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Hacer las cosas bien

Tomás Ariztía
Por : Tomás Ariztía Doctor en Sociólogía y académico Escuela de Sociología, Universidad Diego Portales
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Es crucial revalorizar la centralidad de la política como el espacio donde se discuten y negocian los fines. Sólo en la medida en que se transformen en buenos políticos, los nuevos expertos podrán hacer las cosas cosa bien.


Cambio en el equipo. Entran los expertos y salen los políticos. El nuevo discurso oficial es «hacer las cosas bien»: primará la eficiencia y la expertise, las cosas se harán como corresponde, con tiempos, recursos y medios adecuados.  Se trata de un equipo de excelencia cuya experticia técnica ha sido previamente sancionada por los mejores universidades del planeta: Harvard, MIT y Chicago.

¿Pero qué significa hacer las cosas bien? ¿Cómo se define cuales son las cosas por hacer?

El dilema que presenta esta nueva forma de hacer política, sustentada en la primacía del conocimiento técnico no es nuevo. La tensión entre la política y la técnica ha sido objeto de reflexión de las ciencias sociales desde comienzos de la modernidad. En sus célebres ensayos «el político y el científico» Max Weber intenta dar luces a la tensión existente entre política y conocimiento científico. Para Weber mientras la política se orienta a lidiar con los fines, con la pasión por las causas, la ciencia moderna -y sus hijo el conocimiento técnico- solo son capaces de operar en el espacio de los medios; son incapaces de pronunciarse o valorar el sentido final de su quehacer.

[cita]Es crucial revalorizar la centralidad de la política como el espacio donde se discuten y negocian los fines. Sólo en la medida en que se transformen en buenos políticos, los nuevos expertos podrán hacer las cosas cosa bien.[/cita]

Dicho de otra forma: si bien el conocimiento científico y técnico permite hacer las cosas bien (maximizar los medios en tornos a ciertos fines), el problema parece ser que la técnica no es capaz de dar una respuesta a priori acerca de los fines sobre los cuales esta ópera. Y este es justamente el espacio de la política, aquel espacio en el cual se discute y se negocian los fines comunes: las definiciones de bien común, los acuerdos normativos (mínimos) de una sociedad. La eficiencia, la gestión, el conocimiento técnico son centrales, particularmente cuando existe un consenso en torno a lo que se entiende por «lo deseable»; sin embargo son mudos  cuando el objeto en cuestión son los fines. Es aquí donde comienza la política.

Pese a los esfuerzos invertidos durante gran parte del siglo XX por construir un conocimiento técnico puro, desconectado de valoraciones, sin determinantes culturales y valóricos, en suma, purgado de toda dimensión política, lo cierto es que la historia de las ciencias muestra esta opción de conocimiento como un imposible. De hecho, hoy en día, hay un relativo consenso acerca de la imposibilidad de separar en las ciencias sociales afirmaciones de hecho, de afirmaciones de valor: por muy técnicos que sean los discursos, por mucho que descansen en publicaciones o remitan a facultades y teorías prestigiosas, el conocimiento experto siempre está situado desde un lugar político y valórico particular.

Esto no significa que este conocimiento sea menos “verdadero”, solo define un piso sobre el cual se estructura lo propiamente técnico. Asumir esto implica reconocer que conceptos que son moneda común en el lenguaje experto tales como «mercado» «estado» «individuos» «democracia», “educación de calidad”, “pobreza” entre otros, no tienen un valor neutro, sino que son definidos y valorados en formas distintas dependiendo de los paradigmas, escuelas o enfoques expertos desde los cuales se hable y sobre las definiciones que hay detrás de ellos.

Estas divergencias son las que explican la existencia de variadas escuelas y enfoques de distintos colores políticos incluso dentro de la discusión entre expertos (ver por ejemplo, la división entre economistas americanos de agua dulce (neoliberales) y los de agua salada.

Ahora bien, ¿qué implicancias tiene esto en términos de nuestro nuevo gobierno de expertos? Se me ocurren, siguiendo a Weber, al menos tres ideas: En primer lugar la humildad. Reconocer las limitaciones del conocimiento experto (mas allá de su origen disciplinar) es una muy buena forma de evitar futuros desastres tecnocráticos a la Transantiago. En segundo lugar, escuchar y debatir.

Es necesario valorar el diálogo en torno a lo deseable no como un costo político sino como un momento necesario para construir políticas públicas adecuadas. Se trata acá de dar espacio y recoger no sólo la voz ciudadana, sino la creciente existencia de espacios y foros híbridos en los cuales se construye el conocimiento experto de una forma democrática. Finalmente, creo que es crucial revalorizar la centralidad de la política como el espacio donde se discuten y negocian los fines. Sólo en la medida en que se transformen en buenos políticos, los nuevos expertos podrán hacer las cosas cosa bien.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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