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Reforma Judicial y delitos sexuales: algo más que más peritajes


Hace unos meses, el Ejecutivo decidió enviar un proyecto de ley al Congreso, con el objeto de postergar nuevamente la implementación de la reforma procesal penal en Santiago, esta vez por seis meses. Se argumentó en la oportunidad que no existía infraestructura, medios ni capacidad profesional suficiente para que el nuevo sistema pudiera funcionar eficientemente en la capital con los medios en ese momento disponibles.



Se propuso, en consecuencia, «ahorrar» los recursos de la implementación de la reforma que implicarían esos seis meses de retraso e invertirlos, entre otras cosas, en un aumento de la capacidad e infraestructura del Servicio Médico Legal (SML), pues la institución aparecía como la más débil para enfrentar el comienzo de la reforma en Santiago.



Para conseguir los votos necesarios en el Parlamento, el Gobierno debió encontrar apoyo en la UDI, partido que comprometió su votación a cambio de acordar un catálogo de modificaciones al nuevo Código Procesal Penal, especialmente orientadas a subsanar una serie de problemas relativos a lo que se ha denominado «seguridad ciudadana» o más recientemente «temor ciudadano». Con ese objeto, el Ministerio de Justicia convocó a una Comisión de expertos en la materia, principalmente provenientes del mundo académico, la que recomendó una serie de modificaciones legales que según un anuncio del Ministro de Justicia serían enviadas próximamente al Congreso.



Estas modificaciones, en términos generales, se orientan a combatir la criminalidad menos grave, o leve, como por ejemplo, los hurtos reiterados en supermercados, a través de cuestionables mecanismos que, intentando dar solución a una supuesta sensación ciudadana de «impunidad», restringen garantías procesales básicas de las personas. Me refiero, por ejemplo, a la que impone la proporcionalidad de una medida cautelar, como la prisión preventiva, en relación a la gravedad de la ofensa, o al pronóstico sobre la probabilidad de que, de ser el imputado condenado, se le aplicará una sanción privativa de libertad.



La Comisión, en este ámbito, sugiere eliminar la norma del artículo 141 del Código Procesal Penal que establece la improcedencia absoluta de prisión preventiva en ciertas circunstancias. Así, de ser acogida la sugerencia, los jueces tendrán la facultad de enviar a prisión cautelar justamente a aquellos imputados que, probablemente, si se prueba su culpabilidad, serán objeto de una medida que paradojalmente pretende impedir su encierro, o bien, por delitos que por su escasa gravedad, no tienen asignada una pena mayor a la de presidio menor en su grado mínimo, esto es, 540 días de encierro.



Ahora bien, en cuanto a la demanda inicial, esto es, dotar a los organismos auxiliares de la administración de justicia de los recursos necesarios para realizar adecuadamente sus tareas, sólo existen hasta el momento promesas, de las cuales aún no se manejan contenidos concretos.



Por estos días, sin embargo, a raíz de un Informe presentado por la Corte Suprema a la Comisión Especial de Seguridad Ciudadana del Senado, que señala, entre otros aspectos, que cerca de la mitad de los delitos sexuales denunciados quedan en la impunidad, lo que se debería, en gran medida, a la imposibilidad de contar con las pericias necesarias para probar esas denuncias ante los tribunales, producto del verdadero colapso en que se encuentran las dos principales instituciones que se dedican a realizar estas pericias (el SML y el Instituto de Criminología de la Policía de Investigaciones), se ha hecho fuerte la voz que demanda un traspaso importante de recursos al SML, en orden a obtener mejores resultados en la resolución de estos conflictos.



Más allá de los motivos que han inspirado la contingente alarma pública sobre la materia -una réplica más del terremoto Spiniak- nos alegra que finalmente se anuncie la pretensión de tomar en serio el grave problema que existe hace ya décadas en cuanto a la resolución de casos sobre delitos sexuales.



Como ya se sabe, este tipo de delitos, en los cuales la enorme mayoría de las víctimas son mujeres y niñas (y niños, aunque en un porcentaje mucho menor), ha representado tradicionalmente uno de los espacios más oscuros de la justicia penal, y ello no solamente en lo que dice relación con la escasa y deficiente resolución judicial de estos casos, sino que también, y de manera muy importante, en cuanto al dañino trato que reciben las víctimas por parte del sistema al momento de denunciar el delito (y también en las etapas posteriores del procedimiento), lo que se conoce como «victimización secundaria».



Este diagnóstico obedece a numerosas razones, pero todas ellas derivan, a nuestro juicio, de una legislación, pero también de una tradición jurídica, que es un reflejo de la posición y valoración social de la mujer en nuestra sociedad.



Si la legislación penal pretende normar reglas básicas de convivencia social, sancionando drásticamente las contravenciones más graves a esos acuerdos, es natural que refleje mediante sus reglas penales los estándares de organización que una determinada sociedad ha darse. Pues bien, no representa misterio alguno que las mujeres hemos sido tradicionalmente ubicadas en nuestras sociedades en un espacio subordinado al masculino, y en lo que a materia sexual se refiere, se nos ha impuesto una conducta «intachable», la que ha involucrado virginidad y candidez hasta el matrimonio, fidelidad y hasta una especie de santidad durante matrimonio, incapacidad para tomar decisiones sobre nuestro propio cuerpo cuando se trata de decidir sobre el destino de nuestra maternidad, etc.



