Fui invitado el sábado pasado a un foro sobre minorías y cultura con Pedro Lemebel, Isabel Muñoz y Jaime Collyer, realizado en la Feria del Libro Usado de San Antonio. Este evento lo organiza un grupo de apasionados militantes de la cultura, quienes juntan a libreros de viejo que exponen sus hallazgos y escritores de diversos géneros que hablan ante un publico denso y ávido.
Antes de nuestro debate, un concejal había presentado el ultimo libro de Lemebel. Me parece un hecho extraordinario que un político local haga de critico literario ante sus electores, los cuales no estaban tan atónitos como yo. Parece que están habituados. Además, Marcelo Mellado y Germán Marín comentaron las crónicas de Roberto Merino. El público participó activamente, incluso trenzándose en una pintoresca polémica sobre las virtudes respectivas de San Antonio y Valparaíso, ciudades enemigas. No se pasó a los insultos quizá por respeto al defensor de Valparaíso, quien era un tenaz anciano.
Oyendo las discusiones me di cuenta que lo menos importante era lo que nosotros, los que ocuparíamos el escenario, dijéramos. Lo más valioso de esos eventos es que crean espacios para que hablen quienes no tienen la propiedad de los micrófonos. Esta sospecha se estaba forjando en mí hace tiempo, ya que soy un invitado constante de foros de esta naturaleza, pero esta vez se me hizo más claro que nunca. Tal vez porque con excepción de Isabel Muñoz, quien había preparado con aplicación su defensa del feminismo, lo que dijimos los otros fueron pensamientos medio deshilvanados. Y la discusión fue muy rica, sin embargo.
Algunos de los participantes hablaron dirigiéndose hacia nosotros, los oradores, planteándonos preguntas que sólo podrían contestar los chamanes o los profetas. Pero en verdad sospecho que preguntaban así porque ya tenían alguna respuesta. Nos lanzaban a nosotros el interrogante más por educación que por otra cosa, o por esa tendencia ceremoniosa que tenemos los chilenos. Pues para preguntar, como preguntaban, necesitaban haber reflexionado, y por tanto tener sus propias convicciones.
La gente quiere hablar, está ávida por tomar la palabra. Esto es muy importante porque demuestra que están vivos ciertos resortes básicos de la democracia. Quien toma la palabra demuestra interés por incursionar en temas públicos, por polemizar sobre ellos. Hubo muchos participantes del debate que no nos pedían a los escritores venidos de Santiago que les explicáramos la pomada. Deseaban decir lo que ellos pensaban.
Estos debates son sustitutos de la plaza publica, del agora. Por eso tienen tanto importancia. Rasgan, aunque sea en un micro espacio, el conformismo y el silencio que los grandes medios de comunicación buscan producir mediante una uniformidad disfrazada de diversidad.
Recuerdo una experiencia similar que viví en ocasión del Día del Libro en la Plaza de Armas. Allí también vi un publico ávido por tomar la palabra. Querían hablar de sus temas, querían opinar, deseaban decir lo que pensaban. El papel de los que estábamos en el escenario era en realidad crear las condiciones para que sus discursos tuvieran lugar.
Un participante defendió su manera de vestirse, que era bastante singular. Al principio sonreímos con resignación, dispuestos a oír el discurso interminable de algún aburrido excéntrico. Pero pronto nos dimos cuenta que a través de su caso particular aludía a un problema general. Planteaba el dilema de cómo mantener una identidad propia en un sociedad que nos moldea para ser masa, para ser gregarios.
Me parece muy importante lo que hacen mis anfitriones de San Antonio. No sólo llevan al puerto a parte de la flor y nata de los libreros de viejo con sus pequeñas joyas: también cumplen el importante papel de organizadores de discusiones, de polémicas.
Del mismo modo, contribuyen a romper con la lógica del espectador. Muchos de los que estaban oyendo no iban por el espectáculo ni a escuchar la palabra de algún maestro. La democracia verdadera, no -por supuesto- sus aburridos simulacros, necesita de ciudadanos activos, deseosos de participar en enfrentamientos discursivos respecto a los fines de la cultura y de la sociedad.
Eso ocurrió por algunas horas un sábado por la tarde en el puerto de San Antonio. Y tiene lugar cada vez que alguien abre espacios de discusión para pensar en conjunto sobre la sociedad.
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