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La farándula de los feos

Roberto Meza
Por : Roberto Meza Periodista. Magíster en Comunicaciones y Educación PUC-Universidad Autónoma de Barcelona.
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Se cierra así un círculo vicioso que se retroalimenta hacia la vulgaridad y el desparpajo; se pierde la solemnidad y el misterio del poder; se entiende aquel fungido hoy por “gente como uno” y el mal trato y la búsqueda del impacto campean. Así, quienes esperan algo más de estos medios masivos, vuelven a los diarios, revistas o libros, o a la Internet y la TV cable o de pago. Como corolario, la política en la TV abierta termina mutando, como alguien dijo, en “la farándula de los feos”.


¡Sinvergüenza, ladrón, cola, explotador, momia con…! son algunos de los epítetos que se han leído o escuchado recientemente en los medios de comunicación. Aquello no revestiría importancia noticiosa alguna si fueran calificativos proferidos por un indignado chiquillo en una gresca callejera (a las que, a fuerza de repetirse, nos vamos acostumbrando). Lo novedoso es que corresponden a expresiones públicas de ciertas autoridades en escenarios que, hasta hace poco, eran considerados espacios sacrosantos de la actividad política, una de las más nobles y complejas de todas las que el hombre puede asumir.

Una explicación simplista del fenómeno -que ha ido en aumento en consonancia con las presiones que se desatan en épocas de crisis- es la enorme tensión que pesa sobre quienes tienen la responsabilidad principal de conducir el país hacia la solución de sus muchos problemas. Hay líderes que soportan mejor o peor los desafíos que la vida política les plantea. Por eso, afortunadamente, estas conductas son aún anomalías que, por novedad, se transforman en noticia. Sin embargo, esta visión apenas responde a aspectos de los caracteres de los protagonistas. Un complemento a tal perspectiva son las afirmaciones que apuntan hacia la calidad de los dirigentes involucrados, la que dependería de su cultura, capacidad intelectual, estudios, posición social y/o capital político en mayor o menor riesgo. Pero ésta tampoco es una explicación para un fenómeno que es más global y que no sólo afecta a parte de nuestra clase política, sino a otras en el mundo. Los ideales clásicos de mesura, justicia, prudencia, respeto y sobriedad, asociados a la política, parecieran batirse en retirada.

[cita]Los ideales clásicos de mesura, justicia, prudencia, respeto y sobriedad, asociados a la política, parecieran batirse en retirada.[/cita]

Más estructuralmente, ¿cuáles son las señales que nuestra sociedad liberal, de mercado y democrático-representativa pone a sus dirigentes para estimular esos comportamientos? En periodismo suele afirmarse -como metáfora de la noción de novedad e impacto, condición de una reseña atractiva para los medios- que no es noticia que un perro muerda a un hombre, sino cuando ocurre lo contrario. En el enorme bullicio y sobre-información de nuestra sociedad hiper-mediatizada, la novedad e impacto son condiciones sine qua non para la difusión, porque la agenda de los medios no solo queda en sus propias manos, sino también en las del rating.

De allí el éxito en la TV abierta de noticiarios centrados en la info-entretención, la violencia y el sexo y la cada vez mayor vulgarización de pautas que se eximen de “temas complicados” como economía, relaciones internacionales y hasta de la política, cuando aquella es seria, de proyectos, propuestas e ideas. Todo eso es “una lata”.

Eso lo saben nuestros representantes. Saben que para la “tele” importa más la frase corta o “cuña” que la idea compleja; que el 70% de la ciudadanía reconoce que se informa del entorno más allá del barrio o trabajo, sólo a través de la TV abierta; que para llegar hasta su capital político ya no les sirven las concentraciones –a las que apenas van los convencidos- y que no es rentable electoralmente perder el tiempo en reuniones reflexivas con una decena de socios de una Junta de Vecinos. Por eso, de cualquier modo, hay que estar en la TV abierta, porque quien no sale en ella, no existe.

Así, en nuestra “tele-democracia” todas las señales están colocadas perfectamente para que algunos de nuestros representantes operen con la lógica del impacto y, por cierto, el lenguaje fuerte y hasta procaz es una “buena herramienta”. La conducta es, entonces, consecuencia lógica del escenario en que se desenvuelven, aunque, por cierto, combinada con las especiales características personales de los protagonistas. Un garabato en el hemiciclo tiene TV asegurada y, a mayor abundamiento, la cultura del espectáculo traduce estos comportamientos como “naturales”, “sinceros” y hasta “gallardos”. El aparente costo que deducen las elites para con el descomedido, se transforma en ganancia publicitaria neta para éste, dado su particular capital político.

Una democracia desarrollada supone un ciudadano que busca racionalmente entre alternativas diversas –como en un mercado de ideas- a quien represente mejor sus propios intereses. Sin embargo, pareciera que ni se cuenta, en general, con una ciudadanía muy consciente de aquellos, ni la expresión de esos intereses se realiza con acento en el logos, sino -dadas las exigencias mediáticas- a través de una cada vez mayor simplificación y emocionalidad de los mensajes. Se cierra así un círculo vicioso que se retroalimenta hacia la vulgaridad y el desparpajo; se pierde la solemnidad y el misterio del poder; se entiende aquel fungido hoy por “gente como uno” y el mal trato y la búsqueda del impacto campean. Así, quienes esperan algo más de estos medios masivos, vuelven a los diarios, revistas o libros, o a la Internet y la TV cable o de pago. Como corolario, la política en la TV abierta termina mutando, como alguien dijo, en “la farándula de los feos”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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