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100 años de El Teniente: proeza, lucha social y sueldo de Chile


No es exagerado decir que El Teniente ha sido el sueldo de Chile con creces. Mil millones de dólares en actividad económica por año es una empresa de escala planetaria, como parte del Codelco de todos los chilenos, que sólo el año pasado dio más tres mil millones de dólares al Estado para sus inversiones y programas sociales. Pero esta no es una historia de dólares, es una proeza de hombres y mujeres, de extranjeros y chilenos, de ingenieros y mineros, de sindicalistas y mutualistas, de trabajadores rol Codelco y de miles de contratistas. También una historia trágica en que cientos dejaron sus vidas en la montaña, mártires obreros de Chile para dar vida con sus vidas. Nuestro reconocimiento a la empresa que hoy lidera Ricardo Alvarez, acompañado de ejecutivos y la labor de decenas de dirigentes sindicales hoy presentes en el Congreso Nacional.



La mina es más antigua, incluso en su explotación industrial, pero es irrefutable que son cien años de explotación a gran escala, los que se recuerdan en el centenario de la Gran Minería del Cobre.



Son varias historias a la vez con sus claroscuros, de los cuales proyectar desafíos. Es sin duda la epopeya de los pioneros americanos encabezados por William Braden que lograron reunir los capitales y liderar una acción titánica para la época: producir cobre desde una mina subterránea a casi tres mil metros de altura. Es el Chile previo al Centenario, en que algunas voces ya advertían de la excesiva dependencia al salitre, de la necesidad de diversificar la riqueza y atreverse a otras producciones industriales. Es la historia de quienes comenzaron llevando maquinaria en yunta de bueyes hasta la construcción del tren, los chancadores, la fundición, los primeros relaves, centrales hidroeléctricas, campamentos, como el mítico Sewell, la ciudad de las escaleras que inicia su tránsito a ser patrimonio de la Humanidad.



Pero es tambičn una historia social y de luchas para terminar con abusos y lograr que la riqueza se repartiese. Conozco de cerca la vida de tantos mineros pioneros, como la de Manuel Jesús Valenzuela Cáceres, campesino enganchado en Colchagua, en la Angostura de San Fernando, para ser maestro enmaderador en las profundidades de la montaña. Es la historia de las primeras mutuales, del primer Sindicato Minero como el Sewell y Minas. Es la historia del dolor indecible de los 356 mineros muertos en el peor accidente de la historia de Chile, que en 1945 develó la irresponsabilidad de no contar con sistemas autónomos de ventilación, por lo cual un simple incendio de huaipes y aceites en una galería fue produciendo un humo asesino que cegó las vidas de tantos trabajadores, que hasta hoy hiere nuestra historia en la Población Las Viudas, en el patio de cruces blancas del Cementerio dos de la Ciudad.



Como en tantos ámbitos, esa tragedia universal, que convocó en Rancagua desde el Pdte. Juan Antonio Ríos al poeta Pablo Neruda, la misma que irritó a Oscar Castro y los partidos obreros, fue la misma negligencia sorda ante los reclamos sindicales, que tras la masacre obligó a innovar e introducir sistema de seguridad en el trabajo, que, sin embargo, sí se practicaban en Estados Unidos y Europa.



El mineral trajo consigo oportunidades y abusos, vida social, cultural y política en los campamentos, en el esplendor de Sewell. Pero hay mito y dolor. La cultura clacista del apartheid
social ha sido una constante hasta hoy. Edificios de camarotes sin baños en los departamentos, hasta la lucha por la casa digna en el Plan Valle que pobló Rancagua.



Sector Americano, rol oro en dólares, mientras los empleados chilenos recibían salarios, y los mineros una combinación de sueldos y fichas para el almacén monopólico de la misma empresa. Lucha por un Hospital digno, por tener especialistas, porque se reconocieran los tiempos al interior de la mina, porque se les dejara viajar al valle, lucha por una colación decente, protesta por las avalanchas y rodados que mataron a muchos por casas en zonas peligrosas de la alta montaña.



Sigue asesorando a la Federación de Trabajadores del Cobre, su primer presidente y líder entre los líderes de los mineros, el ex diputado Héctor Olivares Solis, quien también tuvo junto a los sindicatos la visión de pelar por el Fondo para las Provincias Mineras del cinco por ciento de las ventas, que permitió inversiones en agua potable, urbanización y campos deportivos en Machalí y Rancagua, como en tantas otras ciudades mineras de Chile. Hecho imborrable, es haber contribuido junto a Nelson Pererira, ejecutivo chileno, a que el Estadio El Teniente fuera sub-sede del Mundial del 62.



Esa lucha por la integración social la expresó magistralmente el narrador del Grupo «Los Inútiles», Gonzalo Drago, en ese cuento «Mister Jara», donde mencionaba al chileno capataz arribista, que obligaba a los mineros a llamarlo «Mister», como señal de autoridad. Lo mismo que retrató Baltasar Castro, Nicomedes Guzmán, o más recientemente Walter Pineda, con su Historia del Humo. Mineros duros para sus combates, que lucharon contra la gerencia extranjera y Gobiernos de distinto signo político.



Pero hay un hecho que deslumbró al mundo; los trabajadores no luchaban sólo por sus intereses y derechos sindicales, así, en mayo de 1983 tuvieron el coraje de llamar a las primeras protestas democráticas, aunque cientos perdieran el trabajo en tiempos de 30 por ciento de cesantía y represión política. Había que tener valores y los tuvieron, hombres como el colega Rodolfo Seguel, Emilio Torres, Manuel Rodríguez, Juan Marambio, entre tantos, y ese trabajador despedido que fue Julio Muñoz Otárola, detenido desaparecido desde 1987 hasta hoy.



