Es imposible no sentir rabia cuando la Mesa del Diálogo construye una interpretación de la crisis política de 1973 en la cual el golpe de Estado encuentra su justificación en el «contexto» histórico. Cómo no sentir rabia cuando el Poder Judicial transforma el juicio a Pinochet en un rito o cuando se escuda en formulismos legales para negarse a reivindicar la memoria del General Bachelet, del Coronel Ominami y de otros militares constitucionalistas.
Nos acercamos a los treinta años del golpe militar. Ayer cruzamos el umbral que nos conduce a la edad que, en el ciclo vital de los seres humanos, se asimila a la entrada a la madurez.
Faltando solo un año para la fecha consagratoria, deberíamos estar ad portas de alcanzar una relación madura con ese día crítico de nuestra historia.
Ahora, si por relación madura se entiende alcanzar un estado de indiferencia y una lectura desapasionada del acontecimiento, he de confesar que, en mi caso, deberán esperar hasta mi muerte.
Así se cumplan 30, 40 o más años del golpe -y si todavía sigo escribiendo esta columnas en El Mostrador.cl– estoy seguro que sentiré la misma ira que siento hoy cuando reviso, mentalmente, los discursos hipócritas que se han producido y que, si todo sigue igual, se seguirán produciendo en el futuro.
Confieso que mi ira es recurrente e imposible de neutralizar. Es una mezcla de rabia y dolor. Mi ira, también, contiene un fuerte componente de auto reproche, de critica por lo que hicimos como partícipes de ese proceso.
Ira y dolor. Ira por la traición y el proceso conspirativo, y dolor por las víctimas del horror que desencadenaron. Además, siento rabia por la imposibilidad que tengo de superar la rabia.
La saga de la dictadura militar -que aún pervive a través de las instituciones que creó: régimen político y sistema socioeconómico- demuestra que la historia la hacen y escriben los triunfadores.
Una de las enseñanzas más profundas que se puede extraer de todo el proceso dictatorial es que, bajo ciertas circunstancias históricas, el cinismo político asegura el éxito. Bajo esta premisa, los golpistas primero se aseguraron el poder total, silenciando o aniquilando a sus adversarios para, en una segunda etapa, imponernos su modelo de sociedad.
Durante 17 años, hubo quienes guardaron silencio, simulando no saber lo que sabían y hoy, pese a todo, se sienten con derecho a pontificar sobre la democracia.
Hace pocos días, para citar solo un ejemplo reciente, el Secretario General de la UDI contra pregunta a la periodista que lo entrevistaba: «¿acaso la Unidad Popular era democrática?».
Me resulta imposible no sentir rabia cuando un avezado político, a quien se le debe suponer que conoce la historia de Chile, demuestra tal nivel de amnesia. El dirigente derechista confunde el tener un proyecto anticapitalista con ser antidemocrático.
La Unidad Popular fue democrática. Bajo el gobierno de Allende se realizaron elecciones en abril de 1971 y en marzo de 1973; no se impidió el funcionamiento de los partidos. LA UP no declaró ilegal ni siquiera a un movimiento insurreccional como Patria y Libertad; no hizo desaparecer a nadie; ni torturó a sus adversarios políticos (con una sola deplorable excepción)
Además, durante el periodo, solo se aplicaron sanciones a los medios de comunicación ateniéndose a las disposiciones legales; no se expulsó a nadie del país, no se descabezó a las FFAA, todo lo contrario se respetó escrupulosamente la cadena de mando y se nombró a Pinochet en un cargo que no merecía.
Es imposible no sentir que la rabia cobra nuevos bríos cuando aquellos que guardaron un silencio cómplice; aquellos que descalificaron a los que reclamaban por las violaciones de los derechos humanos y afirmaban que los detenidos desaparecidos eran un invento, hoy se visten con el traje del demócrata y, no solo son aceptados como tales, sino que aprovechando los hoyos negros que tiene la memoria colectiva, se presentan como la encarnación de los cambios.
Me gustaría creer que aprendieron a valorar la democracia pero, de ser efectiva esta transmutación, deberían asumir que son los últimos en sumarse, que son los neófitos, los recién llegados, los advenedizos del sistema.
Con todo, no se me ocurriría sostener que representan en la actualidad una amenaza fascista, porque no sería verdad. Pero si puedo asegurar que no tienen la autoridad moral para enrostrarle nada al gobierno de la Unidad Popular.
Pero junto con la rabia, como dije, siento con fuerza el auto reproche.
Es verdad que la CIA, asociada con fuerzas internas, organizó un asesinato crucial (el del General René Schneider) y numerosas asonadas antes y después que Allende asumiera la Presidencia.
Pese a la brutalidad de esas conspiraciones no explican la derrota de la Unidad Popular, la que se produjo porque la UP no fue capaz de ampliar el frente político, no fue capaz de quebrar las tendencias dogmáticas y organizar alianzas extensas que le permitieran enfrentar a los conspiradores externos e internos. Todo esto se hizo imposible, especialmente, porque ciertos sectores confundieron una política revolucionaria con una política maximalista.
La combinación de rabia y auto reproche, también, podría entenderse como los componentes naturales de un duelo. Creo que sí y creo no.
Por un lado, nunca dejaremos de vivir en duelo por la Unidad Popular. Fue una gran oportunidad histórica desperdiciada, una posibilidad de realizar profundas reformas anticapitalistas y de profundización de la democracia política.
Pero la ira es también el componente pasional que requiere todo proyecto de futuro. No se trata de la rabia nostálgica por lo perdido, sino de la rabia crítica contra lo existente: una sociedad construida por la dictadura militar y que las fuerzas democráticas que gobiernan desde el 2000 no han sido capaces de cambiar. Aquí, la ira se vuelca contra la amnesia, contra la desmemoria.
El olvido que ahora se critica no tiene como centro el duelo, no es ya el cuestionamiento al desapego con las víctimas. Es otra critica, aunque en el fondo están ligadas y se complementan. La ira se centra en el olvido de la tradición más fecunda de la izquierda chilena, a aquella idea fuerza que le dio potencia: la tesis que la profundización de la democracia requiere de políticas anticapitalistas.
Sin duda que hoy, las políticas anticapitalistas no son las mismas de hace tres décadas. Hoy son políticas de democratización de mercados y decisiones económicas, entre las que debería tener una importancia central la organización de cooperativas, de empresas de autogestión y la participación de los trabajadores en instancias de elaboración de las políticas micro y macroeconómica.
Esas políticas anticapitalistas no son hoy, sin duda, las mismas que durante la Unidad Popular. Hoy son políticas de democratización de mercados y decisiones económicas, entre las que debe tener importancia central la organización de cooperativas y empresas de autogestión y la participación de los trabajadores en instancias de elaboración de las políticas micro y macro económica. Pero sin esa negación (historizada) del capitalismo, dejándola de lado como programa o, cuando menos, como idea reguladora, no hay proyecto de izquierda. Hay negación de lo que fuimos, hay discontinuidad con la gran idea fuerza del proyecto democrático de los «frentes populares», del FRAP y de la Unidad Popular.
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