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Pensar, hablar, acordar

Nicolás Espejo Yaksic
Por : Nicolás Espejo Yaksic Profesor Visitante de las universidades de Oxford y Leiden. Miembro correspondiente del Centro de Derecho de Familia de la Universidad de Cambridge e Investigador del Centro de Estudios Constitucionales de la Suprema Corte de Justicia de México.
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El Gobierno debe entender, de una buena vez, que nuestra coyuntura actual es una oportunidad única para repensar la institucionalidad de participación y diálogo democrático en Chile. Dicho cambio no se logra temiéndole al pueblo y reduciendo el movimiento social a la irracionalidad, la violencia o la intransigencia.


En una democracia deliberativa, los buenos argumentos son sólo el inicio de una conversación orientada al entendimiento.

No se trata de llegar siempre a acuerdos. Hay muchos casos en los que simplemente esto no es posible, como cuando discutimos sobre valores y principios éticos a los que no se puede renunciar sin traicionar nuestra propia identidad. Pero en todos los demás casos –que son la mayoría- los ciudadanos democráticos deben esforzarse por hacer, a lo menos, dos cosas: a) identificar la razonabilidad de sus desacuerdos (esto es, argumentar por que en materias de significación privada, parece inevitable respetar visiones irreconciliables entre sí) y; b) construir acuerdos fundados en razones públicas (esto es, dotar de razones que puedan ser entendidas por todos, para la construcción de las instituciones que nos gobiernan a todos).

Estos principios fundamentales de la democracia deliberativa deben ser debidamente complementados con otros ideales regulativos. En particular, con las condiciones de igualdad que permiten a todos discutir desde una posición equivalente de poder. Si la discusión tiene lugar al interior de relaciones de poder asimétricas, o en la que una de las partes coacciona o domina a la otra, entonces los acuerdos resultantes de ese debate serán ilegítimos. Sólo partes concebidas así mismas en un pie de igualdad formal y material, abiertas a la coacción sin coacción del mejor argumento y que acceden a procedimientos abiertos de debate democrático, pueden ver satisfechas sus expectativas de inclusividad democrática.

Nada de esto parece estar ocurriendo en Chile.

De una parte, se observan demasiadas personas (sean los estudiantes, sean las autoridades de Gobierno, sean los ciudadanos en general) que parecen creer que basta con tener buenos argumentos o razones, para imponer su posición. Si las razones públicas no chocan (en el mejor sentido posible) con otras razones, entonces ellas serán meras posiciones personales. En una democracia deliberativa, las razones orientadas al debate público deben ser siempre capaces de abrirse a su revisibilidad, en base a un proceso de discusión que nos permita llegar al más alto nivel de claridad. Ello demanda humildad intelectual, respeto ideológico y, por sobre todo, conciencia cívica.  En otras palabras,  las razones que se esgrimen para el diseño de nuestras instituciones públicas y las normas que regulan a la nación, no son para nosotros mismos o para quienes están de acuerdo con nosotros. Muy por el contrario, las razones orientadas al diseño de nuestra sociedad se dirigen, principalmente, a quienes están en desacuerdo con nuestros puntos de vista.  Esto es, pensamos a sabiendas que, acto seguido, deberemos dialogar, de modo tal que los acuerdos y desacuerdos razonables que se identifiquen permitan avanzar hacia la adopción de decisiones institucionales que promuevan el interés general.

[cita]El Gobierno debe entender, de una buena vez, que nuestra coyuntura actual es una oportunidad única para repensar la institucionalidad de participación y diálogo democrático en Chile. Dicho cambio no se logra temiéndole al pueblo y reduciendo el movimiento social  a la irracionalidad, la violencia o la intransigencia.[/cita]

De otra parte, parecen no existir espacios de inclusividad discursiva para quienes reclaman, con justa razón, que la institucionalidad nos los considera. Al no existir espacios de deliberación pública formalmente reconocidos en los que aquellos que no son escuchados puedan serlo (los niños, niñas y adolescentes, las minorías sexuales, los pueblos indígenas, los consumidores abusados, los ecologistas, los trabajadores no sindicalizados o informales, etc.), parece razonable esperar un nivel de indignación importante frente a la autoridad. Para reclamar diálogo, deben reconocerse espacios formales (y no oportunistas) de inclusividad discursiva para todos y todas. Eso no se logra con el botón fácil del plebiscito, sino con el más complejo y sustancial camino de una asamblea constituyente para debatir, por primera vez, que tipo de constitución queremos, parece ser el primer y evidente paso en este sentido.

Pensar, hablar, acordar. Eso es lo que Chile requiere. Para ello los ciudadanos en general, y quienes protestamos en particular, debemos darnos cuenta que nuestras razones, por mejores que sean, son sólo el inicio de una conversación democrática, no su fin. Pero para que lo anterior sea exigible, el Gobierno debe entender, de una buena vez, que nuestra coyuntura actual es una oportunidad única para repensar la institucionalidad de participación y diálogo democrático en Chile. Dicho cambio no se logra temiéndole al pueblo y reduciendo el movimiento social  a la irracionalidad, la violencia o la intransigencia. Muy por el contrario, el Gobierno debe ser capaz de liderar un proceso de discusión en el que su posición –al igual que la de quienes se oponen a él- esté siempre abierta a la fuerza del mejor argumento.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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