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Paraíso, no gracias

Se promovió la imagen de un paraíso tipo teatro, en que los fieles toman asiento, conforme van llegando, en una butaca vitalicia que responde a los méritos capitalizados por cada uno.


Me temo que la eternidad invita peligrosamente a la vida sedentaria. La misma figura que la estampería católica ha dado de Dios, no resulta, en este punto, demasiado alentadora.



Siempre en el trono, con barba blanca, con pesada ropa de ceremonia, es la clase de persona, con unos kilos de más, que no aguantaría ni un set completo de tenis en un simple torneo amateur. Pienso que hay que insistir ante quien competa en un cambio de imagen institucional en esta cosa del cielo y la bienaventuranza.



La bellísima descripción de la visión beatífica que Dante hizo en la Divina Comedia, aquella rosa mística del último círculo de los astros, fue hace tiempo sacada de circulación. La catequesis necesitaba algo brutalmente simple. La bienaventuranza es ver a Dios cara a cara: así lo han dicho siempre los teólogos. Por eso se promovió la imagen de un paraíso tipo teatro, en que los fieles toman asiento, conforme van llegando, en una butaca vitalicia que responde a los méritos capitalizados por cada uno.



Naturalmente, a mayor perfección de vida (mayor cuenta corriente espiritual), la butaca es más cómoda y se encuentra más cercana del proscenio, en un puesto desde donde se contempla mejor a Dios.



Esta imaginería simplista y fácil de la vida eterna, convertida en función de teatro, ha castigado las mentes de muchas generaciones de devotos católicos que no llegaban a entender dónde estaba la gracia de esta celestial recompensa. Muchas veces, con un poco de miedo a pecar de irreverencia, confesaban que la perspectiva más optimista para la otra vida -la del cielo- resultaba francamente muy poco atractiva.



La idea de un escenario y de un público contemplativo, e incluso extático, terminaba perfilándose como un suplicio. Pero sus autores no fueron gente ingenua: proyectaron hacia un futuro intemporal, lo que deseaban para su tiempo presente. Querían fieles pasivos, etéreos y, por supuesto, que defendieran la propiedad privada de las butacas del paraíso. Querían feligreses enladrillados en dogmas, incapaces de crítica, que dijesen siempre amén ante la excelencia del espectáculo. Así echaron a andar la macabra catequesis del cielo-teatro.

La verdad es que había otras maneras de imaginar la vida eterna.

La más bella, y ampliamente repetida en la Biblia, es la del banquete. El paraíso vivido como un ágape jubiloso, rociado por el vino y la conversación y culminando en alegres bailes en que los cuerpos gloriosos desgastaran sus grasas y circulase a través de la mesa aquella risa inextinguible de la que hablaba Homero al referirse a los convites del Olimpo.



Entonces tendríamos una estampa de un Dios jovial, amoroso y seguramente con buenos reflejos ante la pelota.
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Rafael Otano es académico de la Universidad de Chile, periodista y escritor; escribió el libro Crónica de la transición (Planeta, 1995).


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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