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Machuca, emociones sin sonido


Parece que todas las generaciones cuando bordean los 40 años se sienten obligadas a volver la mirada atrás y reinterpretar los hechos de su infancia. No es sólo el natural deseo de hacer un alto y evaluar lo ocurrido en cuatro décadas, sino que este hecho coincide también con que esa generación tiene a su disposición más recursos que nunca en todos los aspectos de la vida. Eso provoca las llamadas tendencias o modas «retro»: la nostálgica visita al pasado costeada con los dineros del presente.



Andrés Wood ha cumplido con este rito generacional con su película Machuca, su cuarto largometraje, donde retrata cómo unos niños de alrededor de diez años pierden la inocencia en 1973, el mismo año en el que Chile perdió la suya en un cruento golpe de estado.



Sin sumarnos a algunos elogios desmedidos que se han oído en estos días de estreno, hay que destacar los muchos aciertos de Wood en este filme. Primero, la originalidad del punto de vista de una historia (el golpe) que parece trillada, pero que nunca ha sido tratada con este talante. El retrato del Chile de la Unidad Popular es excelente y el de algunas conductas individuales y colectivas es sobrecogedor. Los besos con leche condensada, rescatados de nuestras infancias pre-sida y pre-hepatitis (existía también el juego de la botella, menos nutritivo, claro), son un notable hallazgo. Como lo es la bicicleta CIC de Gonzalo Infante (Matías Quer), escogida acertadamente como ícono de la época.



La tecnología utilizada en Machuca también nos permite contemplar un cerro San Cristóbal casi libre de antenas, los rayados murales de hace 30 años y una impactante imagen de los Hawker Hunter volando sobre Santiago. Todos esos elementos contribuyen a profundizar la carga emocional que tiene esta película para los que vivimos aquellos años, más o menos con la misma edad de los protagonistas. Pero dado el cuidado puesto en la recreación histórica, desde las ropas y uniformes hasta los vehículos, resulta chocante contemplar un quiosco de prensa que parece una librería de la calle San Diego. ¿Costaba tanto reproducir la portada de la revista Ritmo al igual que se hizo con la histórica portada de La Segunda pidiendo la renuncia de Allende? Y es que la grandeza de una obra se mide por sus detalles.



La duración de la película es un punto discutible. Se le pueden quitar 15 ó 20 minutos y el espectador no chileno lo agradecerá. El público chileno, en cambio, disfrutará mirándose en el espejo de su historia. Por esta razón no puedo dejar de comparar a Machuca con la serie de la televisión española Cuéntame cómo pasó… Ambas se refieren a una misma época histórica y recrean con acierto hasta los menores detalles de ella. Siempre pensé que el impresionante eco social de la serie española se basaba en que, al revivir la España de hace 30 años, se ponía de manifiesto el triunfo de la sociedad española al consolidar un sistema democrático y una economía solvente. Era, en definitiva, una historia de éxitos colectivos que iban in crescendo. Por lo mismo, creí que una experiencia similar en Chile no funcionaría, ya que la nuestra (salvo en el terreno económico) era -al menos hasta 1988- una historia de fracasos, puesto que en la misma época en que España apostaba por la democracia, nosotros perdíamos la nuestra. Machuca quizás corrobore, sin quererlo, que los aspectos materiales son muchísimo más importantes que los políticos y morales a la hora de establecer estos paralelismos.



La asignatura que Machuca no supera es la de la banda sonora, un aspecto crucial porque el filme habla de una época -los ’70- plena de música. Hay sonidos de la época (se puede oír la característica de Hogar Dulce Hogar en la radio), pero salvo el Black is Black de Los Bravos en el malón del cumpleaños de la hermana de Gonzalo Infante y el Chico de mi barrio de Tormenta que Silvana (Manuela Martelli) baila como si fuera el Salta salta pequeña langosta del grupo Cenizas, hay muy poco más.



Esto que para algunos es una lección de entereza visual y una señal de buen gusto, a mí me parece una carencia. Faltan muchísimas referencias de una época en la que el gran éxito de la TV era Música Libre y donde hasta la política tenía banda sonora pasando por el Venceremos de Quilapayún hasta las marchas militares que sonaron por radio la mañana del martes 11 de septiembre de 1973. La propia vida escolar se iniciaba los lunes cantando la Canción Nacional (que después fue Himno con una estrofa extra). Quizás hubiese sido tópico poner a Víctor Jara en la población de Machuca, pero seguro que un buen especialista hubiese encontrado las claves sonoras que Jara utilizó para referirse a ese mundo.



El cine chileno ha evolucionado de manera notable en estos últimos años superando debilidades técnicas y narrativas que lo lastraban irremediablemente. Wood es uno de los directores que ha protagonizado esta revolución. Pero mientras no se preste más atención a la música y a la banda sonora, seguirá pareciendo un cine meramente declarativo.



*John Muller es periodista.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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