Historias de una lucha sindical que enfrentó prejuicios entre los propios trabajadores, para unirse a pesar de los roles A de supervisores, «B» de empleados y «C» de obreros, en la búsqueda de la cooperación y la unidad. Lucha de ayer que hoy tiene un nuevo rostro del apartheid social y las luchas que continuarán mientras no exista mayor integración social; el movimiento de los contratistas, aquellos que son ocho mil almas y que tienen condiciones laborales precarias; los que tuvieron que gritar para que en las faenas los transportaran en buses y no en camiones; los que exigieron contratos más largos y no pasarse una década siendo despedidos al mes once; los que bregan por comer la misma colación y tener los mismos equipos de seguridad; los que saben de baños diferenciados; los que esperan eficacia en los buses para que la reducción de la jornada de trabajo sea efectiva en tiempo con sus familias; los que no han conocido de planes habitacionales, ni seguros de salud colectivos, ni de becas para que sus hijos tengan educación superior con movilidad social, como si la gozamos los hijos de los obreros de El Teniente, del buitrero al dinamitador, del chancador al maquinista, del fundidor al pañolero de esa que un día fue la gran Maestranza de América Latina.



Sindicatos fuertes y lúcidos, esos que lograron una buena negociación para tener jornadas de trabajo que compatibilicen la vida dura de la minería con la familia y el tiempo libre. Esos sindicatos de trabajadores que dan su vida, sus pulmones, sus manos y su capacidad por sus esposas, por sus hijos, por su compañeros, por su ciudad, por Chile.



Pero el desafío de la integración social en la minería la han comenzado felizmente a protagonizar los trabajadores contratistas, que hoy son la mayoría de los cuales hacen trabajos permanentes en servicios y en producción minera, son el actor que espera una acción más proactiva de una empresa líder, rentable y del estado chileno. Un sindicalismo que en su diversidad se ha ganado un espacio, como la FETRASER de Danilo Jorquera y la FETRACOM de Rubén Olguín.



Un actor discriminado que mira ganancias de empresas contratistas y que se pregunta por qué no es posible inventar sistemas de integración a la empresa con sueldos dignos y sensatos, sin populismos, conscientes que el cobre fluctúa y producir en forma subterránea es difícil, pero seguros de que hay espacio para un nuevo trato, en un mundo en que el neo-liberalismo está en retroceso, en que el outsourcing y la subcontratación comienzan a ser cuestionada por sus caros costos sociales, de coordinación y supervisión.



Miles de rostros y familias que quieren mayor dignidad porque saben que el sueldo de Chile alcanza para ser solidarios por casa, para que también se les reconozca como jornada los tiempos de cambio de ropa al interior de las faenas, los que buscan que cumplamos normas tan básicas como la negociación colectiva. Movimiento que reconoce avances como los contratos más largos, pero que ve con pavor como empresas de servicios por unos dólares menos se ganan los contratos aunque ofrezcan sueldos sustancialmente menores. Es la gran tarea pendiente que debe comprometer a todos los actores de la gran minería.



La última historia es la de los chilenos innovadores. La generación del acierto de chilenizar el cobre con Frei Montalva y nacionalizarlo con Salvador Allende, en ese discurso histórico en la Plaza de la Batalla el año 71. La que demostró que los ingenieros y los trabajadores chilenos se la podían para producir con esmero, con inteligencia, con responsabilidad. Allí están los planes de expansión desde mediados de los 60 hasta hoy, en que con su crecimiento, El Teniente hacia el Bicentenario se acercará a producir medio millón de toneladas.



Es la historia de la nueva fundición, del Convertidor Teniente que ha sido exportado a otros países, de la mega inversión ambiental para terminar con la contaminación de Caletones. Capacidad innovadora que puede ser mayor, porque está pendiente el aporte regional más sustantivo de la empresa. Son cien años y no hay un centro de tecnología minera, no hay una subgerencia abocada a ser alianzas relevantes, a patentar cientos de innovaciones que podrían hacer de El Teniente un gran cluster para la producción minera y sus tecnologías, sobre todo, en las complejidades de la producción subterránea.



Es el mensaje de la última batalla por el royalty que encabezó la Federación de Trabajadores del Cobre, con gran visión, encabezada por Raimundo Espinoza, y que debe traducirse en un florecimiento para Calama, Salvador, Copiapó, Los Andes y Rancagua. La geografía de las ciudades subalternas que generan el sueldo de Chile y que esperan más proactividad y liderazgos en una empresa a la que todos reconocemos su aporte al país, su gran acierto en expandirse y duplicar su valor, sus esfuerzos por seguir creciendo por el bien de Chile, pero que debe hacer más por sus regiones, porque el impuesto a la minería es un instrumento que se está ganando para este nuevo desafío: ciencia, innovación y tecnología para el mundo desde las zonas mineras.



Cien años con un balance positivo y esperanzador: cobre de Chile, piedra maravillosa a la que queremos revestir de más comunidad, más emprendimiento, más innovación, más integración social, más desarrollo regional. Gracias, cien veces gracias a los hombres y mujeres que han construido esta historia maravillosa para llegar a ser el sueldo de Chile.





Esteban Valenzuela Van Treek es diputado del PPD. El texto recoge palabras pronunciadas en la Cámara Baja.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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