Publicidad

Una elección muy peculiar


Ya se ha dicho mucho sobre la elección de Joseph Ratzinger, pero poco se habla del ‘fraude electoral’ que lo llevó al sillón de Pedro. Aquellos a favor de su elección nos dicen que sólo será un Papa de transición. Que logró los dos tercios en tan sólo cuatro votaciones. Que así como ayer el gran desafío de la iglesia católica venia del ‘este materialista’ (y, por tanto, un Papa polaco era lo indicado), hoy el gran desafío de la iglesia radica en la casi completa secularización europea (ahora se requiere un re-evangelizador de la ‘vieja Europa’-de ahí viene el nombre que escogió, Benedicto XVI). Que el problema de la pobreza, la justicia social y la creciente competencia de las iglesias evangélicas (en especial, los pentecostales) en nuestra América podría ser el principal desafío para un próximo Papa, pero no para éste (a pesar de que este domingo en Brasil, donde viven más del 10% de todos los católicos del mundo, más protestantes van a ir a sus iglesias que católicos a misa).



Por otra parte, aquellos en contra de la tan predecible decisión del cónclave (en las casas de apuestas inglesas se ganaba menos apostando a Ratzinger para Papa que al Chelsea para la liga) nos recuerdan sus conocidas posturas ultra-conservadoras en toda materia que tenga que ver con la fe y la moral. Su aparente arrogancia frente a otras religiones.



El hecho de que una cosa es ser un gran profesor y burócrata, otra un gran ‘pastor’ (en su medio siglo de sacerdocio, Ratzinger solo ejerció labores pastorales como sacerdote durante un año y cinco como obispo y Cardenal). Que más que un maestro en silenciar enemigos, lo que se requiere ahora es alguien que incentive el diálogo y la apertura. Que ya bastó con un anticomunista furibundo para ahora tener otro (como bien sabemos en Chile, anticomunistas frenéticos hay en todas partes; sin embargo, en la Europa oriental y en la Alemania dividida por tantos años se encuentran un tipo muy peculiar de anticomunistas). Que ésa es una batalla del pasado. Que los problemas de la iglesia ahora son realmente otros.



Y si lo que se quiere es re-evangelizar una Europa secularizada y moderna, Ratzinger no es precisamente la persona para hacerlo (no hace mucho dijo que si para rescatar la doctrina tradicional hay que achicar a la iglesia, él no ve problema en eso). Tampoco parece ser la persona mas indicada para ayudar a la iglesia norteamericana a enfrentar sus enormes problemas. Como se sabe, el problema inmediato más importante de esta elección es su efecto en Estados Unidos, donde no sólo una parte importante de los católicos es liberal en materias de fe y moral, sino que la iglesia enfrenta problemas de abusos como en ninguna otra parte del mundo.



Una estadística que dice todo es que en Estados Unidos hay más sacerdotes con edad entre 80 y 84 años que entre 30 a 34. Por eso, fue un tanto surrealista escuchar una entrevista que le hizo la BBC de Londres a uno de los cardenales norteamericanos sobre la elección de Ratzinger; en dicha entrevista, aparentemente sin saber mucho que decir, el prelado trató de enfatizar lo positivo del nombramiento de Ratzinger diciendo que el cónclave había sido un ejemplo de democracia… Aunque el entrevistador no lo agregó textualmente, parecía estar en la punta de su lengua preguntarle si esta elección había sido tan transparente y democrática como la que ganó Bush en el año 2000, o aquellas recientes en Afganistán e Irak.



En este contexto, poco se ha hablado del confuso proceso que ayudó a ganar a Ratzinger. Si bien la elección de un Papa nunca ha sido un gran ejemplo de democracia (en este cónclave, 115 personas, con una edad promedio de 71 años, elegían al líder de una organización global con la que se identifica una de cada seis personas en el mundo), probablemente no había habido una intervención electoral tan directa en la elección de un Papa desde los tiempos pre-renacentistas.



