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El honor, el rigor periodístico y la libertad de expresión


A propósito de las explosivas revelaciones de la diputada Pía Guzmán, y en la vorágine de voces que se han alzado, una nota dominante ha sido el reclamo por la rigurosidad a la hora de emprender denuncias graves. La necesidad de rigor y la veracidad son pilares fundamentales del periodismo y de la sociedad en general y aparecen consagrados hasta en las legislaciones más progresistas en materia de libertad de expresión, como es el caso norteamericano. El problema es que las leyes penales que regulan la protección del honor buscan el rigor a costa de la libertad de expresión y, finalmente, tampoco lo alcanzan. Ser riguroso, tanto para un periodista como para una persona cualquiera, se traduce en la obligación de sopesar de antemano si la eventual denuncia podrá ser demostrada en un tribunal. Ya he dicho en otro lugar, que esto resulta sofocante para la libertad de expresión porque no sólo los mentirosos serán silenciados sino también quienes dicen la verdad, pues aunque sus afirmaciones sean de hecho verdaderas, y ellos tengan nobles intenciones al hacerlas y estén firmemente convencidos de su verdad, se verán inhibidos de hablar debido a la duda de si podrán probarlas en la corte o al temor del costo que les irrogará hacerlo.



Estamos enfrascados en un juego de tirar la cuerda, donde unos demandan nombres y otros se desviven justificando su decisión de ocultarlos. El resultado como es obvio y como todos hemos podido comprobar, en el café, en el trabajo, o en la sobremesa, es que nos hemos entregado a la realización del casting más bizarro del último tiempo. Listas van, listas vienen, el dato seguro, el contacto fiable. ¿Como es que todavía no se venden los videos pirateados de las fiestas de Spiniak en las calles del centro?. La decisión de no revelar los nombres tiene una motivación bien simple, quienes tienen esa información temen ir a parar a la cárcel. Nuestra legislación penal resulta un fardo demasiado pesado de cargar para la libertad de expresión. Perdonen el tecnicismo, pero en el caso de la calumnia la única defensa posible es la demostración de la verdad completa y absoluta(exceptio veritatis), y el caso de la injuria es aún peor pues estamos frente a lo que algunos penalistas llaman un delito formal o de peligro abstracto. En otras palabras, se considera que hay delito si las expresiones son idóneas para lesionar el honor de alguien, con independencia de la verdad de las mismas. La única defensa que se admite, y rara vez en nuestra jurisprudencia, es que concurra un elemento adicional: el animo de injuriar.



Nuestros tribunales han tendido a considerar que hay una conexión automática entre la expresión proferida y la lesión del honor, descuidando otros aspectos como, por ejemplo, el costo social que pueden tener sus decisiones. El caso más sintomático es el de ‘Impunidad Diplomática’ del periodista Francisco Martorell, allí nuestros tribunales pusieron en la balanza sólo el interés de unos por ocultar, y de otros en revelar. Lo que quedó fuera de la ecuación, sin embargo, fue el posible interés público comprometido. Si uno piensa que sólo hay intereses privados en juego, uno concluye rápidamente que el interés de lucrar no puede ganársela a la defensa del honor. Y eso concluyeron nuestros jueces en este caso. Pero si lo que relata Martorell allí es cierto, que dicho sea de paso es una alpargata al lado de las fiestocas de Spiniak, habría habido un claro interés público en averiguarlo. ¿Acaso no es del máximo interés de la ciudadanía saber si sus representantes actúan de acuerdo al mandato que representa el voto y no por el chantaje o la extorsión de un funcionario de un país extranjero?.



Tanto en este como en el caso Cuadra nos quedamos eternamente con la duda de sí tales afirmaciones contenían algo de verdad o no. Y esa duda resulta más corrosiva que cualquier crítica abiertamente expresada. Cuando la ley pende sobre nuestras cabezas como ocurre con los delitos contra el honor, el resultado es la autocensura. Y ocurre que todo lo tachado, lo censurado, vuelve transmutado en perversión. Y la perversión más notoria de una sociedad amordazada es el rumor y el comentario solapado y malediciente.



El propio Martorell me hizo reparar en una cita de Bernardo O’Higgins, nuestro padre fundador, que viene muy a cuento aquí: la libertad de expresión destila el peor de los venenos, pero también contiene el más potente de los antídotos. Muchos insisten en que una vez lanzada la piedra el daño es irreversible y permanente, que una vez que alguien ha sido sindicado de delitos horribles como éste la sociedad lo señalará siempre con el dedo y por eso no queda otra que silenciar a los críticos antes de que hablen. Pero eso ocurre por causa de las leyes que tenemos que, como se ha concluido mayoritariamente en la jurisprudencia internacional, resultan inadecuadas tanto para defender la verdad como la libertad de expresión.



Cuando todo se debate libremente, las personas toman distancia respecto de las denuncias. El hábito de discutir y juzgar cada afirmación por lo que vale, lleva a las personas a no sacar conclusiones apresuradas respecto de hechos o personas. Porque al estar fogueadas en el juego del debate, han aprendido lo difícil que es marcar un tanto (probar algo o persuadir a alguien), y saben por experiencia que hay quienes tratan de ganar la partida con males artes, tratando de que la mentira o el escándalo les favorezcan. Al adoptar la regla de la malicia real, la sociedad norteamericana se dio la oportunidad de madurar en relación con su condición de sociedad mediatizada por la prensa. El rigor que exigimos se traduce allí en que sólo pueda sancionarse al orador cuando el que se siente aludido puede probar que éste mintió a sabiendas o que fue gravemente descuidado acerca de la verdad o falsedad de sus dichos. Sí incluso la diputada fue negligente al hacer su acusación podría recibir sanción, bajo esta regla, pero serían los afectados quienes tendrían que probar que actuó con malicia. En el trayecto aprenderíamos muchas cosas y la probabilidad de acercarnos a la verdad se incrementaría, los aludidos injustamente se verían reparados pues la verdad siempre termina por imponerse.





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* Abogado. Master en Derecho (LL.M.) de la Universidad de Wisconsin-Madison y Profesor de la Escuela de Derecho de la Universidad Diego Portales (UDP).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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