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Temblores en la iglesia

Esteban Valenzuela Van Treek
Por : Esteban Valenzuela Van Treek Ministro de Agricultura.
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Nos tocó convivir con sacerdotes cercanos y francos, que nos hablaban de las debilidades morales y sociales de la propia Iglesia, “santa y prostituta”, como el propio Cardenal Silva recitaba de un poema del cura obrero, Esteban Gumucio.


Tormentas y esperanzas sobre la iglesia católica, la mía. Decaen las vocaciones, crecen otras iglesias (las congregaciones evangélicas se multiplican  en los sectores populares en Chile y son mayoría en la frontera mexicana-guatemalteca), se conocen acusaciones de tolerancia indebida a casos de pederastas. Los anticlericales tan “fanáticos” como los “religiosos dogmáticos”,  generalizan y olvidan la profundización del compromiso social de la mayoría de las iglesias latinoamericanas (“Un Techo para mi país”, made in jóvenes católicos chilenos, se expande como sana epidemia), así como  la capacidad de autocrítica y apertura desde el seno del propio catolicismo en estos espinudos temas (desde las agrupaciones teológicas que piden total verdad al Papa hasta el Obispo que plantea hacer opcional el celibato).

Los escándalos no fueron mi experiencia personal como joven formado por la iglesia católica chilena en tiempos de gran apertura (durante los años 70 del pontificado de Pablo VI y el influjo del Concilio Vaticano II), con mucha participación laical, con el compromiso por los derechos humanos y la promoción social del Cardenal Raúl Silva Henríquez y la casi unanimidad de los obispos. Nunca viví ni presencié casos de abusos en mis años de acólito en la Catedral de Rancagua, de coordinador de la Pastoral Juvenil diocesana, de misionero en el grupo marista del colegio y de miembro de grupos teológicos liberacionistas en la Universidad Católica (leíamos a Ronaldo Muñoz y Gustavo Gutiérrez, nos escondían  jesuitas y sagrados corazones, íbamos al Vía Crucis poblacional, buscábamos orar con los métodos de Thomas Merton recitando los poemas de Ernesto Cardenal, incluso cuando el Papa Juan Pablo II lo retó públicamente por ser ministro de cultura de un gobierno socialista).

[cita]»Allí el cura dejó que una mujer comentara la palabra, la oración que nos enseñó Cristo se rezó como “padre nuestro-madre nuestra que estás en los cielos”.[/cita]

Nos tocó convivir con sacerdotes cercanos y francos, que nos hablaban de las debilidades morales y sociales de la propia Iglesia, “santa y prostituta”, como el propio Cardenal Silva recitaba de un poema del cura obrero, Esteban Gumucio. Se recordaba como la época negra la simbiosis con el poder (la espada y la cruz), la compra de la salvación con prebendas, el clasismo, los papas casados que dominaban ejército, los sacerdotes y monjas que decaían.

Fuimos formados por una Iglesia que reconocía que había Judas traidores y Pedros negadores en el seno de la propia Iglesia, fariseos que daban monedas a obras de caridad y no aceptaban sindicatos, sepulcros blanqueados que se pegaban al pecho y se ofuscaban cuando el Cardenal fustigaba la tortura y las desapariciones de disidentes en años grises.

Pero no basta reconocer lo bueno, y hay que aceptar que siempre llegaba el rumor y a veces el testimonio crudo, del estudiante que fue manoseado  o del amigo que perdió la fe en la iglesia por culpa de  un clérigo pervertido que trató de abusarlo en una ducha. Nada justifica la distorsión de confundir misericordia y perdón de los pecados, con bajar el perfil a los problemas, no mandar a la justicia o al siquiatra casos de distorsiones sexuales graves, abusando de niños y niñas, y malas prácticas, como remover de diócesis, callar y ocultar. Y peor aún, cometer el pecado de omisión de no dialogar con las ciencias sociales, negándose a cuestiones tan básicas como someter a exámenes sicológicos a seminaristas, profesores de religión y directivos de colegios y centros de niños, no haciendo caza de brujas contra homosexuales (un grave error asociar dicha condición a los escándalos), sino que detectando depravados.

Recuerdo las polémicas a comienzos de los años ochentas, entre el teólogo alemán Hans Küng y el entonces Cardenal Ratzinger que presidía la Sagrada Congregación de la Fe: el teólogo fue castigado por asegurar que los papas no eran infalibles. Confieso, como sabedor de Historia, que simpaticé intelectualmente con el teólogo, más aún, desde la propia fe, con el conocimiento de las imperfecciones de Pedro, el mismísimo primer Papa. Hoy Küng contraataca. Ratzinger es el Papa, y el teólogo, que alguna vez compartió aulas con el prelado teutón, lidera diálogos ecuménicos mundiales y aboga por una reforma en la Iglesia Católica (otro “Lutero”, dirán apocalípticos los fundamentalistas). Yo estoy de acuerdo, pero a su vez, pido no hacer caricaturas de la iglesia católica, no generalizar por la falta de algunos, aceptar además que en toda vida hay debilidades (no me ha tocado conocer ningún santo) y que en una organización de miles de miembros existe la atrocidad junto a la luz.

La iglesia debe salir adelante, “oír los signos de los tiempos” y dialogar con el mundo. Por eso, hay que terminar con el miedo para debatir el celibato y hacerlo optativo como ocurrió en casi todo el primer milenio de la iglesia; devalado además que  de Bolivia a Barcelona, de Nairobi a Wisconsin, existe velada tolerancia a sacerdotes con parejas.  Una socióloga americana nos mostraba en Madison que en muchas zonas de USA algunos evangélicos adoptaban prácticas católicas (el culto a María, las peregrinaciones para exteriorizar la fe), mientras muchas iglesias católicas se acercaban a las protestantes, dando voz a las mujeres  y haciendo de las misas un acto más proactivo de diálogo sobre la palabra, relajando el ritualismo.

En Guatemala, viví con intensidad algo que me emocionó en la iglesia San Pablo de Madison: allí el cura dejó que una mujer comentara la palabra, la oración que nos enseñó Cristo se rezó como “padre nuestro-madre nuestra que estás en los cielos”, y al final se leyeron las reuniones de los grupos parroquiales, incluyendo el colectivo “de gays y lesbianas católicas”…corría el año 1997.

Esta vez, año 2010, tras trabajar con el Concejo Municipal de Chiantla-Huehuetanango, de vuelta al hotel al anochecer, veo prendida la pequeña capilla de San Judas Tadeo y me bajó a la oración comunitaria. Lo maya estaba en todas partes; el incienso y las velas que se encienden en altares y templos, cuevas y piedras, por todo el país multicolor. Es lunes. La palabra la comenta una señora que predica sobre la conversión de Saulo de Tarso y luego una parábola del Evangelio de San Mateo. Cantamos los mismos sones que en Chile (la magnífica universalidad), pero luego viene el milagro: la señora, acompañada de los campanilleos y el incienso que agitan un pequeño niño acólito y tres jovencitas  mayas de la etnia mam de sacristanes, saca el altísimo y la  comunión…es la iglesia que viene y que ya está aquí.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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