La mitad de los cardenales sentados en la Capilla Sixtina, eligiendo al Papa bajo los bosquejos de Michelángelo, fueron nombrados en los últimos cuatro años (desde que la salud de Juan Pablo II comenzó a deteriorarse rápidamente), en una maniobra orquestada por Sodano y el mismo Ratzinger.



También, casi a ultima hora, se cambió el sistema de votación; antes un candidato necesitaba los dos tercios, ahora, si no hay ganador después de 33 votaciones (lo que tomaría entre ocho y nueve días), basta la simple mayoría. Este es un cambio fundamental, que explica porque Ratzinger ganó tan rápido; si un candidato sólo tiene la simple mayoría desde un comienzo, pero su apoyo es sólido, la oposición no tiene ningún incentivo para postergar lo inevitable (y tiene el desincentivo de que sí el cónclave llega a los nueve días, todos sabrán que el nuevo Papa sólo fue elegido por mayoría simple).



Desde el punto de vista de lo que a los economistas nos gusta llamar (a falta de mejor nombre) ‘teoría de juegos’, el cambio de los dos tercios a la mayoría simple después de las 33 votaciones es la diferencia entre un juego finito y uno infinito; sólo en el segundo, salvo que los cardenales quisiesen pasarse el resto de sus vidas en la Capilla Sixtina, se dan las condiciones para forzar un compromiso.



A todo lo anterior se agrega que la mitad del total de cardenales electores eran europeos, pese a que sólo menos de un cuarto de las personas que se reconocen como católicas viven en ese continente; en cambio, en América Latina la estadística es prácticamente la opuesta: el 45% de los católicos viven en nuestra región, mientras que sólo 20 de los 115 cardenales venían de ahí. Estados Unidos, con el 7% de los católicos, tenía 14 cardenales en el cónclave.



Sin embargo, lo importante de entender es que este fraude electoral no es una simple ‘injerencia’ electoral como la que hizo la misma Alemania para ganarle a Sudáfrica el próximo mundial, ni como la que se hacía en Chile en los mejores tiempos de don Gutenberg; es una intervención de otra envergadura, la del tipo de senadores designados en un contexto de leyes de ‘amarre’.



Para entender la actitud Ratzinger hay que verla desde la perspectiva de la historia alemana, en especial su peculiar prototipo de autoritarismo. Lo fundamental para entender la personalidad de Ratzinger es recordar que fue capaz de servir con igual dedicación y eficacia tanto a la Juventud Hitleriana (a pesar de que él y su familia, al igual que una cantidad importante de católicos de clase media en Bavaria, no apoyaban a los nazis), a la Luftwaffe, al cardenal más progresista y más crítico de la Curia durante el Concilio Vaticano II, y a Juan Pablo II como su gran ‘inquisidor’ (estuvo a cargo de la custodia de la ortodoxia de la Iglesia católica como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe durante casi todo su largo mandato).



No creo que eso indique oportunismo (en un sentido tradicional), sino el fruto de una mentalidad común en Alemania, que se encuentra en todos los colores políticos. Esta mentalidad es la mejor escuela para generar burócratas que cumplen con su deber, pero no para generar ‘pastores’ (el tema del deber es central al kantianismo-alemán).



Con la inevitable simplificación impuesta por un artículo tan corto como éste, hay dos elementos que sobresalen en el autoritarismo histórico alemán. El primero es su miedo intrínsico a que la libertad lleve al desorden y a la anarquía; el segundo es su carácter ‘depresivo’. Muy brevemente, hasta la Segunda Guerra, Alemania fue siempre una sociedad ‘atrasada’ en Europa; básicamente, nunca logró generar un estado fuerte, con instituciones políticas sólidas, donde la base del poder radica en la legitimidad. Por ejemplo, Alemania nunca logró resolver el problema de la separación del poder político y económico entre su oligarquía agraria (los ‘Junkers’, con base en Prusia) y su elite industrial. Por su debilidad, al estado no le quedó otra alternativa que aferrarse al autoritarismo como único mecanismo que le permitía manejar fuertes intereses descentralizados.



