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Transformismo constitucional


Sin duda una de las características nacionales que más acentuadamente se presenta en nuestra historia dice relación con nuestra enorme capacidad de no señalar las cosas por su nombre y, así, darles en sentido diverso al que realmente tienen.



Un sector donde esta característica se acentúa es el político, pero no son solo sus personeros los que monopolizan esta práctica.



Nuestra historia está plagada de casos y basta recordar, por ejemplo, la «Pacificación de la Araucanía», el 18 de septiembre de 1810 como la fecha de nuestra «Independencia», el 11 de septiembre de 1973, como el día del «pronunciamiento militar», el 19 de septiembre como el día de las «Glorias del Ejército», sin que en esa fecha haya ocurrido nada que justifique tan rimbombástico título. En la modernidad, todavía resuenan en nuestras conciencias «los presuntos desaparecidos» y «los excesos» con que se nominaron abominables crímenes.



El eufemismo parece ser una herramienta recurrente en nuestras formas de comunicación y, por qué no decirlo, un modo de ser de los chilenos.



Quizás si lo que mejor resume este defecto (¿o habilidad?) sea la genial creación del jurel tipo salmón, producto alimenticio de alto consumo nacional.



Pero más allá de la anécdota, lo anterior viene al caso si observamos la solemne ceremonia llevada a cabo este 17 de septiembre, en que, ante la presencia de las más altas autoridades del país, y lo más granado de nuestro modesto jet-set criollo, se promulgó lo que sería nuestra nueva y democrática Constitución, poniéndose así término a lo que se ha denominado la «transición a la democracia»; concepto este último que por cierto es entendido de modo diverso, según sea el papel que se ha desempeñado en los últimos quince años.



Recuerdo aquellos agitados años de las jornadas de protestas nacionales en la década del 80 que obligaron al dictador a abrir un pequeño espacio de diálogo con un segmento de sus opositores, y aquella reunión a la que llegaron los opositores encabezados por don Gabriel Valdés a conversar con el Ministro del Interior de la época, don Sergio Onofre Jarpa, en la casa del Cardenal don Pancho Fresno, y en la que plantearon un pliego de demandas que comenzaban por exigir la formación de una asamblea nacional constituyente a fin de elaborar una nueva Constitución que reemplazara a la de don Augusto, pliego que inmediatamente fue desechado por carecer de «realismo» político.



Desde esa fecha hasta el 17 de septiembre del 2005 han ocurrido sin duda muchos acontecimientos trascendentes para la vida nacional, entre los que importan, para los efectos de estas reflexiones, el más de un centenar de modificaciones que ha sufrido la Constitución del 80, hasta el punto que hoy en día parece una criatura casi irreconocible para sus creadores (¿qué diría don Jaime Guzmán ahora de ella?). Cada una de esas operaciones fue en su momento un verdadero parto de los montes y, nadie podría discutirlo, un avance, desde su nacimiento profundamente cuestionado, hacia un engendro más digerible para los «hombres de Estado».



Todo este proceso de mutaciones, mutilaciones, injertos y parches ha tenido, sin embargo, un elemento en común: la total ausencia de la participación ciudadana. Han sido los operadores políticos, los que, midiendo las pérdidas o ganancias de cuotas de poder que ostentaban, han articulado y concretado este proceso. El pueblo, empero, ha estado una vez más ausente.



Pero como nos recuerda el refrán: aunque la mona se vista de seda mona se queda, quedaba por extirpar del primate un lunar que era demasiado visible e impresentable en su certificado de nacimiento. Me refiero al nombre de su padre.



Era necesario entonces hacer una pequeña intervención quirúrgica para eliminar tan molesta evidencia que dejaba al desnudo el origen del animal, y fue así como se programó una operación que, si bien podía realizarse con anestesia local, fue llevada a cabo con anestesia general para no solo adormecer al paciente sino que también a todo el país. Transmitida en vivo y en directo a todos los chilenos, fuimos testigo de ella el 17 de septiembre recién pasado.



Reemplazado en su Certificado de Nacimiento el nombre de su padre por el de uno adoptivo, hoy los chilenos podemos viajar orgullosos por el mundo y mostrar nuestra Constitución sin avergonzarnos.



¿Qué quedó de esa excéntrica idea de una asamblea nacional constituyente que vehementemente exigió don Gabriel?



Parece que no están los tiempos para formular preguntas desatinadas.



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Héctor Salazar Ardiles es abogado especializado en la defensa de los DDHH.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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