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El camarote de los hermanos Marx


Los jueces están apretando muy fuerte las tuercas. Guzmán y Muñoz, imperturbables, en Santiago; Servini de Cubría, intrépida, en Buenos Aires. Desde los Estados Unidos llega la metralla venenosa de los documentos desclasificados. A esto se añade el chorro recién abierto de las confesiones de algunos reos y, todavía más, la inminencia del 6 de enero, día en que, según parece, los Reyes Magos no nos van a traer como regalo las informaciones, solemnemente prometidas en la Mesa de Diálogo, sobre el paradero de los detenidos desaparecidos.



El paisaje político, con todos estos ingredientes, exhala confusión y los actores del drama comienzan a sentir los nervios y a moverse erráticamente en la foto. Unos ensayan la huída hacia delante; otros se acogen bajo sagrado, al alero de la Iglesia; unos cuantos derraman lágrimas de cocodrilo. Es todo un despliegue de energías cruzadas, de acciones y reacciones, de marchas y contramarchas, cuya sumatoria final, esta vez también, va camino de arrojar una resultante cero.



De nuevo se han consumido kilómetros de tinta, se han aplicado mágicas recetas de gurúes comunicacionales para volatilizar, de una manera aséptica e indolora, el sangriento lastre de la violación de los derechos humanos durante el régimen militar. Y volvemos al mismo punto cero, con un poco más de cansancio y algo menos de esperanza. Así sucedió en tiempo de Aylwin y de Frei y Lagos sigue la misma ruta.



Los apretones de los jueces en las dos últimas semanas han producido, pues, una súbita aceleración de película muda. Todo pasa a la vez, sin orden y de modo nada complementario. La Iglesia Católica monta una liturgia del perdón a bombo y platillo, mientras Izurieta viaja sigiloso a Roma a conversar unas palabras con el Papa. Por esos mismos días, Lavín está en Italia y sus amigos Sodano y Medina le facilitan la asistencia a una misa privada del Pontífice en el Vaticano. Pero no faltan entre tanto, aquí en Chile, las declaraciones del inefable obispo castrense Pablo Lizama, elusivo como una anguila ante los temas de fondo.



Los medios de comunicación recogen estas noticias y los ciudadanos no alcanzan a comprender el sentido de esta piadosa oleada.



El factor Pinochet



En los mismos días, Pinochet es agasajado por sus 85 años y ahí acepta sin ganas su responsabilidad «de todos los hechos que dicen que el Ejército cometió». Eso es leído caritativamente por algunos como una petición de perdón, aunque esta palabra no sale nunca ni de sus labios ni de los de la gente que lo rodea, para dirigirse a las víctimas de su régimen.



El cardenal Darío Castrillón trae un mensaje de Juan Pablo II que lo comunica en la gran celebración con que culmina el Congreso Eucarístico Nacional en el Parque O’Higgins.



Por otra parte, se está celebrando el Jubileo 2000, a raíz del cual se habla de indultos propiciados por la voluntad del Papa, de exhortación a la paz entre los chilenos. Se ha levantado una ventisca piadosa e incluso Lagos habla en la Catedral, después de Errázuriz, en la ceremonia del perdón, en que los distinguidos asistentes mostraban un rostro de aburrimiento y de conciencia de asistir a un torturante déjá vu.



El país se ve asaltado por una sospechosa explosión de bondad e indulgencia. Pero, después de tanta agitación altruista, todo el mundo ha quedado tenazmente en su sitio.



Esta situación se parece a la famosa escena del camarote de los hermanos Marx, en que se van amontonando distintas personas de buenas intenciones, quedando todos atrapados por el caos y el sinsentido.



En el simbólico camarote han quedado enredados, esta vez, entre otros, Pinochet y el Papa; Lavín y Medina; Izurieta y Errázuriz; Lagos y Sodano; Castrillón y Lucía Hiriart; el obispo Lizama y Longueira. Todos pataleando con expresiones de amor y sonrisas de plástico, pero incapaces de encontrar salida a un conflicto cada vez más embrollado.



Y esto porque se quiere ocultar la crudeza de los hechos con retóricas y celebraciones que huelen a falso.



Unas cuantas decisiones y palabras de los jueces nombrando con sencillez lo evidente están sirviendo más a la reconciliación, que tanto ejercicio mental y ritual para eludir la historia y para evitar mirar a los ojos de las víctimas, a fin de pedirles directamente perdón.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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