Los colores y contornos de la instantánea se repiten en Madrid, Londres, Santiago o Atenas. Ante ello, reivindicar las catedrales ideológicas parece un refugio identitario y no una propuesta política. Los valores que encarnaron Grove o Allende hoy son compartidos por las mayorías de todo el país, pero la hipoteca histórica ya venció para los socialistas.
Daniel Grimaldi, en una reciente columna en este mismo medio, se preguntaba si “¿Pueden las ideas de la socialdemocracia representar una alternativa ante la crisis del modelo neoliberal?”, respondiéndose afirmativamente, para después preguntarse, con menos ánimo, si es que “¿Pueden los socialdemócratas ganar la confianza de los críticos del neoliberalismo para representar estas ideas?”. Aunque el autor acierta bastante en los diagnósticos y causas de la actual crisis de la socialdemocracia en occidente, se ve menos preciso en las propuestas de salida a tal situación. Varios argumentos se pueden ofrecer para decir que la defensa de las ideas keynesianas, por una parte, así como el insistir en la permanencia de bases que aún son socialdemócratas a pesar del viraje neoliberal de los partidos, son dos elementos de una tesis difícil de sostener: la posibilidad de las socialdemocracias de reconstruirse como lo que fueron durante el siglo XX.
Primero que todo, es cierto como bien indica el autor, que el esfuerzo socialdemócrata fue fundamental en el Estado del Bienestar que se desplegó en la Europa de posguerra. Pero al rememorar ese enorme crecimiento de derechos y calidad en salud pública, educación estatal y seguridad laboral, así como en libertades civiles, se suele olvidar el contexto histórico de tal proceso.
[cita]Los colores y contornos de la instantánea se repiten en Madrid, Londres, Santiago o Atenas. Ante ello, reivindicar las catedrales ideológicas parece un refugio identitario y no una propuesta política. Los valores que encarnaron Grove o Allende hoy son compartidos por las mayorías de todo el país, pero la hipoteca histórica ya venció para los socialistas.[/cita]
Por toda Europa, el desarrollo de políticas que tendían a proteger a trabajadores y capas medias de la pobreza y la inseguridad laboral, fue un proceso en que no sólo socialdemócratas estuvieron dirigiendo y que en muchos acontecimientos tampoco fueron el principal agente. Democratacristianos, conservadores y populares también fueron parte de las reformas que fundaron el Bienestar, así como Franco en España construyó los cimientos de la España de fin de siglo. El elemento más común en todos estos cambios, mucho más que la misma socialdemocracia, fue un movimiento obrero bien organizado y una izquierda extraoficial más radicalizada. Si en Alemania occidental el Bienestar llegó bajo la comparación con lo que existía tras el muro, en Francia fue bajo la amenaza de un poderoso Partido Comunista y un creciente movimiento juvenil radicalizado. En Italia y Grecia, el Bienestar vio la luz con partisanos comunistas activos y un siempre vanguardista movimiento de trabajadores.
A todo ello, además, se le debe sumar la amenaza directa del Ejército Rojo que asomaba por el Este y todo el contexto de Guerra Fría.
Chile tampoco fue algo muy distinto en tal sentido. La continuidad en políticas sociales “del Compromiso” entre 1938 y 1970, fue sostenida por las mayorías de trabajadores organizados, pobladores y campesinos, incluso a veces en contra de la izquierda tradicional de nuestro país. Cuando la izquierda radical fue reprimida y perseguida en los años ’70 y ’80 del siglo pasado, cuando los sindicatos se vieron desintegrados por la flexibilidad neoliberal y burocratizados por el clientelismo electoral, el Bienestar ya no tuvo a nadie que lo defendiera de la voracidad capitalista.
Siendo relevante la presencia socialdemócrata en todos estos procesos, no se puede pretender imitarlos en un viraje a tales posiciones. No se puede sin por lo menos un movimiento de trabajadores bien organizado y con grados elevados de radicalidad, a la vez que partidos insertos en sindicatos y confederaciones que le den vitalidad y dinamismo. Nada de eso es visible en partidos socialistas que ven derruir bajo sus pies la burocracia sindical que los alimentó por décadas, tanto en la UGT española como en la CUT chilena. Pocos vínculos alinean hoy a los trabajadores de un supermercado o a los estudiantes de alguna federación universitaria con los barones de los partidos. Si los socialdemócratas amenazaran con domesticar al Capital, hoy, desarmados de poder popular como están, sólo harían el ridículo.
En ese sentido, al ver la situación socialdemócrata actual, resuenan con eco profundo las palabras de Gramsci, al ver la burocratización del Partido Socialista Italiano de su época: “una pura y simple organización de funcionarios, sin consenso en ninguna clase de la población, sin vida interior, sin un fin histórico que justificase su existencia. […] muerto como conciencia política del proletariado”. Cuando una crisis es política, se suele expresar orgánicamente. Intentar resolver sólo lo segundo, por ejemplo, renovando los cuadros de dirección como propone Grimaldi en función de diezmar la hegemonía proclive a las elites que hay en el PS, es pretender alterar la realidad por decreto. El problema de los socialdemócratas es de vacío crítico y no de ajustes organicistas. Por lo mismo, el carácter de clase de sus dirigencias se debe a las opciones políticas y no a los mecanismos de ascenso en las jerarquías del partido.
