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Los miedos e ignorancias centralistas

Hay que decir la verdad: no hay gobiernos regionales. Son equipos nombrados por el Presidente de la República, sujetos a tortuosos equilibrios coalicionales, donde los parlamentarios oficialistas actúan como brokers desde y hacia el poder central, como lo señaló un clásico de la política centralista escrito a comienzos de los ’70 por Arturo Valenzuela.


Un fantasma revolotea en los salones del poder, oficinas públicas, centros académicos y algunas plazas de provincia: la eterna y siempre postergada presentación de una propuesta de democratización y fortalecimiento de los gobiernos regionales. Fue anunciada por Frei en 1997, forma parte del programa del Presidente Lagos- de cuya comisión de descentralización fui el coordinador- y es, por sobre todo, una demanda cada vez mayor por parte de las propias regiones y de los expertos en desarrollo económico.



Se ha sabido que el proyecto moderado -pero que constituiría un gran avance- promovido por la subsecretaría de Desarrollo Reigonal, al mando de Francisco Vidal, tiene grandes enemigos desde dentro y fuera de la coalición de Gobierno. Es la resistencia centralista de quienes optan por el juego de la no reforma para conservar sus poderes y que quieren, una vez más, inhibir un proceso modernizador.



Las regiones quieren autonomía y no mera desconcentración o incentivos territoriales, porque padecen la mediocridad de muchas políticas públicas, la falta de autonomía para hacer sus propias apuestas de desarrollo y el ahogo de los fondos precondicionados de las más diversas agencias centrales.



Hay que decir la verdad: no hay gobiernos regionales. Son equipos nombrados por el Presidente de la República, sujetos a tortuosos equilibrios coalicionales, donde los parlamentarios oficialistas actúan como brokers desde y hacia el poder central, como señaló un clásico de la política centralista escrito a comienzos de los ’70 por Arturo Valenzuela.



Con honrosas excepciones, los secretarios regionales ministeriales responden a los parlamentarios con influencias para nombrarlos, y muchas veces no tienen coordinación con los intendentes. Las razones son obvias: no forman parte de una propuesta de gobierno regional, no han construido plataformas, no son un equipo que se juega por aplicar un programa con dinamismo ante la necesidad de ser reevaluados cada cierto período por la ciudadanía mediante el mejor instrumento de la democracia, las elecciones regionales periódicas.



Descentralizar es confiar en las comunidades y sus capacidades de gobierno. Se hace con los municipios, que tienen un 15 por ciento de los ingresos públicos, pero el proceso no se agota en ese nivel ni se debe acotar a meras consultas para inversiones físicas, como ocurre hoy en la esencia de la labor de los gobiernos regionales, centrados en la infraestructura media para el desarrollo.



En los ’80 y ’90 la totalidad de las economía medias del mundo transitaron de modelos autoritarios, centralistas y presidencialistas hacia sistemas de mayor participación, dispersión del poder y regionalización. Lo hicieron Corea, Taiwán Tailandia, Argentina y Brasil, a los que se han sumado Colombia y México. En la totalidad de los llamados gobiernos progresistas del mundo ha cobrado fuerza la autonomía regional, incluso en estados de tradición más centralista como Inglaterra y Francia.



En Chile siguen los miedos, ignorancias y contradicciones. Se da autonomía regional para que se dinamicen las políticas públicas, porque ese espacio, mucho más que el municipal por su escala, debe mejorar la competitividad del territorio, haciendo alianzas para hacer dialogar y aumentar la inversión en la relación empresas, educación, ciencia, tecnología y contextos de inversiones, promoción exterior, asociatividad empresarial y consorcios entre el sector público y el privado en favor del desarrollo.



Los mitos son fáciles de romper. Los macroeconomistas conservadores de izquierda y derecha argumentan que el exceso de endeudamiento de los entes subnacionales en modelos descentralizados en América Latina serían la causa del deterioro de los mismos. Eso no es efectivo. En Colombia contemplan sólo el 10 por ciento de la deuda pública, y ya se pusieron límites al gasto. En Argentina y Brasil el problema aparece en las provincias ineficientes, paternalistas y con alta corrupción, pero otras son ejemplos de desarrollo.



Lo que importa es dar autonomía con limitaciones al endeudamiento, como ocurre y funciona bien en todas las grandes democracias. Chile, por su alta institucionalidad y baja corrupción, no debe temer a desatar sus estructuras de comando central que tienen inhibidas la innovación desde los territorios.



Otros se permiten afirmar que el Estado central es el garante de la equidad y la redistribución, sin reconocer que en la última década ha aumentado la brecha entre Santiago y las regiones. La capital pasó de concentrar el 42 al 49 por ciento del PIB, según cifras de Hacienda.



Este ha sido el mito desde que se destruyó el modelo federalista en 1830. Entonces se hablaba en favor del sistema consolidado que garantizaba el desarrollo a todas las provincias. En ese momento comenzó el paternalismo, la inercia en muchas regiones y la sempiterna prohibición a un principio y realidad viva en nuestra creación como estado moderno: la asamblea provincial autónoma.



Los centralistas igualitaristas desconocen, además, que en todos los modelos federales existen fondos que se redistribuyen hacia las zonas más atrasadas, pero evitando el exceso de subvención para superar el síndrome del no-emprendimiento. Esto se da en modelos unitarios descentralizados, como el español y sus autonomías. Cataluña y el País Vasco aportan a zonas más deprimidas como Extremadura y Andalucía, pero en forma acotada para obligarlas a crecer y desarrollarse.



El otro temor es que la descentralización duplicará funciones y generará más gastos: ya hay mucha dispersión en las decenas de agencias centrales que hay que fusionar y traspasar al servicio público regional. En todo el mundo civilizado se distinguen como nacionales las funciones de supervisión y control (SAG, Impuestos, Inspección del Trabajo o evaluación ambiental, entre otras) de las que deben quedar en el ámbito de los gobiernos regionales.



Se modernizaría y se haría más eficiente al Estado mediante la fusión de las seis agencias de desarrollo agrícola en una instancia regional, o reunir la compleja trama institucional del desarrollo productivo (CORFO, Sercotec, Sence y las oficinas regionales de Pro Chile) en musculosas secretarias regionales de desarrollo productivo.



El fantasma federalista es aún más irrisorio. Siendo un ferviente federalista, debo confesar que la discusión está pasada de moda. España y Colombia son unitarios pero más descentralizados que el federal México. Más allá del significado de las palabras, lo que importa es dar autonomía y que el proyecto del Gobierno cumpla un párrafo clave de la letra del programa: «se elegirá democráticamente el consejo y un ejecutivo regional».



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