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La Modernidad anda en micro


La instalación de las máquinas cobradoras en las micros es una especie de metáfora de las imperfecciones y las pifias de la modernidad en Chile. Se advierte, en primer lugar, una conducta conservadora. El pasajero que sube tiende a dirigirse al chofer, extendiéndole las monedas, como venía haciéndolo desde tiempos inmemoriales. El conductor, entonces, con un gesto malhumorado le indica la máquina, como diciéndole: arrégleselas con ella.



Y ahí empiezan los problemas: el tipo mete el dinero en una especie de minibatidora que, luego de darle varias vueltas a las monedas, termina escupiéndolas en el depósito por donde debería salir el boleto. El pagador debe repetir la operación una y otra vez hasta que la dichosa máquina se digna a aceptar la plata.



Entretanto el público empieza a amontonarse en la pisadera. La viejita que viene a continuación se toma su tiempo para sacar una moneda tras otra de su chauchera y se cala los anteojos en busca de la ranura. Los pasajeros se impacientan. El chofer, sin abandonar el volante, dicta un curso de capacitación sobre el uso del artefacto. Recién entonces algunos de los que esperan se enteran de que no pueden pagar con billetes y recurren a la solidaridad del prójimo, implorando que les cambien un billete de mil aunque sea en monedas de a peso. La viejita no logra enchufar las monedas con sus dedos tembleques y termina derramando el contenido de su chauchera en el piso. Un señor impaciente mete tres monedas de cien. La máquina le da el boleto pero no el vuelto. El caballero protesta. El chofer se encoge de hombros. En un acto subversivo de redistribución de la riqueza, la máquina le entrega el vuelto del señor a la mujer embarazada que sigue en la fila, y así sucesivamente.



Finalmente, el chofer opta por cobrar una tarifa rebajada, que él mismo fija, y que deposita manualmente en su bolsillo.



Por su comportamiento impredecible y caprichoso, que recuerda al de las líneas de montaje y a los aparatos mecánicos de la película de Chaplin Tiempos modernos, las máquinas cobradoras instaladas en la locomoción colectiva como uno de los grandes logros de la modernidad urbana, han terminado por convertirse en una pesadilla. Tanto es así que algunas líneas optaron por reemplazarlas por personas, y en el parabrisas anuncian: Cobrador humano, para que la gente se suba sin miedo.



Me recuerda la escena final de La guerra de las galaxias. Luke Skywalker debe introducirse por el túnel que lleva al punto débil de la Estrella de la Muerte. En el momento decisivo desconecta la computadora y confía enteramente en él mismo y en la Fuerza. Es lo que han hecho muchos micreros. Pusieron a un cobrador humano, al que habría que decirle: Ä„Que la fuerza te acompañe!



¿Qué irá a ser de estas máquinas? Creo que terminarán como un adorno más de las micros, recibiendo el excedente de calcomanías que ya no caben en los espejos. Así, van a terminar llenas de leyendas en letra gótica: «Dios es mi copiloto», «Odiarme podrás, olvidarme nunca», etcétera, de paisajes tiroleses, láminas del corazón de Jesús, y pernos persiguiendo a tuercas que imploran que sin aceite no.



Y ahí quedó la modernidad, olvidada entre tanto elemento premoderno que se sube a las micros: vendedores, cantantes, indigentes, carteristas y presos que piden plata para «la carreta».

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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