufrir el cuerpo un desnivel y, mientras descendemos, ésta permanezca suspendida al ínfimo vértigo que le producen, por ejemplo, las baldosas y el estucado carnicero en Estación Irarrázaval después de la flora en los mosaicos de Estación Bustamante, o el estucado verde ether de la Estación Salvador tras las baldosas tricolores de Estación Manuel Montt.



Escapamos por la boca del Metro, pero allí, en las líneas del pegamento de las baldosas, en el yeso recubierto de látex, en el marco vacío de las vitrinas de publicidad desocupadas, permanece algo que íbamos a escribir. No sobre la ciudad, no del poema de la ciudad que se escurre a sí mismo, sino sobre otras cosas que gotean.

El escrito ya está allí en la noche, escribe Marguerite Duras, escribir se hallaría al exterior de uno en una confusión de los tiempos: entre escribir y haber escrito, entre haber escrito y tener que seguir escribiendo. Habla de desciframiento de algo ya hecho, habla del sueño de la vida de uno, habla de una masa entre vida y muerte, de confrontación entre algo que ya está allí y algo que debe tomar su lugar. Marguerite Duras habla del rutilante y opaco texto que fue suyo, de la carrera que llevó a cabo su pluma para inventar otro tiempo, hacerlo surgir en su propio desquicio entre las palabras.



Los textos yacen afuera, es cierto. Pero en Santiago (como en otros caseríos o ciudades de aquí, Cameron, Chañaral, Colliguay, Alhué) es el relato del tiempo desquiciado -todo afuera y adentro suprimido- que nos acosa, su trizada historia que nos envuelve.



Es el objeto que nos fue hurtado y que reconocemos en un puesto de venta en el Persa. Es la distante congoja de la mirada alacalufe, extinguida violentamente de su suelo, hallada bajo otro maquillaje en el rostro que cruza un Pasaje de la capital. Es la imagen de La Moneda bombardeada en el año 1973 encontrada como antigüedad entre las fotografías y las postales de colección que extiende el vendedor ambulante sobre su paño, en la feria callejera. Son las letras caídas, las esporádicas letras apagadas en los letreros de las tiendas que vuelven ilegible su texto y la radical incomprensión del rótulo en inglés por el cual es reemplazada su deleble caligrafía. Es la buena autografía que dice tener, en momentos de escribir, el afilador de cuchillos.



No escribimos cuando escribimos. El escrito ya está allí, en el afuera de nosotros mismos que somos.
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Guadalupe Santa Cruz, escritora y profesora de la Universidad Arcis, ha publicado las novelas Cita capital y El contagio.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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