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Penúltima crisis de la Democracia Cristiana


El estupor inicial ante el proceso judicial contra Pinochet se está convirtiendo en la rutina de una teleserie. Durante casi treinta meses estamos viviendo la experiencia inimaginable de ver cómo se reduce la figura imponente del dictador a la de un ciudadano común que tiene que dar cuenta de sus actos ante el mundo e incluso ante sus víctimas. Por vía estrictamente legal se le ha abierto al inoxidable patriarca un espeso otoño en que se ha roto el Gran Implícito de la transición: que Pinochet no podía ser juzgado políticamente, ni mucho menos se podía permitir que fuese sometido a los tribunales.



Después de haber estado tanto tiempo los gobiernos de la transición pisando huevos, ahora se les derrama una tortilla completa. Por haber querido despinochetizar torpemente la política, ahora un Pinochet detenido en su país les explota por todos los costados.



Esta situación excepcional casi ha monopolizado la atención de la opinión pública y hace que algunos acontecimientos de peligrosa trascendencia no obtengan el debido tratamiento y análisis. Pienso en la crisis -la nueva y enésima crisis- de la Democracia Cristiana que, a pesar de ser un tema reiterativo, no hay que dejar pasar.



Agonías en aumento



Las tensiones y confrontaciones al interior de la DC se han multiplicado tanto que ya resulta imposible diagnosticar quién o qué puede poner un mínimo orden o insuflarle una cierta mística a esta castigada organización. La renuncia súbita y extemporánea de Gutenberg Martínez hace ya ahora un año, dejaba penosamente inconclusa la tarea central para la cual la directiva por él presidida había recibido mandato: la reestructuración interna del partido, su relanzamiento político.



Desde entonces, las agonías han sido numerosas. La buena voluntad de Ricardo Hormazábal y su retórica tribunicia no han podido superar la borrosidad doctrinal y la dispersión personalista que aquejan actualmente a la DC. Es verdad que el partido pasó la prueba de las municipales sin tocar el fondo electoral que algunos de sus dirigentes temían. Pero las relaciones con La Moneda no iban nada de bien; con el PPD asomaban los cuchillos y, al final, la salida abrupta e inconsulta de Claudio Orrego enardeció de nuevo los ánimos de muchos camaradas. El partido de Frei Montalva quedaba humillado y sus dirigentes sentían que habían perdido la centralidad política que en los últimos años siempre se había dado por supuesta.



¿Podría ir la cosa peor? Pareciera que no. Pero la DC se ha revelado en estos últimos años como inagotable a la hora de enredarse en nuevos e inútiles conflictos. Y así, para elaborar las listas electorales, se estableció la dudosa fórmula salomónica de que en unas partes se convocarían primarias y en otras los candidatos serían designados sin elecciones abiertas. Por supuesto, ahí aparecieron los agravios y las viejas cuentas. Especialista en estos sentimientos se ha mostrado siempre la familia Frei y su más simpática y locuaz representante, la senadora de la Segunda Región.





Los tres Frei (Carmen, Eduardo y Arturo) se sintieron ofendidos en 1993 por la pretensión del gobierno de Patricio Aylwin de que se rebajase el mandato presidencial de ocho a cuatro años. Presionaron y lograron con la oposición que la duración del período fuese de un sexenio. Poco después se produjo una gran molestia (que culminó en un amargo documento) en la bancada senatorial, cuando Eugenio Ortega, esposo de Carmen, no salió elegido para la cámara alta, a la cual ya se sentía destinado junto con su mujer, su cuñado y su primo. Y ahora la situación de Eugenio Ortega hijo hizo que la solícita madre destapase la caja de los truenos.



Ahí no es nada: denunciar a una mafia de parlamentarios dedicados a intrigar para conservar los escaños; declarar estar cansada de la política tradicional, poco transparente y manipuladora; renunciar a la directiva nacional y salir disparando; asegurar que esta actitud no tiene nada que ver con la amargura vivida por su hijo. Queda, con todo, la duda si la reacción hubiese alcanzado ese nivel de fogosidad en caso de que su hijo hubiese sido designado candidato sin primarias. Los cruces familia-política en los Frei son peligrosos.



Faltaba lo peor



Pero aún venía lo peor: el conflicto total entre la dirección del partido y su Tribunal Supremo. A raíz del asunto de las indemnizaciones, varios dirigentes de la Democracia Cristiana tomaron meritoriamente la iniciativa de ser los más duros en la condena de los implicados, aunque fuesen de su propia colectividad. Era una excelente oportunidad para demostrar que la DC no aceptaba ciertas conductas escandalosas, aunque sus autores fuesen gente defendida por trenzas y máquinas internas muy potentes.



Pero el fallo del Tribunal Supremo desbarató esa estrategia descontaminadora, dejando prácticamente impunes los enormes abusos cometidos. El lobby de muchos viejos camaradas seguía imponiéndose y las esperanzas de una actitud moral más exigente quedaba bloqueada otra vez. Se perdía así una excelente coyuntura ejemplarizadora y se cargaba de nuevo con el sambenito de ser un partido cada vez más oscuro.



Todavía faltaba la coda a este concierto de desafinamientos. En las primarias, la pugna Lavanderos vs. Huenchumilla ha hecho que se desencadene por parte de este último un conflicto de legitimidad que, a estas alturas, resulta devastador para el partido. Lo mismo ocurre con el pugilato Jocelyn-Holt versus Bustamante, con acusaciones de cohecho por medio. Para más, la generación de los ’80 -representada por interesantes personajes como Alex Figueroa, Jocelyn-Holt y sobre todo Sergio Micco- han naufragado en las primarias, lo mismo que su amigo Orrego naufragó en el gobierno.



Siguen las peleas, siguen las declaraciones y contradeclaraciones. Es triste lanzar sobre el partido más importante del último medio siglo chileno la pregunta sin respuesta: ¿Por qué nadie ni nada puede oponerse a esta feroz voluntad de audestrucción?

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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