Publicidad

Equinoccios, pasodoble y otras pendencias


Éste es un mes reverberante. Pero ahora mismo la chacra frontal, el sexto chacra, el del tercer ojo y sexto sentido, me dice que escape de evocaciones previsibles.



Ni alma por la calle que desemboca en la Riviere des Outaouais. Un clamoroso silencio. Silencio de claustro. Alucinación lírica. Octubre. Se ha ido Pavarotti y se siguen yendo los que no tenían que haberse ido nunca, cuando es primavera en Chile, otoño en Montreal.



Apenas se ve la luna. Sospecho que está hecha para ser admirada desde la distancia. Como a la Gioconda. Así es su belleza esquiva, luminosa solo de noche, inquietante. No hay que mirarla mucho, dicen los entendidos.



Que nadie duerma, que nadie duerma, no sea que ella, la inevitable, Dama del Alba, dueña y señora de la guadaña afilada nos sorprenda a la orilla de la sombra sin haber podido dar el Do de pecho y nos baje el telón.



Que no, que no sigo por esos derroteros. Cambiemos de tercio. De momento.



Ando con un rebote solemne. Para que dármelas de circunspecta cuando se siente todo lo contrario.



Una noticia me trae sin miramientos a la tecla que precisamente había pensado no tocar. La P de Península (Ibérica). De allí precisamente vienen las feas nuevas.



Y porqué, os preguntaréis vosotros, amado público, inocentes corderillos en medio de los lobos, porqué en pleno siglo XXI los descendientes de Torquemada se empeñan en arremeter contra la prensa libre en plan Miura, cornada va y cornada viene, cierran periódicos, censuran revistas, se cargan de paso a entrevistadores, periodistas y por si fuera poco ahora pretendan también pulverizar a caricaturistas, humoristas , y a cualquier incauto que ponga una carcajada auténtica en el cuerpecito serrano, por aquello de la salud mental.



Pues no. Nada de risas, nada de bromas, con la realeza topamos Sancho.



Primero secuestran un número de la revista El Jueves y ahora quieren cerrar Caduca hoy, suplemento de humor que Deia publica los sábados.



Los síntomas indican que la monarquía española tiene atravesado en sus reales tragaderas el sentido del humor. Para más inri los de Caduca hoy son vascos, y lo vasco es a lo español, lo que los negros y los talibanes a USA.



La trifulca empezó con los principitos de Asturias patria querida, Asturias de mis amoresÂ… dice la letra de la canción más popular del mundo que se canta en la fase 2 de cualquier borrachera y va precedida por la exaltación de la amistad, que es obviamente la fase 1. Cuando se llega a la fase 3 nadie responde por nadie y pueden pasar muchas cosas hasta en las mejores familias.



Pero a lo que íbamos.



Los de El Jueves, hicieron una broma sin mayores consecuencias cuyos protagonistas podían ser Pipe y Leti.



Subióseles entonces la sangre azul a la cabeza. Tomaronse sus altezas surreales el chiste a pecho, sintiéndose tocados desenvainaron el cetro y mandaron de una estocada certera, pluma, dibujo y caballero a los anales de la prohibición. Y colorín colorado.



Así las cosas, mientras unos persiguen el besamanos, la reverencia y empotrarse coronas ridículas, otros siguen buscando en las entrañas de la tierra, en el susurro del viento y en lo más hondo del mar, mil nombres sepultados.



Por eso el rebote.



Si padre mío, me han condenado, pero no temas pregonar mi crimen. Mi delito es amar a los olvidados. Solo el silencio que amordaza la verdad es vergonzante. Decía Bartolomeo Vanzetti.



Tragedias. Desde que murió Pavarotti me acuerdo mucho de Sacco y Vanzetti. Caprichos de la memoria que va y viene, incansable.



O será tal vez una consecuencia del equinoccio de otoño.



En cuanto a la censura surreal, Don Francisco de Quevedo y Villegas escribió en el año 1620 lo que sigue:



Fragmentos de la Epístola a Don Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, en su valimiento.



No he de callar, por más que con el dedo,
ya tocando la boca o ya la frente,
silencio avises o amenaces miedo.
¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?
En otros tiempos pudo ser pecado
severo estudio y la verdad desnuda,
y romper el silencio el bien hablado
Pues sepa quién lo niega y quién lo duda,
que es lengua la verdad de Dios severo,
y la lengua de Dios nunca fue muda.