Por otra parte, a pesar de ello, aún pareciera quedar un refugio: las ideas. El autor sostiene que “las ideas clásicas socialdemócratas no están en crisis, son los partidos socialdemócratas los que no aseguran poder representar fielmente estas ideas”. Las tesis Keynesianas que el autor ofrece como paradigma del accionar socialdemócrata en materia de economía, tal vez su principal referencia ideológica junto a Anthony Giddens (quien paradojalmente contribuyó a sepultar a Keynes entre los “terceristas”), aunque sería deseable que se cumplieran, no hay certeza de que puedan ser eficaces para contener la actual crisis.
El economista Robert J. Samuelson, en el Washington Post, sostiene que en 1936, cuando se escribió Teoría General de la Ocupación, el Interés y el Dinero, “los gobiernos en la naciones más económicamente saludables eran relativamente pequeños y sus deudas modestas. El gasto público al déficit y la intervención estatal en el mercado eran respuestas posibles a los desastres económicos. Ahora, enormes gobiernos son continuamente hundidos por deudas gigantescas. Las soluciones promedio keynesianas para las recesiones —gastar más y gravar menos— presumen la disposición positiva de los mercados de deuda a financiar el déficit resultante a tasas de interés razonable. Si el mercado se rehúsa, las políticas keynesianas no funcionan”.
¿Se puede seguir pensando en obligar, con la única fuerza del Estado, a los mercados a financiar la deuda pública cuando ni siquiera es posible obligarlos a cumplir la ley vigente en lo laboral o lo tributario? Samuelson agrega: “Los gobiernos han cedido competencias al mercado de deuda soberana a través de décadas de comportamiento cortoplacista. El sesgo político favorece el estímulo a corto plazo (bajar impuestos y elevar el gasto), cosa que es popular, e ignora el déficit a largo plazo (bajar el gasto y subir los impuestos), que es impopular. La deuda ha alcanzado niveles peligrosos, minando la teoría económica Keynesiana como se enseña en textos tradicionales (…) Lo que podría haber funcionado en los años ’30 no brinda ninguna panacea hoy”.
De esta forma, no sólo hay un problema de derrota política para la socialdemocracia, sino que de bancarrota ideológica. Esto es evidente en la pobreza estratégica del debate actual de los socialistas, ya sea en Francia, Inglaterra o en Chile. Si los partidos socialistas siguen unidos, sin fraccionamientos masivos, es porque a decir de Gramsci lo hacen “cementado unitariamente por una sola categoría de ciudadanos, la casta de los funcionarios”.
En su edición de abril de 2010 —un mes antes del fin electoral de los trece años de gobierno laborista en Inglaterra— la revista New Left Review, editorializó en la pluma de Tony Wood un artículo llamado “Nuevo Laborismo: Adios y muy buenas”. El autor indica, en una afirmación que nos suena muy cercana, que el paso a la oposición de los socialdemócratas no los revivirá como fuerza social, porque “la base que podría ser reactivada se está encogiendo y las fuentes de fondos para semejante giro se están secando. Parece que el laborismo está bien encaminado para convertirse no tanto en un partido como en una entidad paraestatal, dependiendo cada vez más de los cargos gubernamentales para su existencia”.
Así, la repetida demanda por “un acercamiento con las pequeñas fuerzas de izquierda y sobre todo los movimientos sociales, que hoy gozan de mayor adhesión y credibilidad que las instituciones partidarias”, pareciera no tener mucho donde enraizar. Primero, pretender acercarse a grupos más radicales que el PS o incluso el PC ¿Tiene algo de realidad en tanto significaría romper la Concertación contra la voluntad de la mayoria socialista? Por otra parte, proponer una aproximación a las organizaciones sociales movilizadas demuestra el desconocimiento de ese campo. Sin programa de reformas, sin dirigencias legitimadas que sirvan de enlaces y sin una cohesión orgánica, será difícil llegar allí. Además, parecieran ignorar que ese espacio no es un descampado, sino que convive una bien enraizada y diversa izquierda radical, desde comunistas y autonomistas hasta libertarios o trotskistas, que aunque a veces despolitizados y pequeños, gozan de más confianza en las bases que Andrade o Tohá.
Estamos ante un caso en que la enajenación de la política de izquierda pareciera ser total. Parafraseando al estudioso marxista inglés, Stuart Hall, el progresismo hoy se reduce a dos dimensiones igualmente desorientadas: unas bases socialdemócratas sólo culturalmente hablando (una especie de progresismo identitario) conducidas por un desorden de capitanes neoliberales. Los mismos que ante la crisis mundial de las tesis financieras y la desmantelación de su política del bienestar, no saben qué hacer para salir del fango de la derrota. Ese desarme político los tiene en una vorágine de derrotas electorales desastrosas, un desborde autónomo desde lo social que los apunta con justicia como culpables y una histeria reaccionaria que emana desde sus líderes.
Los colores y contornos de la instantánea se repiten en Madrid, Londres, Santiago o Atenas. Ante ello, reivindicar las catedrales ideológicas parece un refugio identitario y no una propuesta política. Los valores que encarnaron Grove o Allende hoy son compartidos por las mayorías de todo el país, pero la hipoteca histórica ya venció para los socialistas. Tampoco hay capital para emprender de nuevo cuando sólo hay organicismo, ideas desactualizadas o electoralismo cortoplacista en el repertorio. En palabras de Wallerstein: ¿Tiene futuro la socialdemocracia? Como preferencia cultural, sí; como movimiento, no.