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Neutrinos y el bramido del viento


Anoche vi tres películas. Una por encargo y dos por terapia de urgencia después de la primera. Por gusto, The Roman Spring of Mrs. Stone y Hamlet. Suelo alternar entre la versión de Olivier y la de Smotktunovksy. Anoche fue Innokenti. La obra de T. Williams con Helen Mirren es de antología.



La obligada totalmente asimétrica, no merece llamarse película ni daré el título. No serviría más que para hacerse mala sangre.



Diré simplemente que me sentí insultada por la falta del más elemental rigor artístico. Siempre ofende el mal gusto disfrazado de exquisitez. Ofende el engaño de la propuesta. Ofensa es a la postre la palabra que mejor define el collage a engullir del que hablo. Muy distinto es sentarse a ver un bodrio sabiendo que no tiene otras pretensiones.



Desgraciada o afortunadamente el esfuerzo en el arte, poco importa. De nada sirve cuando se trata de fascinar, encantar, seducir, conmover en el silencio de la sala oscura. Rendirse ante la inocencia sublime de Ofelia, tiritar de espanto con un -Hello Clarise- de Anthony Hopkins. Emocionarse ojalá, ante las muchas maravillas que nos viene ofreciendo el Séptimo Arte. Apela a nuestro sentido lúdico.



Ávidos de magia, deseamos que desde la pantalla nos hagan vibrar por algo que trascienda que envuelva que haga reflexionar más allá de lo ya trillado. Algo que nos estremezca que nos divierta que nos enamore. Deseamos que la comedia sea inteligente que el drama asombre que la tragedia cale hondo en el sentimiento. Necesitamos más exigencia artística, menos arrogancia, más liturgia, menos clones, más rigurosidad y menos hedonismo. De no ser así, mejor quedarse escuchando el bramido del viento. Digo yo, por decir, plena de incertidumbre. Temo que en los tiempos que corren la tónica general es hacer películas como quien hace churros.



Orson, Ingmar, Federico, Charlie, William, Samuel, y tantos otros, volved. Es un favor existencial, un deseo ferviente, un ansía, una ilusión, una necesidad. Un conjuro.



Aquí, en esta dimensión que habitamos los que creemos vivir, a cualquier cosa se le llama cine, a cualquier pirueta teatro, a cualquier trazado esquizofrénico arte, a cualquier alarido música, a cualquier brinco danza. A cualquier cantamañanas genio. A cualquier respirar, vida.



Los pseudogenios nacen o se hacen con sobredosis de neutrinos, leptones confusos incapaces de relacionarse e interactuar, que es en lo que nos ocupa, preocupante. Y proliferan escupiendo hacia arriba.



Imagínate Orson, con tanto traqueteo lo difícil que resulta en ésta época encontrarse con Citizen Kane. O será porque abundan los de verdad, que tu película sigue siendo una obra maestra a prueba del tiempo. ¿Crees tú?



Conocí de pasada a un aprendiz de genio que se revestía de ti, creía él, antes de poner pie a tierra por la mañana. Cuentan que cuando la vaca sagrada decía puerta, por ejemplo, sus mansos corderillos, y se rodeaba de no pocos, pasaban días y noches disertando sobre la quintaesencia del término o sobre los ojos en forma de gran angular que tenía el iluminado. Se extasiaban ante su voz torrentosa salmodiando el vocablo en siete idiomas y medio.



-Maestro, maestro, -le pedían enfervorizados sus acólitos, -repita pu, solo pu. Please?- Alargando mucho el please.



Y el genio decía pu. Pero no cualquier pu. Un pu lento, apoteósico. Un pu de puerta colosal, como jamás antes se había oído. Deo gratias. Y se mesaban los cabellos embargados por la ocurrencia histórica.



Ay puerta, puerta, en qué momento te convertiste en tedioso mantra, y qué hago yo en medio de semejante tiberio; se preguntaba menda mientras buscaba el punto de fuga.



Todavía con la interrogante punzándome el trigémino, el acrisolado machacaba el aire recitando el poema Vacas Sagradas del Maestro Merardo, que le había sido dedicado a su persona, si mal no recuerdo y rezaba así:



Después quizás me hago el mudo
o me doy la libertad
de decir a voluntad
disparates, bien ceñudo,
que ya no le temo al nudo,»
dijo un artista famoso,
¿»Qué me importa si yo gozo
viendo con qué atención
meditan toda invención
que al azar voy y la escojo?»




Esto aunque parezca mentira, sucedía durante el almuerzo entre apapachos y besos remojados en abundante néctar del Valle de los Faraones con la mirada a media asta, deslumbrado por el resplandor del seguidor imaginario. Entonces nuestro antojadizo anfitrión ordenaba que ovejas y corderos cantasen, bailasen e hicieran alguna gracia. Había que pagar peaje.



Hete aquí que, a punto de cortarme las venas de tanto empalago, venciendo mí habitual despiste sospeché a tiempo la necesidad de hacer mutis antes de perder la compostura adquirida a lo largo de 14 años de internado, sangre , sudor, lágrimas y toda una vida. Decía que además de recordar contar hasta cuatrocientos para no matar o morir, había aprendido algunas sutilezas sobre los desastres hepáticos estomacales y espirituales que ocasiona el compartir comida, bebida y tiempo con quien no se quiere. El más delicioso manjar puede convertirse en toxina mortal dependiendo de cómo, cuándo y con quien se comparta. Evitar el envenenamiento espiritual y el otro, es una práctica muy saludable, recomiendan Epicuro que sabe mucho, Omar Khayam e incluso mis queridas monjas irlandesas que hicieron todo lo posible por educarme y sujetar la fiera que todos llevamos dentro.



En honor a ellas en el mencionado almuerzo, me abstuve de yantar y puse pies en polvorosa venciendo así la pulsión genicida (de genio) o síndrome de Aladino. Según yo.



Anoche sin ir más lejos, de no haber sido por Hamlet y Mrs. Stone hubiese bailado el Zapateado de Sarasate encima del DVD sin nombre, después lo hubiese lanzado a lo más profundo de las aguas heladas del lago St. Louis y luego hubiera reclamado a mi Hacedor 90 minutos extra en la cuota de vida que me tiene asignada por los 90 minutos infames dilapidados frente a una pantalla igualmente perpleja.



Telón.



Por hoy, el resto es silencioÂ… decía Hamlet.





Begoña Zabala es escribiente y reside en Montreal, P.Q.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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