Así entre deslices y sobresaltos y meditaciones de tinta , los recuerdos en avalancha se escriben solos y pertenecen al momento que ha pasado, pues el ahora mismo, no es mas que la consecuencia del antes y el después solo un fuego fatuo que se digiere mejor mirando por la ventana del coche los surcos de las gotas de agua resbalando suaves en la quietud del atardecer saliendo de Montreal. Conducir en la niebla lluviosa sosiega, me traslada al baúl de las sorpresas, a mundos dormidos e inesperados que emergen fantasmagóricos entre la bruma.



Rebobinando, el tiempo vuelve a un momento agridulce y raro. El día en que acompañé a mi padre a la ceremonia nupcial de la hija de Pablo, amigo querido con quien él jugaba días y noches al ajedrez. Era al primero que llamaba cuando venía a Montreal y al último que despedía cuando regresaba a Bilbao.



Pablo tenía una cadencia relajada, un cuerpo siempre entonado, ojos pícaros y la sonrisa de un seductor. Tipo Dean Martin.



Era generoso, tremendamente generoso. De los que dan con la misma gracia la camisa o la vida.



Los quebecuás le adoraban.



Era célebre en la bohemia de Montreal. Un día tuvimos un rifirrafe desafortunado sobre los vascos, él y yo. Me pareció inadmisible su posición dadas las circunstancias que no vienen a cuento ahora, y se lo hice saber. Le retiré la palabra. Quiso disculparse y no acepté sus excusas. Me llamó pendenciera. Seguramente tenía razón.



De manera que ir a la boda de la hija del admirado enemigo en esos momentos aunque fuera por acompañar a mi padre, tuvo tintes de heroicidad.



Pablo estaba separado desde hacia más de veinte años de su primera esposa quien juró vengarse cuando se dejaron. Y lo hizo. Le arrebató el cariño y el respeto de los suyos, para siempre.



Ni siquiera le invitaron a la boda. Simplemente apareció sobre el campo minado cuando nadie le esperaba. Resultaba persona non grata en medio de la fiesta.



A la salida de la catedral me besó la mano y yo a él la mejilla. Hicimos las paces. Hubiera sido una crueldad añadida haber seguido en la pendencia.



Durante la cena apenas hablamos. Afortunadamente estuvimos solos los tres en la mesa adornada con rosas color champagne sin la obligación de dar conversación cuando en el fondo se está ausente.



Y llegó la hora de la tarta nupcial y del Vals.



Tal vez fue el momento, la carga emocional de él cuando sorprendiendo a todos los allí presentes sacó a bailar a su hija.



Luego empezó la cámara lenta.



La madre paró el vals y pidió un pasodoble. El de Julio Romero de Torres. Después se fue derecha donde Pablo y arrancó literalmente de sus brazos a la hija estática que no acertaba a balbucear palabra. La tomó por la cintura, como un hombre apasionado lo hubiese hecho, le dejó en los labios un beso y tiernamente cubrió su rostro con el velo de novia; apretándola fuerte contra su pecho bailó el pasodoble mas insólito, deslumbrante y estremecedor que se pueda imaginar. De cortar el aliento. Una vivencia similar a quedarse frente a un cuadro de Vincent Van Gohg. Esa clase de sensación. Puede gustar, no gustar el cuadro, pero algo pasa de cráneo para abajo, por dentro, entre el antes y el después.



Recuerdo la densidad del aire, la espalda de Pablo, la prisa de mi padre por llevarse al amigo, la cadencia del ritmo en los pies de madre e hija apenas rozando el suelo. La madre vestida de seda rojo sangre, traje largo, hermosísima. La novia de blanco virginal.



Entre tules mecía a la hija en sus brazos, por toda la pista, erguida, desafiante. Una y otra vez, una y otra vez, ella y su cría fundidas en un solo cuerpo, al unísono el corazón, idéntica comunión de almas, como flotando en el agua de la vida antes de nacer. En la intimidad de un acto sagrado.



Luego, al final del último compás, la madre entregó al novio, su esposa velada.



No sé lo que pasó después. Había que irse de la boda para no romper el encanto.



Fue una noche de septiembre entre el crujir de ramas cuando arces y abedules se arrullan en la penumbra del Mont- Royal, aquellos novios se juraban amor hasta más allá de la eternidad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias