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Divorcio y fetichismo familiar


Es común leer y oír que algunos oponen familia a divorcio. Se trataría de opuestos irreconciliables; el divorcio sería un arma destinada a destruir la familia, y con ello, alentar la descomposición del tejido social, vaya a saber uno con qué tenebrosos propósitos. Se llega a decir que «donde quiera que se ha legalizado, se ha multiplicado más y más», es decir, que el divorcio provocaría divorcios, como si, por ejemplo, la quiebra de sociedades comerciales insolventes se multiplicaran porque existe ley de quiebras, de modo que suprimiendo la ley, pondríamos fin a la insolvencia. En realidad si se aprueba en el Senado la ley de divorcio -porque en la Cámara de Diputados ya lo fue- los divorcios serán expresión del estado de las parejas y matrimonios. Aunque parezca una tontera, si se aprueba una ley de divorcio, habrá divorcios en Chile, sustituyendo, eso sí, la separación, las huidas, la violencia, y la descomposición continua de las relaciones familiares o las nulidades fraudulentas al alcance sólo de quienes tienen recursos.

Esa visión ideológica de la familia que hace de ella pura bondad y beneficio es una absurda falsedad de la evolución histórica de la familia e incluso de nuestras experiencias personales. Ideologizar una institución social hasta volverla un objeto incomprensible y desconocido en la realidad, y, luego, convertir dicha transfiguración en un espejismo que el Estado debe defender es un error. Hacer de la familia un fetiche es un camino que no conduce a ninguna parte.

Cualquier experiencia sincera y significativa de vida familiar evidencia que tanto la grandeza, la educación y la moralidad como el odio, la violencia, la ingratitud o la envidia se gestan, al mismo tiempo, en familias. Estas cobijan, anidan y moldean a los individuos tanto como la naturaleza de seres únicos y diferentes nos impulsa por caminos que nos trazamos solos, aprendiendo de victorias y sin sabores. Ahí están los casos dramáticos de Churchill a quien su padre despreciaba, de P. Auster que sólo a la muerte de su padre lo perdona mirando a su hijo o de Kafka cuyo padre no lo entendía. En las familias se gestan experiencias insustituibles que el divorcio no destruirá sino que permitirá reorganizar situaciones dramáticas donde los cónyuges se miran como extraños y en ocasiones como enemigos.

El divorcio, como se observa en todo el mundo, no destruirá nuestra civilización y la cultura, por el contrario, la hará coincidente con los ideales de personalidad moral propios de la modernidad y corregirá externalidades negativas que carecen en la actualidad de preocupación pública.

Una ley de divorcio no va a reconstituir matrimonios deshechos por el alcohol, la violencia interior, el desamor o la pobreza, pero puede hacer a muchas personas, en la actualidad prisioneras del sistema legal, algo más felices. El divorcio permite corregir externalidades negativas que el actual modelo jurídico provoca, al facilitar que en una discusión reglada y ante un juez, tanto la mujer como los hijos reciban frente a la irreconciliable separación un trato económico y moral justo, posibilita prestar atención global a los intereses de los menores y por cierto, permite que seres adultos pongan fin a una falsa cohabitación, a la descomposición o indiferencia. En este sentido la ley de divorcio, es un bien público indispensable.

Pero existen razones de peso para aceptar e impulsar el divorcio. Hay razones morales para ello. Una ley de divorcio supone determinada concepción de individuo y de persona, que la idea de un matrimonio indisoluble no satisface. En efecto, la ley de divorcio coincide con los ideales de autonomía moral y autodeterminación que están a la base de la idea de personalidad moral desarrollada en los últimos siglos. Sin esta concepción de la personalidad moral autónoma, la modernidad carece de todo sentido. En conformidad a esta noción de persona, los individuos son capaces y libres para fijar los fines y los medios que configuran su existencia más primaria, y no están obligados a identificarse con ningún conjunto predeterminado de fines que dirija su forma de vivir y que les vengan impuestos.

Así, los individuos han de poder decidir sobre aquellos aspectos centrales que configuran su vida mas íntima, privada, como lo son los asuntos de su familia o de su matrimonio, y de, por ello, si lo creen, escoger otra vida que más les convenza. Una concepción de persona así entendida, permite a los individuos ser propiamente titulares de sus vidas, sujetos responsables de sus actos. Una ley de divorcio estimula la responsabilidad individual. En cambio la idea de indisolubilidad del matrimonio, fundada en una moral natural, fija -que el individuo no puede modificar-, trata a los individuos como incapaces de decidir los asuntos más sensibles de su existencia, al obligarlos a casarse sin poder cambiar de común acuerdo dicha situación, o sencillamente lo rebaja a la condición de medio para satisfacer ideales de virtud comunitarios, de bien o religiosos, que él no ha elegido libremente.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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