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Está puesta la mesa


Hay sitios desde los cuales se puede entrever otra pantalla que aquella que enmarca la actualidad. Las Vacas Gordas es un hangar donde almuerza la Transición: un amplio, rectangular y liso restorán donde caben todos, una suerte de embudo sin extremidades anchas ni angostas, un lugar de paso detenido, retenido por las carnes que se asan a las brazas entre uno y otro horario de trabajo. No aparecen las jerarquías. Jefes y subalternos celebran el cumpleaños del empleado en la mesa dispuesta como festín. El fondo del recinto es aquel de las festividades colectivas, de los clientes numerosos, y los aprendices de mozo no acceden a él, la envidia corre de un extremo al otro de este hangar que no es embudo, sino proyección planisférica de un invisible volumen.

El desafuero a Pinochet hace de pronto visible la corpulencia de dos hombres que ingresan y se acomodan en un mesa pequeña, extraen el celular respectivo y entablan por separado una conversación. No se trata de conspiración, sino de la temible y solitaria corpulencia que toma asiento en este pasillo-comedor.

Más allá, una mujer y su niña instalada en la silla infantil, aquella con el camuflaje blanco y negro de las vacas.

Luego este hombre demora en lenta y narcisa ceremonia el desprenderse de la chaqueta, su mesa es de negocios, su porte deportivo. Concentra y calcula la velocidad ante el colega y la contraparte, una mujer que viste y habla de riguroso negro, cómoda en la desnudez que lleva puesta en los brazos.

La pareja hecha de la distancia entre las hombreras masculinas y el impecable -implacable- maquillaje femenino otoñal, evoca otra distancia, aquella que supone la promoción de la Constructora sobre un edificio de departamentos: Para Vivirlo por Dentro.

Un hombre da muerte a su padre porque lo humilla.
Una mujer extravía a su niño en el refrigerador desconectado.
Un profesor dispara sobre su superior y sobre su hija.

Los mozos desfilan entre las mesas y los murmullos -ninguna voz quiebra el tibio ruido de fondo- con las bandejas de aperitivo. La luz uniforme del rectángulo, la alineación en serie de las mesas, la ausencia de rincones y la prometedora profundidad del embudo -no se sabe si boca arriba o boca abajo- son la convocatoria del local. La luz, el implacable e insomne foco, es aquel de la representación, Para Vivirlo por Fuera.

A menos que ahora irrumpa algo de las sombras, de los relieves que el fuero del dictador aplanaba.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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