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Cheyre


El general (r) Cheyre ha salido en defensa de uno de sus ex subordinados haciendo acusaciones gravísimas en contra de la Presidenta de la República. Son inaceptables. Ella merece el respaldo de todo el país por la firmeza con que ha actuado en materia de derechos humanos. Al mismo tiempo, Cheyre ha tenido el coraje de llamar a que «los padres fundadores del golpe se saquen la careta y asuman su responsabilidad.» En este punto tiene toda la razón. Precisamente, la política firme y no contemporizadora que han encabezado las organizaciones de DD.HH., que de alguna manera ha asumido el actual gobierno mucho más que sus antecesores, constituye el camino para que el país supere el pasado de la única forma civilizada: con plena verdad, justicia y reparación.



El caso que ha motivado todo este asunto es muy claro. El general (r) Santelices ha renunciado a su alto cargo en razón de su participación en la cobarde masacre de prisioneros indefensos el 19 de octubre de 1973 en Antofagasta, ejecutada por la comitiva militar encabezada por Arellano Stark bajo órdenes directas de Pinochet. Ni la justicia ni nadie acusan a Santelices por lo que no hizo. Su responsabilidad precisa consistió en retirar los presos de la cárcel – sin compasión ni respeto, como sacos de papas según declaración de uno de los participantes -, llevarlos a la Quebrada El Way donde fueron masacrados, recoger los cadáveres, trasladarlos a la morgue, y encubrir el hecho a lo largo de treinta años mientras progresaba en su carrera militar.



La verdad salió a luz hace poco, a raíz de la acuciosa investigación de los hechos por parte de la justicia. Él la refrendó con declaraciones veraces, sin embargo, de ningún modo fue un denunciante de los crímenes. Su juventud en ese momento y el rol auxiliar desempeñado ciertamente constituyen atenuantes. Su hoja de vida posterior también. No así el haber actuado obedeciendo órdenes, puesto que como cualquier funcionario público los militares tienen expresamente prohibido obedecer aquellas que implican la comisión de actos ilegales. La pena que le corresponde por su participación en estos delitos de lesa humanidad la determinará la justicia en su debido momento. Sin embargo, era del todo inaceptable que continuase ejerciendo altas responsabilidades en el ejército. El gobierno, el ejército y el mismo actuaron correctamente. No hay nada más que decir.



La plena verdad, justicia y reparación, es el único camino civilizado que tiene la sociedad chilena para enfrentar los crímenes contra la humanidad cometidos durante la dictadura. Esa es la única razón de Estado que vale. Ya no pudieron hacer como que nunca existieron, como fue su pretensión a lo largo de décadas. Nadie, ninguna autoridad, ninguna iglesia, ni siquiera los familiares de las víctimas, tienen derecho de precipitarse a otorgar dispensas. Mucho menos si les brindan acomodos en beneficio político o personal. Todos los intentos al respecto han fracasado hasta el momento. Continuarán fracasando. Los pueblos dignos nunca olvidan ni perdonan.



Al mismo tiempo, Cheyre ha abordado con gran audacia un problema mayor. Tiene toda la razón cuando afirma que los responsables de estos crímenes no se remiten a los miembros del ejército que participaron directamente en ellos. También cuando dice que «los padres fundadores, los llamadores a unas Fuerzas Armadas que ellos politizaron para que desnaturalizaran su función y se produjeran las seguidillas de víctimas que hoy no están. Esos padres fundadores siguen escondidos en el anonimato, en la impunidad. Son los generadores del odio que se entronizó en Chile y que mientras no se saquen la careta todos, creo no podemos vencerlo.» Este reclamo es plenamente válido. No pierde vigencia ni siquiera porque se traiga a colación en defensa de personas como Santelices, o para pretender que se deje de «majaderear» a los militares que participaron en crímenes.



