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Sol de invierno


Jaime Gajardo (Presidente del Colegio de Profesores) y Arturo Martínez (Presidente de la CUT) son como esos ídolos kitsch, pasados de moda, que cada cierto tiempo son desempolvados por la fanaticada en la disco Blondie para darse un festín nostálgico a cuestas de su senectud. Está claro que ninguno de estos dos dirigentes llenaría el Movistar Arena o el Estadio Nacional. Jamás han tenido el magnetismo necesario ni los seguidores para brillar con luz propia. Ambos confunden ideología con relato. Ser comunista o socialista no basta. Hay que ir más allá. Declararse fanático del fútbol no es suficiente. También hay que ir al estadio.

Tampoco ambos han sido hábiles para leer la realidad, ni mucho menos, asimilar los cambios que ha experimentado su entorno, que de la pasividad pasó a la acción en la calle; ello se quedaron anclados en un mundo en blanco y negro, en el mundo del dirigente amateur. Lo suyo es mucho más simple. Es la verborrea improductiva, la comparsa que disipa tareas y responsabilidades, el oportunismo del codazo para aparecer en la foto. Se han hecho devotos de la cultura del cuidapegas que no se arriesga. Peor aún, su falta de representatividad le resta importancia y presencia a sus bases; a sus sentidas demandas, a su lucha. Ninguno aporta.

Pero siguen allí, asidos al poder por obra y gracia de acuerdos cupulares y la apatía de tantos, sirviéndose de la nomenklatura partidaria, de la anarquía endémica, haciéndole fintas a la democracia interna, villanos del feudalismo criollo, convencidos de ser protagonistas, pero con la incidencia de un extra, sin cortar ni pinchar; sin logros. Sólo demagogia circunstancial. Hasta ahora.

La irrupción de nuevos liderazgos sociales le está dando a este tipo de dirigentes un rol secundario. Ahora van de teloneros. Mejor para ellos: hacen lo menos y regresan temprano a casa. Aquí los verdaderos “rockstars” son los dirigentes estudiantiles; la juventud chilena. Y no lo son por su belleza ni por su figuración mediática, ni porque se hallen camino a la fama, sino por su claridad y capacidad para imaginar el futuro; para exigir que se cumplan las promesas, para emplazar a la autoridad. La dirigencia “tradicional” chilena –gremial, política– camina de espaldas a la sociedad.

Luego del fracaso del paro convocado por la CUT los días 24 y 25 de agosto –que de paro tuvo muy poco, más bien fueron marchas hacia ninguna parte, que el gobierno interpreta como meros desórdenes “violentistas”, mientras que la multisindical se regocija con su eslogan “Chile debe ser distinto”–, hoy es la sociedad civil la que sabe lo que quiere, y a quién debe seguir para lograrlo, cuándo y por qué hacerlo.

El país requiere profundas transformaciones sociopolíticas y económicas. Para ello se necesita, en primer lugar, una enorme capacidad intelectual de sus líderes, mentes que puedan identificar y resolver problemas sin caer en la trampa del servilismo, ni el asistencialismo; segundo, un momento histórico donde consumar dichas transformaciones. Hoy es el momento para forzar los cambios. El movimiento estudiantil ha visibilizado una presión social de antigua data, que parte desde el seno familiar del estudiante movilizado, haciendo que el chileno de enfrente opine, critique, exija; que se rebele al final del día. Estamos frente a un gobierno y a una oposición sorprendidos del empoderamiento ciudadano. Y ninguno sabe qué hacer. ¿La razón?: ambos han gobernado sin la ciudadanía, haciendo oídos sordos de la realidad que vive el país. Se dice que la gente valora poco la política. Es al revés.

Dado que ya no es posible esperar nada nuevo ni mejor de dirigentes como los mencionados –ni tampoco de los políticos, quienes transforman cada espacio que pisan en una plataforma de proselitismo personal, no político, sino en el perverso objetivo de su reelección que les garantiza pan y techo–, es hora que la juventud pase al pizarrón, no para dirigir el país, sino para liderar la discusión de cómo mejorarlo, asumiendo el protagonismo de su tiempo. Mañana podrían ser adultos conformistas.

A la espera de que el Censo del próximo año informe cuántos somos y qué grupo etario la lleva en Chile, el Centro Latinoamericano y Caribeño de Demografía (CELADE) –órgano de la CEPAL–, el cual estima en 4.271.399 las personas que constituyen la población joven (15 a 29 años) del país para 2010 –cifra que representa un 24,95 por ciento de la población total (17.133.442 habitantes) para el mismo año–, lanza una luz en la oscuridad del túnel: un cuarto del país es joven.

Los jóvenes en Chile suman más que la población total de Uruguay en 2010 (3.371.912 habitantes, según CELADE). Dato a tener muy en cuenta a la hora de saber dónde poner las fichas en las próximas elecciones. Ojalá esa parte de la juventud que sigue el conflicto estudiantil por los medios asuma el desafío que tiene al frente.

Sin embargo, ¿qué impide que ése cuarto de chilenos tenga un rol más activo en la construcción del país que anhela y reclama? No sólo Gajardo y Martínez podrían responder esta pregunta, también podrían hacerlo los políticos “profesionales” de diverso cuño. El problema es que Chile carece de una intelectualidad política seria, responsable. Los teóricos están muy ocupados para bajar al pueblo, y los dispuestos a ese propósito no superan los estándares mínimos de inteligencia. La política se ha divorciado de la gente.

El resultado es previsible. El país queda a expensas de “líderes” con pies de barro, que al menor aguacero desaparecen de las discusiones. Por ello se hace necesario que, ad portas de la primavera, la juventud instruida, disconforme, se acerque a la testera del poder y libre al país de este sol de invierno.

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