Estas consideraciones se han reflejado, en términos legales y jurisprudenciales, en el hasta hace poco vigente delito de adulterio, que sancionaba a la mujer infiel y no al hombre infiel, o el recientemente derogado delito de rapto, en el que la mujer víctima del mismo debía ser, a decir del Código Penal, una doncella; en la numerosa interpretación judicial que ha sostenido que una mujer casada no puede ser violada por su marido, pero también, en que una prostituta tampoco puede ser víctima del delito de violación (aunque en este caso por razones muy distintas); en la prohibición del aborto en cualquier hipótesis, etc.



En lo que se refiere al procedimiento penal cuando se trata de delitos sexuales, estas consideraciones también tienen su eco y muchas veces dejan frustradas las expectativas de las denunciantes de obtener una respuesta ante lo que les ha ocurrido. Las mujeres son cuestionadas en cuanto a la veracidad de sus relatos, son muchas veces responsabilizadas de haber provocado la agresión, o bien, de no haber tomado todas las precauciones adecuadas para evitarla. De otra parte, la debilidad de la prueba de sus casos, derivada fundamentalmente de las circunstancias en que se cometen estas agresiones (en lugares aislados u oscuros cuando se trata de victimarios desconocidos, o bien, en la mayoría de los casos, en los hogares de las propias víctimas, bajo el manto de la ignorancia o, peor aún, de la complicidad familiar) muchas veces impulsa a los fiscales a no seguir adelante en estos procesos, pues estiman que es difícil obtener una condena en juicio, de acuerdo a un alto estándar probatorio que ellos mismos se imponen o proyectan será el de los jueces.



Estos últimos, por su parte, muchas veces también exigen, para condenar, prueba que en calidad o cantidad es imposible conseguir, lo que sólo perpetúa las dificultades de obtener soluciones satisfactorias en este tipo de delitos y que termina por generar una importante desconfianza de las víctimas en el sistema, las que en muchas ocasiones optan por no denunciar, o se niegan a colaborar en el avance del proceso, provocando, con ello, el aumento del circulo vicioso de la impunidad.



Pues bien, ante este panorama, si el Gobierno se propone implementar medidas e invertir recursos en orden a lograr no sólo más soluciones, sino que más satisfactorias, debe instalar la mirada en todos los aspectos involucrados en la persecución penal de estos casos y no limitarse a apagar el incendio de la escasez de peritajes psicológicos en la región metropolitana. Pero aún si nos situamos solamente en el asunto de los peritajes, existen algunas señales que alientan las sospechas sobre la genuina intención del Gobierno en orden a garantizar una cobertura efectiva.



Así, si en un principio el Ministro de Justicia se manifestó proclive a fortalecer al SML, y recordemos que esta fue una de las razones más importantes invocadas para el aplazamiento de la reforma en Santiago, como apunté en un comienzo, resulta que hoy parece ser que la estrategia está cambiando, pues el ministro Bates ha señalado recientemente que el problema generado con los peritajes debe ser resuelto -no se sabe en qué magnitud- limitando el número de pericias exigidas por fiscales y jueces en el proceso.



Si bien las aprensiones del ministro a este respecto, al menos en materia de criminalidad sexual, puedan ser acertadas desde algún ángulo del análisis, pues en general la justicia exige prueba «superabundante» en este tipo de casos, la razón de que ello suceda así es la enorme desconfianza del sistema criminal frente a las denuncias de esta índole. Así, mientras a una víctima que denuncia una violación o abuso hay que hacerle un examen de veracidad, porque puede que esté mintiendo, o utilizando la denuncia para sacar algún provecho, o porque no cuenta con mucho más que su testimonio para probar lo que dice, a nadie se le ocurriría hacer lo mismo con una víctima de robo en similares circunstancias.



Por lo tanto, si ha de instigarse a jueces y fiscales a solicitar menos peritajes, porque ahora parece que no habrán recursos disponibles para hacerse cargo de la enorme demanda, primero habría que capacitar a policías, fiscales y jueces en las particularidades de lo que involucra la violencia sexual, para así lograr que no sientan la necesidad de armarse de una batería de peritajes psicológicos para creer en el relato de una víctima.



De lo contrario, nos encontraríamos en el peor de los mundos, pues manteniéndose los prejuicios, los jueces contarían con menos prueba aumentando, con ello, la impunidad. Pero de paso, se habría logrado modificar el nuevo Código Procesal Penal de acuerdo a las exigencias de la UDI, sin que la causa que motivó esa negociación se haya visto satisfecha, esto es, no se habrían invertido los recursos «ahorrados» por los seis meses de postergación en lo que parecía urgente en ese minuto.



En buen chileno, implicaría haber ido por lana y salir trasquilado.



Alejandra Mera es profesora e investigadora de la Facultad de Derecho de la Universidad Diego Portales.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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