Cheyre no se ha quedado en chicas. Menciona a «los que provocaron el odio en Chile, que no son solamente la izquierda (…) los que generaron la crisis más grande y no fueron capaces de controlarla, el gobierno de la Unidad Popular (…), una oposición de la Democracia Cristiana y una oposición del partido de la derecha de la época, que fue implacable y que nos llamó abiertamente. Los padres fundadores son todos aquellos más la Corte Suprema, el Senado, la Cámara de Diputados, la Contraloría General de la República.» No deja títere con cabeza. Aún así, tal vez se quedó corto.



Felizmente, no insistió en la majadería de culpar a la ultraizquierda. Muchos de éstos no fueron sino petardistas menores, en particular aquellos que más tarde han considerado de buen tono golpearse el pecho manifestando estridentes arrepentimientos en salones y cuarteles, o enriquecerse al servicio de los grandes empresarios. Están bien encantados en el fondo de darse una importancia que nunca tuvieron. Más allá de la que astutamente les conferían los titulares de la implacable prensa opositora de la época. Los que se la tomaron en serio murieron como héroes después del golpe muchos de ellos. Hicieron entonces lo que una buena parte de los chilenos nos demoraríamos todavía una década en asumir como el único camino digno: luchar por derribar a la dictadura por todos los medios a nuestro alcance. En este aspecto preciso, puede quizás aceptarse que Cheyre aluda a la responsabilidad del gobierno de la Unidad Popular.



Efectivamente, no supo meterlos en vereda cuando ello resultaba indispensable para ganar la autoridad que requería para controlar a los verdaderos promotores del caos que condujo al golpe. Quizás no comprendió debidamente la necesidad de imponer el orden público que necesariamente debe suceder a todas las revoluciones exitosas. En cualquier caso no la tuvo fácil. Sus enemigos externos e internos no le dieron tregua.



Le faltó mencionar al General (r) a algunos cabecillas principales, que aún antes de asumir Allende conspiraron con gobiernos extranjeros contra el suyo propio. Con el resultado directo del asesinato del entonces Comandante en Jefe del ejército. Hoy continúan conformando «la opinión pública» a su amaño, dando espacio en sus medios a golpistas contumaces. Reparten invitaciones de alta sociedad por cuyos favores muchos se pelean mientras corren a dar indulgencia plenaria al mismo diablo. Otros, que formaron entonces guardias blancas, cobraron luego sus servicios a la patria quedándose con las empresas del Estado. Hay unos por ahí, que salieron arrancando del comunismo para volver después del golpe convertidos en terribles orejeros dispuestos a ejercer las más oscuras tareas durante la dictadura.



Como si nada hubiera pasado, hoy siguen azuzando al ejército desde el parlamento. Quieren volver a sacar sus castañas con la mano de ese gato. Más allá de todos ellos, que se pueden mencionar con nombre y apellido, le faltó decir al General (r) que todo lo ocurrido fue azuzado por una canalla dorada, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, destilando odio revanchista. También, que durante buena parte del tiempo contaron con el silencio, la impotencia, el temor, o la complicidad, de buena parte de nosotros. Esa es la verdad.



En buena hora que destape la olla. Este asunto no se va a zanjar en un día pero no es posible soslayarlo. Mucho está en juego para algunos, por lo que no va a resultar fácil. Enfrentando a personajes tanto o más poderosos, tampoco lo han sido cada uno de los avances logrados hasta el momento. No son pocos, sin embargo, y nos han hecho muy bien a todos. Especialmente al ejército. Más vale que lo vayamos asumiendo, porque en esta tarea no podemos cejar hasta que esté completa.



Todos tienen que asumir su responsabilidad. Cada uno en su justa medida. Ello es condición indispensable para que en conjunto, civiles y militares, podamos enfrentar unidos los grandes desafíos históricos que tenemos por delante. Los mismos no están exentos de riesgos aún más graves que los que ya hemos atravesado. Así lo demuestra la historia de otros pueblos que nos llevan delantera. Verdad, justicia y reparación plena respecto de lo que pasó, es la clave para marchar hacia adelante con la seguridad que no lo vamos a repetir.





Manuel Riesco, economista

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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