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La democracia de los consensos en Chile: «Hagámoslo en mi casa»


A propósito de las primeras voces sobre reforma al sistema binominal, esas que se hicieron públicas en medio de la campaña presidencial, vimos cómo el entonces candidato de la Alianza, Sebastián Piñera, extendía una curiosa invitación al (entonces) Presidente Lagos. Le señaló que estaba dispuesto a juntarse con él, en el lugar y tiempo que dispusiera, para llegar a un acuerdo y dar contenido a un proyecto que permita perfeccionar nuestro sistema electoral. Durante la primera semana de enero de 2006, y aventurando lo que fue la victoria definitiva de la candidata de la Concertación, Hernán Larraín señaló que en Chile se terminaría la política de los acuerdos (o, como mejor se conoce, de los consensos). Ello, insistió, solo traería perjuicios al país.



Meses después la reforma al sistema binominal continúa en la agenda política; al menos en la agenda de la Concertación y de Renovación Nacional. Mesas de trabajo entre ambas instancias buscaban, de alguna forma, consensuar un proyecto común de reforma al sistema electoral. Todo bien hasta que la Presidenta anunció plebiscito para consultar a la comunidad chilena y zanjar la cuestión. Renovación Nacional -acusando la furia del contexto en que se emitieron las mismas— abandonó las mesas de trabajo y varios parlamentarios de la Concertación, ese conglomerado que se dice (más) cercano al pueblo, hicieron ver la «falta de oportunidad» de los dichos. Consultado sobre los dichos de Bachelet, el Secretario General del PPD José Auth señaló que él prefiere la «vía políticaÂ… la de las negociaciones», como la llamó él. ¿Pensará, Auth, que el pueblo tiene poco que hacer en materias políticas?



Estas opiniones me causan desconcierto. A decir verdad, me siento algo estafado. Y la culpa no es de Piñera, ni de Larraín; quizás ni de Auth, sino de la forma en que hemos permitido que se construya nuestra democracia. Si es cierto que Chile, como dispone el artículo 4ÅŸ de la Constitución, es una república democrática; si es cierto que acabamos de participar en elecciones presidenciales y parlamentarias; si es cierto que no fuimos engañados y en esas elecciones elegimos a nuestros representantes; si es cierto que esos representantes son nuestros mandatarios políticos que, en el espacio público, debatirán los asuntos que nos autodefinen como comunidad. ¿Por qué buscar espacios libres de control ciudadano para esas discusiones? Si la República supone la existencia de ciudadanos atentos a las decisiones colectivas (las leyes), ¿por qué restar validez al espacio donde esas cuestiones se deben debatir? ¿Qué control tenemos sobre nuestros mandatarios?



¿Creerán nuestros representantes que la democracia, más que disenso, es solo acuerdos (de esos que se logran fuera de las Cámaras)? Nuestra práctica democrática abunda en ejemplos sobre consensos tras bambalinas que, por lo mismo, excluyen a importantes sectores de la población. Las reformas constitucionales, así, se acordaron, más que en las cámaras del Parlamento, en una serie de reuniones entre «representantes». Algunos electos popularmente. Otros no. Y nuestras autoridades celebraban el «consenso» alcanzado para las reformas.



Hay ejemplos, también, de lo que ocurre cuando esos acuerdos no se logran – Ä„curiosamente!- fuera del Congreso. Cuando el Presidente Lagos propuso a Enrique Marshall como candidato a la consejería del Banco Central, no faltaron las voces que se alzaron contra el modo de proceder del Presidente. Nadie nos preguntó si Marshall era una buena opción -reclamaron algunos senadores. Nadie nos consultó sobre qué nos parecía el candidato -cuestionaron otros. ¿Acaso creen que somos un buzón?, se preguntaron los más ofendidos (reacciones que, antes, se reiteraron en elecciones de jueces de la Corte Suprema y directores de TVN).



A decir verdad, justamente si ocurre lo que exigen nuestros representantes es que la democracia termina siendo, en el caso chileno, una fachada. ¿Para qué necesitamos representantes, si los acuerdos se logran fuera del Congreso? ¿Para qué los elegidos se llaman legisladores, si las leyes se discuten, afinan y aprueban, en las casas de los «representantes»‘? ¿Para qué gastamos recursos en montar elecciones, en dietas parlamentarias y, desde hace poco, en los vocales, si los acuerdos se toman de cualquier forma, menos en el Congreso? Quizás una buena decisión sería sincerarnos y, en vez de elegir diputados y senadores, poner todos los huevos en la canasta del lobby. Parece que ese es el reducto en que nuestros argumentos pueden tomarse en serio. Porque si los proyectos de ley llegan al Legislativo acordados desde fuera, ¿qué discusión va a existir dentro de él?



En su momento, y en respuesta a la propuesta de Piñera, esa propuesta moldeada, como he señalado, por la forma en que se ha configurado nuestra democracia, Lagos aseguró que no hay nada que conversar con él, ya que el proyecto fue enviado al Congreso. Y ése -insistió- es el lugar donde se debe discutir. Al menos en las palabras suena bonito. Al menos, en las palabras, ello se acerca más a la democracia. Lo cierto es que una reforma al sistema electoral carece de sentido si la democracia chilena va a seguir funcionando como lo ha hecho hasta ahora, por medio de acuerdos fuera del espacio de control. Quizás por eso Piñera y Auth (y todos los demás) ven la política como una actividad de gestión de intereses. Pero de los propios, no de los del pueblo, al cual sin posibilidades de control, se lo quiere ver participar solo al momento de votar.





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Domingo Lovera Parmo. Profesor de Derecho. Universidad Diego Portales

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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