Esta visión de Alemania es diferente a la de muchos historiadores y cientistas políticos que asocian Alemania con estado fuerte (especialmente bajo Bismarck); en mi opinión, la aparente fuerza del estado alemán (su autoritarismo) refleja en realidad su debilidad: necesitaba de ese autoritarismo por el riesgo de desorden y anarquía (como la que se desarrolló durante la República Weimar).



Así, el miedo a que la libertad lleve al caos fue una constante en la historia alemana. En términos psicoanalíticos muy simples, como Alemania nunca logró desarrollar instituciones políticas sólidas, con legitimidad de poder (es decir, con un fuerte ‘yo’), tuvo constantemente que recurrir al autoritarismo (su ‘súper-yo’) para defenderse de sus ‘instintos más primitivos’ (su ‘ello’).



Como se ha señalado tantas veces, a Ratzinger no le gusta el rock and roll por considerarlo «expresión de pasiones primarias». Qué mejor que un alemán para encargarse de la más poderosa de las nueve Congregaciones de la Curia, cuya misión oficial es «difundir la sólida doctrina y defender aquellos puntos de la tradición cristiana que parecen estar en peligro, como consecuencia de doctrinas nuevas no aceptables». Como dice Bob Dylan, en su conocida canción: «[…] and you never ask questions, when God’s on your side».



Muchos comentaristas han indicado su sorpresa al conocer personalmente a Ratzinger; no logran conciliar su fama legendaria de autoritarismo e intolerancia (el ‘cardenal-panzer’) con su personalidad amable, casi tímida (fue impresionante ver su sonrisa, casi infantil, cuando salió por primera vez al balcón; parecía tener tan poco que ver con el otro sobrenombre que le puso la prensa internacional durante su período en la Curia: Ä„God’s Rottweiler!). Lo que hay que entender es que el autoritarismo alemán no es un problema de personalidad, sino uno de cultura y de forma de ser.



La segunda gran característica del autoritarismo alemán es su pesimismo depresivo. En breve, recordemos a Wagner. En su ópera más famosa, una pareja de enamorados encuentra que su amor es tan profundo y verdadero que no tiene lugar en esta tierra; a diferencia de Romeo y Julieta, no mueren en una tragicomedia de errores, sino porque en esta vida no hay lugar para la utopía (en Werther de Goethe es lo mismo). Los seres humanos no sólo poseemos prácticamente todos los defectos y debilidades morales imaginables, sino que no tenemos remedio. Ni en sus formas políticas más extremas y retorcidas, Alemania generó una ideología que pretendía generar una ‘raza superior’ en lo ético y lo humano, sino sólo en lo físico.



Cómo entender la desconfianza infinita de Ratzinger al cambio y a la ‘modernidad’ sin ubicarlo en su historia; cómo entender sus palabras sin mirarlas en este contexto: «la auto-realización de un cristiano no está en lo que hace (construye), sino en lo que es capaz de aceptar». En la mentalidad del nuevo Papa, a nadie se le podría haber ocurrido algo más contradictorio en sí mismo que una ‘teología de la liberación’.



Para alguien como Ratzinger, en momentos tan inciertos y problemáticos como el actual, hay que dejar de lado las ‘sutilezas’ de las formas y de los consensos; no queda otra alternativa que tomar el control absoluto. El cónclave reciente no va a entrar al Guiness Book of Records por su contribución al arte de la democracia (como nos quiere convencer nuestro cardenal norteamericano), sino por su contribución al de la ‘dedocracia’.



José Gabriel Palma. Profesor, Facultad de Economía,
Universidad de Cambridge (gabriel.palma@econ.cam.ac.uk).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias