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La hora de Gadafi

Carlos Parker
Por : Carlos Parker Instituto Igualdad
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Gadafi está poniendo de relieve su verdadero talante político y su auténtica catadura moral. Insistiendo en aferrarse al poder, no ha vacilado en ordenar abrir fuego contra las multitudes que lo repudian y ha usado el recurso favorito de los dictadores más salvajes: bombardear a sus adversarios usando la aviación militar.


Cuenta la leyenda que a mediados de los años ochenta, un grupo de notables de la izquierda chilena llegó en procesión a la tórrida  Trípoli, Capital de Libia, con el propósito de entrevistarse con Muamad El Gadafi.

Dicen que el personaje,  después de  hacerse esperar por varios días,  recibió por fin a la delegación en su  Jaima, una especie de carpa de grandes dimensiones,  a la que ingresó de modo aparatoso y con gesto adusto y desconfiado, mascullando sonidos ininteligibles, tal parece que incluso para los integrantes de su propio séquito. El hombre  se acomodó entonces sobre una alfombra  en el suelo, tal y como ya lo habían  hecho quienes le aguardaban hacía largo rato tan impacientes como acalambrados, y sin pronunciar palabra alguna,   solo con un gesto teatral de su brazo extendido,  invitó a los visitantes  a  exponer los motivos de su presencia, los cuales por no podía sino conocer muy en detalle y de antemano.

La historia sigue diciendo que alguien tomó la palabra, para con voz trémula,  pasar a relatarle al hombre de rostro de cera el cúmulo de padecimientos que estaba experimentando el pueblo chileno por causa de la dictadura de Pinochet, la cual recalcó, se encontraba sin embargo debilitada y en su fase terminal, a punto del derrumbe.

Gadafi seguía inmutable y como ausente mientras transcurría la alocución.  Y se mantuvo imperturbable, sin pestañear ni mover un solo músculo, incluso para cuando el expositor terminó de decirle por fin, luego de darse innumerables y retóricas circunvalaciones, que el gran problema que en ese momento preciso  enfrentaban las fuerzas antidictatoriales chilenas, consistía ni más ni menos que en la falta de recursos financieros para encarar el esfuerzo final y definitivo. Razón por la cual,  habían venido desde tan lejos para apelar a su consabida generosidad y espíritu solidario e internacionalista, el que esperaban pudiera verse reflejado en la forma de una contribución monetaria constante y sonante y en billetes verdes. Obviamente, el político chileno no se estaba refiriendo a los verdes dinares en los que aparecía el severo rostro del mismísimo, sino a los otros billetes verdes, aquellos en los que puede leerse la divisa  “in God we trust”.

[cita]No se comprende que haya quienes persisten en defender a Gadafi y hasta justificarlo desde el campo de una cierta izquierda, pretendiendo presentarlo como víctima de una conspiración.[/cita]

Se produjo entonces un silencio todavía más espeso. Y cuentan  que entonces el inescrutable líder libio paseó sus entrecerrados ojos por cada uno de los rostros expectantes de sus pedigüeños visitantes. Hasta que de pronto, pareciendo salir súbitamente de su letargo, se golpeó las rodillas con ambas manos como quién da por zanjado de una vez y para siempre un asunto, y empezó a decir con su característica voz gutural, lo que el traductor interpretó a los extranjeros  como una oferta, que ignoraba por completo lo que se le había venido a pedir, y que consistía en poner a disposición del pueblo chileno, de manera inmediata y en el lugar que se determinara, un importante cargamento de armas y municiones.

Esa fue la sarcástica y aviesa manera en que el lacónico Gadafi les hizo saber a los dirigentes chilenos su desprecio por la estrategia de acumulación de fuerza social y política que le habían venido a proponer que apoyara, y la demostración palpable de que el único lenguaje con que el líder libio estaba familiarizado y podía procesar y entender, no era otro que el de la acción violenta y directa, especialmente si aquella podía ser ejecutada por mano ajena. Tal y como al parecer sigue razonando hasta hoy día, a juzgar por su reacción frente a la oleada opositora, la que está enfrentando con plomo, mercenarios y amenazas.

Sacada de su contexto político e histórico, y narrada bajo unas circunstancias nacionales e internacionales muy distintas, la anécdota podría sonar hasta vergonzante para sus protagonistas. Habida cuenta de que en los más de 30 años transcurridos ha corrido mucho agua bajo los puentes de los asuntos nacionales e internacionales, y, de modo muy especial, teniendo en cuenta lo que políticamente ha encarnado y proyectado Gadafi durante todo este período y,  considerando el estado de bancarrota política y moral en que el líder libio ha terminado por caer.

Pero para ser justos y rigurosos, hay que decir que  Mumad El Gadafi era todavía por esos años un referente político internacional, incluso hasta con pretensiones teóricas e ideológicas. Era además un jefe de Estado que a pesar de haberse encaramado al poder merced a un golpe de Estado, gozaba de legitimidad y quizás por sobre todo esto, era un hombre que no escatimaba la generosidad de su abultada billetera  con quienes se la solicitaban. Siempre bajo la maniquea premisa, según la cual,  quién es enemigo de mi enemigo es en consecuencia mi amigo, mi aliado y hasta mi hermano.

Para entonces, Gadafi podía ser descrito como un líder grandilocuente y carismático que gozaba de una cierta popularidad y hasta de alguna admiración entre vastos sectores de la izquierda internacional en todas sus vertientes. Sumergida como estaba entonces, hasta un poco más debajo de la nariz,   en la lógica perversa y reduccionista de la Guerra Fría,  que todo lo podía explicar y justificar y que a nadie dejaba opciones alternativas reales disponibles. O se estaba al lado de los EEUU, o se estaba al lado de la URSS, o al menos próximos a cualquiera de estos campos de influencia.

Gadafi representó  en los comienzos de su trayectoria política el modelo de líder tercermundista en su expresión pan-arabista, a la manera del líder fundador egipcio Gamal Abdel Nasser a quién alguna vez admiró y trató de imitar, al menos discursivamente. Pero de cuyo legado nacionalista, laico  y unificador de la nación árabe se apartó en cuanto pudo, para tratar de ofrecer una nueva doctrina basada en el Libro Verde, texto de su presunta autoría, y en la llamada Yamahiría o república de masas, en la cual las estructuras  del Estado de disolvían en una especie de democracia directa y sin mediaciones entre los ciudadanos y el poder encarnado. Con un solo líder político y espiritual omnipresente, el mismo Gadafi, quién acumulando para sí potestades absolutas, juzgó que entonces  no era necesario siquiera que tuviera un cargo formal en el gobierno ni más grado militar que el de coronel.  Pues el rango de líder de la revolución y su condición auto conferida mención como padre de la nación, bastaba y sobraba para todos los fines prácticos.

Habría de ser en este contexto, de acumulación de poder absoluto e incontestado, en que Gadafi cultivaría los que pasarían a ser sus rasgos característicos de hombre político y figura internacional. Los de un hombre colmado de fobias estrafalarias, sumido en la egolatría, la vanidad, y la megalomanía. Un ser patético en sus actuaciones  excéntricas y rituales,  las que no pocos le aplaudieron entusiastamente queriendo ver en aquellas una expresión de audacia, valentía  y desafío a los poderes mundiales constituidos,  las que tenían el valor agregado de provenir de parte de un líder tercermundista.  Cuando en verdad no se trataba de otra cosa que de simples arrebatos de planificada locura. Puestas en escena como las que más de una ocasión Gadafi representó ante la Asamblea General de la ONU.

Usualmente, quién dispone de recursos materiales a destajo puede permitirse los lujos que quiera darse. Si se tiene además la voluntad de repartirlos a diestra y siniestra, puede incluso lograr que le estimen como un sabio, un benefactor de los pueblos oprimidos, un justiciero internacional o cualquier otra cosa semejante y mentirosa.  Respecto a todo lo demás, especialmente en el frente interno,  ya lo dijo Nicolás Machiavello con todas sus letras: si has de optar porque tus súbditos te amen o te teman, prefiere siempre que te teman.

Por estos días Muamad El Gadafi está poniendo de relieve su verdadero talante político y su auténtica catadura moral. Insistiendo en aferrarse al poder no ha vacilado en ordenar abrir fuego contra las multitudes que lo repudian y hasta ha usado el recurso favorito de los dictadores más salvajes: bombardear a sus adversarios políticos usando la aviación militar.

Pese a lo quieren imaginar algunos nostálgicos, Gadafi no es actualmente ni ha sido nunca un hombre de izquierda ni un socialista, y ni siquiera puede ser calificado con propiedad como un individuo de convicciones progresistas. Y si se le juzga con rigor, detalles más o menos, no se diferencia sustantivamente de otros dictadores feroces y rapaces como Ben Alí, Mubarak y otros reyezuelos del vecindario, cuyo itinerario seguirá con toda certeza. Si acaso no opta por quitarse la vida.

No se comprende entonces que haya quienes persisten en defenderlo y hasta justificarlo desde el campo de una cierta izquierda, pretendiendo presentarlo como víctima de una conspiración. Cuando en realidad, si acaso es víctima de algo, lo es de su propia megalomanía a la cabeza de un proyecto que pasó casi sin transición de la promesa democrática y libertaria a la dictadura más feroz.

Hacen muy mal entonces, quienes en lugar de hacerse la autocrítica y tratar de poner las cosas en su justo lugar, prefieren refocilarse en sus propios errores aferrándose a un hierro ardiente.

Desde otro campo, tampoco se comprende ni menos se justifica el conjunto de vacilaciones que hasta este momento manifiesta la Unión Europea, en una actitud de indefinición reiterada, la que a estas alturas, y que tras los sucesos de Túnez y Egipto, ya parece reflejar rasgos patológicos.

Para Bruselas, tal parece que tal como hasta ayer todo se reducía a cerrar los ojos frente a las autocracias del norte de Africa y del mundo árabe en general, en vista de la amenaza islamista, ahora todo se limita por sobre todo   a tratar de conjurar el peligro y el temor que suscita entre los 27 la muy probable marea inmigratoria proveniente del Magreb  y otras zonas aledañas, la que según se indica, podría involucrar a  cientos de miles de personas que frente a la incertidumbre en sus propios países, intentarán buscar refugio en países como Francia, Italia y España, especialmente.

En días recientes  y cuando la represión ya estaba desatada, Catherine Asthon, la responsable de política exterior de la UE, se ha limitado a señalar que Bruselas ha resuelto suspender las negociaciones para suscribir un acuerdo marco con Libia. Eso no es mucho, casi nada y en verdad el solemne anuncio suena  a sarcasmo más que a cualquier otra cosa. Aunque luego haya agregado  que no se descarta adoptar medidas adicionales, lo que entre líneas debe entenderse como la adopción de “sanciones” tales como las represalias económicas, la negación de visados, la prohibición de ventas de armas y la congelación de cuentas bancarias. Pero al paso que van, es de imaginarse que dichas acciones, de llegar efectivamente a adoptarse,  se concretarán cuando sea demasiado tarde, al al menos, cuando no tengan nada que aportar.

Tal parece a estas alturas, la UE presa del desconcierto y la indefinición, solo ha conseguido ponerse de acuerdo  en hacer un tímido llamado a Gadafi “para que responda a las legítimas demandas de la población, incluido el diálogo nacional”. Con lo cual se configura un  cuadro en que prácticamente todo lo que se hace en torno a la situación libia suena ilusorio, extemporáneo y hasta ridículo, mientras la situación se deteriora con cada hora que pasa.

Se supone que la comunidad internacional no debiera permanecer impasible ante este tipo de barbaries. Mucho menos ahora en que existen normas, principios e instrumentos  que permiten acciones legítimas destinadas a poner atajo a los desmanes de los gobiernos contra sus propios ciudadanos.

En otros tiempos, frente a situaciones de esta naturaleza, los gobiernos adoptaban medidas prácticas, aunque de carácter simbólico. Las que permitían, no obstante,  marcar una cierta posición política y de principios frente a un determinado suceso.

Romper relaciones diplomáticas con Libia es una opción abierta. Incluso para un país tan lejano como Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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